Hablemos de toros, pues


Las corridas de toros son siempre motivo de grandes y apasionadas discusiones. Hay mucha gente que las defiende y hay también mucha gente que las ataca con furor. Unos quieren que el estado garantice la libertad de realizar corridas de toros. Otros exigen que el estado prohiba para siempre las corridas de toros.

Unos dicen que se trata de un espectáculo maravilloso, lleno de color y de alegría. Otros dicen que es un espectáculo cruel y bárbaro, lleno de sangre, horror y sadismo.

Unos dicen que las corridas de toros expresan los símbolos fundamentales de la identidad española: el culto al valor, encarnado en el torero, y la capacidad de enfrentar a la muerte con heroísmo, hasta el final, como lo hace el toro que lucha hasta el último instante. Otros dicen que las corridas de toros expresan solamente los instintos más brutales y violentos del ser humano.

A mí me parece que debemos considerar el asunto desde diferentes perspectivas. Para los que no son españoles, la discusión tiene su centro y su punto de partida en la suerte del toro, en su vida, su pasión y su sacrificio. Por supuesto el toro sufre, siente rabia, dolor, desesperación ante la muerte. La corrida es una tortura, un juego cruel, una fiesta de sangre. El pobre animalito es una víctima. Los españoles son unos bárbaros.

Para los que tenemos algo de español, en cambio, éste es un conflicto de familia, un asunto que nos desgarra interiormente, sea que nos guste la fiesta de los toros, sea que la odiemos. Porque los que tenemos algo de español llevamos un toro metido en el alma, como una sombra negra, valiente y furiosa, peligrosa, amenazante. Es una fuerza oscura que no podemos dominar individualmente, a solas. Algunos de nosotros la mezclamos lo mejor que podemos con nuestras pasiones y a chorros de emoción la vamos echando afuera en los gritos de la asamblea política, en la riña familiar, en la guerra y hasta en las banales discusiones de café.

Es decir, como quien dice. Otros pueblos tienen un oso en el alma. Otros, un águila. Otros, un burro. Nosotros, los que tenemos raíces en la península ibérica, tenemos un toro en el alma.

Y esto es un problema. Porque no se trata de un toro simpático y amable, manso y pacífico como Ferdinando. No. Es un toro negro y feroz. Muy negro, muy grande y muy feroz.

Por eso muchos españoles necesitan reunirse todos en una plaza grande, redonda, llena de luz y de música y derramar esa sombra de miedo sobre la arena brillante, como una vibrante mancha de tinieblas que sacude su furia ante el fulgor del sol, a cielo abierto, bajo una lluvia enceguecedora de músicas y gritos y flores y colores. Y cuando tienen el toro ahí afuera, en la arena, todos esos individuos se sienten liberados, porque han creado la ilusión de que el toro terrible que cada uno de ellos lleva en el alma se ha salido y está ahí, afuera, en la arena, donde ya no puede hacerles daño.

Pero además, todas esas gentes necesitan que un torero, un matador, un profesional del arte de la muerte, les muestre con su danza misteriosa cómo es posible enfrentarse a esos quinientos kilos de cólera negra, cómo es posible quitarle la fuerza, herirla, lastimarla, destruirla, borrarla de la existencia. Y cuando el toro cae muerto, cuando la arena se mancha de sangre roja y caliente, cuando los quinientos kilos de tinieblas se desploman y sus ominosos ojos de cristal implacable se apagan para siempre, todos los pobres seres reunidos alrededor de ese abismo sienten que una vez más han logrado vencer el miedo ancestral que a todos nos persigue y nos acosa desde hace miles de años, desde los tiempos en que todavía no habíamos inventado la memoria.

Esto último no es más que una manera de decir. La memoria sí existía, porque la encendimos por primera vez antes que el fuego. Pero funcionaba a veces y a veces no. En efecto, yo no puedo recordar cuándo y cómo se nos metió este toro por las rendijas del alma. Pero sí me acuerdo, como si fuera ayer, de aquellos tiempos en que yo era un español troglodita de las cavernas, de cuerpo bajo, peludo y cuadrado, cejas espesas, frente un tanto más estrecha que la de ahora, manos pesadas, barba hirsuta de alambre prehistórico, pelos en las orejas y ojos hundidos y muy juntos. Yo tenía, según dicen mis parientes más cercanos, la misma cara de estúpido que los demás miembros de la horda, pero me acuerdo muy bien que los ojitos nos bailaban de alegría cuando lográbamos representar la figura del toro en las paredes de la caverna, valiéndonos de los dedos, tierra de colores y el relieve natural de la piedra.

La gente de ahora dice que esos toros pintados en la cueva de Altamira son una obra maestra de "arte" prehistórico. Pero nosotros no queríamos hacer arte. Solamente queríamos representar al toro porque pensábamos que así podríamos contener, domesticar su terrible furia.

