Nos quedan
pocas horas de vida...

Escrito originalmente en sueco para el diario
Svenska Dagbladet de Estocolmo.
Publicado el sábado 9 de octubre de 1999.
Traducido por el autor, para los lectores de
La Rana Dorada.


El 14 de octubre de 1899 estalló la guerra civil en Colombia.

Los dos partidos tradicionales, el liberal y el conservador, se enfrentaron en uno de los más crueles y sangrientos conflictos en la historia del país.

Los rebeldes liberales organizaron una enorme fuerza militar constituida por varios ejércitos regionales. Una treintena de "generales", es decir gamonales políticos cuyas aptitudes de liderazgo se habían perfeccionado a través de sucesivas guerras civiles, componía el ilustrado Estado Mayor que habría de conducir esos ejércitos a la victoria, la libertad, la igualdad y la felicidad.

Para aplastar a esos bandidos antisociales, el gobierno conservador movilizó al ejército constitucional, acrecentado en sus efectivos gracias a un masivo reclutamiento forzoso. Los mejores generales del país, oficiales de profesión que habían obtenido sus diplomas en el curso de sucesivas guerras civiles, asumieron el encargo de aplastar a los rebeldes y salvar a la civilización, los privilegios de la Santa Madre Iglesia y las sacrosantas tradiciones de la familia.

Los soldados de ambas partes eran campesinos, estudiantes, comerciantes, artesanos, peones, albañiles, en suma, todos esos prosaicos ciudadanos que acostumbran solamente trabajar cuando no se les obliga a hacer la guerra.

También había niños, muchos niños, en las filas de ambos ejércitos.

A veces, cuando contemplo esas viejas fotografías que despliegan ante mis ojos la fantástica historia de mi patria, pongo ante mí una imagen tomada por un fotógrafo desconocido a comienzos de 1902. La guerra había durado ya dos años y medio, y nadie sabía cuándo ni cómo terminaría. El gobierno había reclutado a la fuerza miles de niños de todos los colores, procedentes de todas las provincias y regiones. Cien mil combatientes habían muerto en los campos de batalla y cincuenta mil civiles desarmados habían sido masacrados.

Ambos ejércitos, el de los buenos y el de los buenos —porque, como todos sabemos, todos los ejércitos son siempre "de los buenos"—, se preparaban para la batalla final, definitiva.

Reclutados a la fueza. Comienzos de 1902,
algunas horas antes de una sangrienta batalla.
Niños soldados en el ejército gubernamental
durante la "Guerra de los Mil días".
Foto: Museo de Arte Moderno, Bogotá.

Y allí, en el campo de las tropas gubernamentales, henchidas de ardor bélico, tres niños posaban, de pie, ante la cámara del fotógrafo desconocido: un niño indio, un niño mestizo y un niño negro.

Cada vez que tomo esa fotografía en mis manos, se me viene a la mente esta idea: "Dentro de algunas horas, toda la nación será sacrificada en el campo de batalla. Tal vez nos quedan solo unas pocas horas de vida…"

Y entonces trato de hablar calladamente con esos niños que miran fijamente hacia el ojo de la cámara. ¿Cómo podría yo imaginar sus emociones, su miedo, su profundo asombro ante la insensatez de los adultos, cuando no soy capaz siquiera de expresar mis propias emociones, mi caos interior de ternura, vergüenza, amor, compasión y cólera?

Sí, esto ocurría en Colombia hace casi cien años.

Durante todo este siglo, millones de niños han sido obligados a hacer la guerra y a morir combatiendo por la causa de "los buenos" a lo largo y a lo ancho del mundo.

Al finalizar la década de 1940 cayó Colombia nuevamente en las garras de la violencia política. Entre 1946 y 1954 fueron sacrificados 250.000 seres humanos en masacres horripilantes. En esa época, mi padre actuaba muy activamente en política, colaborando con la guerrilla liberal en tareas de información y propaganda. Además, en su calidad de escritor y periodista, reunía documentación procedente de todos los rincones del país sobre los horrores de la violencia. Miles de fotografías llegaban como una cascada interminable a nuestra casa, semana tras semana.

Desde que cumplí diez años me acostumbré a escurrirme en secreto en la biblioteca de mi padre para mirar esas fotografías. Estaban clasificadas según el tipo de violencia, región por región. En una sección especial que consistía en tres grandes cajas, se habían reunido las fotografías de niños.

Muchas de esas imágenes eran verdaderamente espantosas y yo llegué a creer, en aquella época, que mi corazón iba a llorar eternamente, que el pequeño y desvalido ser humano ya no tendría nunca consuelo en esta tierra.

Medio siglo ha transcurrido desde entonces. Una nueva guerra civil tiene lugar ahora en Colombia. Y los niños deben, otra vez, pagar el alto precio de la insensatez de los adultos.

Colombia tiene casi 38 millones de habitantes, de los cuales 16 millones (el 42,2 por ciento) son menores de 18 años.