El fuego estaba siempre encendido en la gruta, más para espantar las tinieblas que para calentar el cuerpo. En las horribles noches frías nos despertábamos con frecuencia, asustados por pesadillas indefinibles. Temblorosos, nos reuníamos ante las figuras pintadas de los toros para asegurarnos de que estaban ahí, quietas, y de que todo lo teníamos bajo control. Ahí, en el fondo de nuestra caverna en Altamira, habíamos aprisionado el alma del toro, su figura y sus atributos, empecinados como estábamos en domesticar nuestro miedo y ejercer nuestro dominio sobre esa tremenda fuerza telúrica.

En las mañanas de luz resplandeciente solía yo asomarme a la abertura de la caverna, protegida por una empalizada de estacas puntiagudas, y miraba hacia la pradera donde pastaban los enormes toros, tranquilos en todo el esplendor de su potencia. A veces uno de ellos, el jefe, el mejor, levantaba la cabeza poderosa y se volvía a mirar hacia nuestra gruta, y yo alcanzaba a ver el brillo de muerte de sus ojos redondos, la advertencia ominosa de sus pupilas de horror. Cuando eso ocurría me resultaba muy difícil salir a cumplir con las tareas de la caza y la pesca: "¡Coño! —pensaba yo para mis adentros troglodíticos— ¡ese carajo me quiere perjudicar el cuerpo!"

Y así era. Eso era exactamente lo que quería. Cada vez que me sorprendía saliendo o entrando de la caverna, el toro cabrón emprendía una carrera tumultuosa que hacía temblar la pradera, el bosque y la montaña, directamente hacia mí, contra mí, como si yo le hubiera hecho algo a él o a su mujer, vamos, a su hembra. Embestía con el rostro agachado, los ojos entrecerrados, la pelambre electrizada, el lomo alzado por la furia, como un dios destructor. De su belfo húmedo salía un vapor azul que se diluía en el aire transparente y cuando el monstruo llegaba cerca de mí yo alcanzaba a sentir, en el torbellino del pánico y el trepidar de sus patas y el fragor de su respiración caliente y mortal, los latidos sordos de su enorme corazón hinchado por la excitación del crimen que iba a cometer. Y yo corría, primo, yo corría a todo lo que me daban mis piernas cortas, chuecas y peludas. Y en esos instantes de fuga horrorizada, lo recuerdo muy bien, mi imaginación soñó con inventar los artefactos más absurdos y las máquinas más insensatas (patines, bicicletas, automóviles, trenes, naves espaciales), sola y únicamente para aumentar mi velocidad y poder escapar del toro para siempre.

Poco a poco, sin embargo, fui aprendiendo que para huir del toro no se necesitan medios de transporte. Basta con hundir la barriga aquí, sacar el rabo allá, retorcer el espinazo más acá, quebrar la cintura para que los cuernos pasen chuzando el aire y alzar el brazo para que el morro del bicho pase cepillando el sobaco. Aprendí, en suma, a bailar un ballet, una danza de miedo y de muerte, y con el correr del tiempo los vecinos de las otras cavernas venían a verme "torear", como ellos decían con tanta gracia, babeantes y boquiabiertos de excitación y de curiosidad.

No me pregunten cuántas veces me alcanzó el monstruo, cuántas veces me revolcó en el pastizal, cuántas veces me lanzó al aire y me volvió a recibir con su terrible cabezota, cuántas veces fui rescatado por mis amigos, con el cráneo roto y las costillas peladas. Sepan, de una vez por todas, que el bicho infame me machacó el cerebro exactamente la cantidad de veces necesaria para que me comenzaran a salir ideas de la cabeza. Experiencia alucinante que yo y mis congéneres hemos asimilado y aplicado desde entonces, durante treinta mil años, con éxito evidente, y que se puede resumir en el axioma: "La letra con sangre entra".

Pero esa es otra historia. Lo que es pertinente decir ahora, es que el toro se nos fue metiendo en el alma. Hoy, treinta mil años más tarde, es una fiera inmensa que ha ido creciendo durante los siglos, agazapada en los rincones oscuros de nuestra conciencia (que son muchos, por cierto).

Y a propósito de conciencia, he oído por ahí que uno de esos sicoanalistas locos se ha cocinado una explicación de nuestra pasión por los toros. Según él, necesitamos matar, ser culpables, compartir una culpa, como todas las otras culturas llamadas "civilizadas". Y cuando vamos a la fiesta de los toros, no vamos a mirar solamente, sino a compartir en nuestros corazones el destino del torero. Le ayudaremos a matar al toro. Vamos a aplaudir y compartir su crimen.

Nosotros hemos construido y preparado el escenario del crimen. Nosotros pagamos para que se cometa el crimen. Nosotros participamos activamente en el crimen. Nosotros disolvemos en la complicidad colectiva nuestra culpa individual y creamos un rito en el cual todos asesinamos al toro, pero solamente un matador parece llevarse la responsabilidad.

O sea, que somos como esa horda bestial que se reunía por millones para aplaudirle al Führer sus asesinatos en masa, o como esa otra que organizaba partidos disciplinados en todo el mundo para rendir culto al Padrecito Stalin en nombre de la redención universal, y después de pasada la función, todos los muertitos se anotaron a la cuenta personal del Führer o a la del Padrecito Stalin. A nosotros, que nos registren. Nuestras culpas personales se disolvieron en el ritual mágico del super-yo, el super-jefe, el super- torero.

Yo no creo en esa explicación, sencillamente porque ha sido fabricada, como es notorio, por alguien que tenía problemas graves con sus culpas. Y nosotros nunca hemos tenido esos problemas. ¡Vaya, que uno se gasta diez minutos con el confesor, y ya está frito el bollo! Son los luteranos, primo, los malditos protestantes, los que han necesitado inventarse el sicoanálisis, las teorías de las culpas y los terapeutas, para calmar su cochina conciencia. Ellos no tienen confesor y por eso necesitan un ejército de charlatanes freudianos y lacanianos. Nosotros en cambio, gente sensata y de alma robusta, juntamos un saco de culpas y lo descargamos en el confesionario donde nos lo reciben a cambio de unos cuantos padrenuestros y otras tantas avemarías. ¡Y basta! No, no, nuestra pasión por los toros, sea de amor, sea de rechazo, tiene otros orígenes.

No sé si me explico. Desde los remotos días de Altamira tenemos casada una discusión con los señores toros.

Otro ejemplo será suficiente para mostrar hasta qué punto esa gentuza sicoanalítica se enreda en los cuernos de la razón. Dice uno de esos especímenes que el toreo es una manifestación del deseo de matar al padre y que por eso nació en Creta, donde se creía que los habitantes eran hijos de Europa y de un toro. Como lo sabe cualquier persona que lea las noticias, el dios Júpiter tomó la forma de toro y secuestró a Europa, a la cual violó. Y no faltó el Cretino (¿o Cretense?) que dijera que los hijos que tuvieron fueron los primeros "europeos".

De ahí a suponer que los europeos tienen sentimientos filiales, de hijos, frente a cualquier cornudo que se les ponga a la vista, no había más que un paso. Una vez establecido que los europeos transfieren y dirigen hacia el toro sus nobles deseos de asesinar al papito y que ese asesinato se realiza en el campo de lo simbólico, en una arena colmada de europeos freudianamente traumatizados por un padre castigador y cornudo, se deduce naturalmente que la corrida de toros es una terapia colectiva de gran eficacia y que como tal hay que estudiarla y aplicarla en gran escala para la satisfacción de oscuras necesidades sicológicas del hombre-masa.

Todo eso está muy bonito, primo. Pero entonces resulta que lo que cada pueblo mata y tortura es a su propio papá. Según esa ciencia, los españoles matamos al toro Júpiter, nuestro papá, y somos en consecuencia más europeos que nadie (lo que, incluso yo, que soy de Altamira, me permito dudar). Y resulta, además, que los escandinavos son unos hijos de alce, los ingleses unos hijos de zorra, los franceses unos hijos de caracol, los noruegos unos hijos de foca, o de ballena, los rusos y chinos unos hijos de disidente, los gringos unos hijos de negro, los colombianos unos hijos de colombiano y así sucesivamente.

En suma y para terminar: ahora sí me acuerdo muy bien cómo y cuándo aprendí a tenerle miedo al toro, y a sacarle el cuerpo. Fue ahi, en los predios de Altamira, a las puertas de mi caverna.

Que después vinieran los cretenses, los fenicios, los romanos, los cartagineses, los godos, los visigodos y otra turba de cabrones extranjeros a cambiarnos la vida, esa es otra historia. Unos introdujeron un trapo rojo. Otros inventaron el ruedo de arena. Otros pusieron asientos para los espectadores. Otros diseñaron el traje de luces. Otros agregaron las banderillas. Otros la espada. Otros la música. Malditos inmigrantes que no quisieron adaptarse. Deformaron nuestra cultura, convirtieron la corrida en una fiesta de circo y así, en medio de la música y los colores y los gritos y el sol y la sombra se fue perdiendo la memoria del miedo, del terror taurino y cavernícola, único origen verdadero de nuestras desavenencias con el toro.

Pero yo, Paco Pedrales de la Cueva, troglodita veterano y peludo, sé muy bien por qué tenemos este terrible toro, palpitante de furia, metido en el alma para siempre.

Todo eso no nos hace distintos de los demás pueblos. Nos hace iguales a ellos. Porque, si vamos a examinar el asunto con seriedad, veremos que todos los pueblos del mundo tienen sus problemas con sus miedos ancestrales, con sus víctimas y con sus sicoanalistas. Y es que todos somos unos bárbaros.



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