17 por ciento de los recién nacidos carecen de toda clase de atención médica o clínica.

Cerca de 3.000 niñas y niños participan activamente en los diferentes movimientos guerrilleros del país.

Aproximadamente la misma cifra puede valer para las niñas y niños que son miembros activos de los grupos paramilitares, organizaciones que ejecutan horribles masacres contra la población civil.

Un reciente estudio de UNICEF sobre los niños que han sido miembros activos de la guerrilla (1998) muestra que el 18 por ciento de esos niños ha matado por lo menos a una persona; el 60 por ciento ha visto por lo menos un asesinato o un homicidio; el 80 por ciento ha visto personas mutiladas o cuerpos descuartizados; y nada menos que el 25 por ciento ha participado activamente en secuestros.

Solamente durante 1996 fueron asesinados en Colombia 4.322 niños. Las autoridades han calculado que alrededor de dos millones de niños colombianos sufren palizas o maltratos físicos cada año.

Solamente entre 1995 y 1996 resultaron mutilados o heridos 44 niños por acción de minas antipersonales.

En mi patria trabajan dos millones y medio de niñas y niños. 70 por ciento de ellos no van jamás a la escuela.

75 por ciento de los niños que trabajan reciben un salario que equivale a la cuarta parte del salario mínimo legal. El resto, es decir el 25 por ciento, no reciben absolutamente ningún pago por su trabajo.

Colombia bate, cada año, el récord mundial en cantidad de secuestros. Casi el 15 por ciento de las personas secuestradas, son niños.

Ante semejante realidad no podemos perder el tiempo llorando. Hay que hacer algo positivo.

Logotipo del
Programa de seguimiento
del Mandato Por la Paz

Hace tres años comenzó a tomar forma una gigantesco movimiento del pueblo colombiano, el "Mandato Ciudadano por la Paz". Una gran cantidad de organizaciones no gubernamentales iniciaron el tejido de una fuerte red nacional y se organizaron cientos de seminarios, cursos, manifestaciones, exposiciones y otras actividades.

La aplastante mayoría de la población civil dio su apoyo a esta iniciativa. Cuando se realizaron las elecciones parlamentarias y de cuerpos colegiados, el 26 de octubre de 1997, la tarjeta verde del "Mandato por la Paz" obtuvo casi once millones de votos, de un total de trece millones de votantes.

Todos los candidatos políticos se vieron obligados a reconocer el mandato de los electores, por encima de todas las fronteras ideológicas.

Fue éste un punto de viraje en el proceso político de Colombia.

Por primera vez en la historia del país, la población civil expresó mayoritariamente su apoyo a la causa de la paz y la reconciliación.

Desde entonces, el movimiento popular por la paz se ha ensanchado en fuerzas y en significación. Nuevos grupos y sectores sociales se incorporan a las grandes manifestaciones que tienen lugar día tras día, semana tras semana, en las ciudades y pueblos del país. Los predicadores de la guerra y la violencia quedan cada vez más aislados, y se vuelven cada día más agresivos y brutales. De este modo, trágico y aleccionador, crece una sociedad nueva y más sana desde los abismos de su propia violencia, mientras los más violentos actores de este drama van desapareciendo de la escena, de manera lenta y sangrienta, pero segura, ahogados en su propia insensatez.

Los niños de Colombia han jugado un papel decisivo en este proceso. A comienzos de 1996 se hizo la pregunta a casi tres millones de niños, entre 7 y 18 años, en 320 municipios, sobre cuáles derechos consideraban ellos prioritarios para el bienestar del país y de la infancia.

El a la vida, el derecho a la paz, el derecho al amor, el derecho a tener una familia, el derecho a no sufrir maltratos, fueron, en ese orden, los cinco derechos fundamentales que recibieron la mayor cantidad de votos.

Y fueron precisamente estas prioridades políticas de los niños las que inspiraron al nuevo movimiento del pueblo "Mandato Ciudadano por la Paz". Un gran movimiento infantil, "Niños por la Paz", tiene naturalmente un lugar destacado en esta enorme red social.

Los niños organizan discusiones, exposiciones, competencias, coros y centenares de otras actividades positivas. Ellos muestran, de una manera creadora, cómo la sociedad colombiana puede curarse a sí misma de la enfermedad del odio. Ellos prueban que el amor no es ninguna ridícula historia de alguna serie romántica de la televisión, sino la fidelidad continua, cotidiana, invariable, hacia la vida y la humanidad.

El movimiento de "Niños por la Paz" me hace ver todas esas viejas, horripilantes fotografías, con nuevos ojos. Después de todo, quizás es cierto que los niños son, en todas las circunstancias de la vida, el único recurso confiable que tenemos para crear una nueva sociedad. Nosotros, los adultos, los hemos convertido muchas veces en hijos de la guerra. A pesar de eso, son solamente los niños quienes pueden enseñarnos a perdonar, a reconciliarnos, a ser héroes de la paz.

C.V. (c)
Estocolmo, 1999.