A Claudia Julieta
Me da lástima verlo así, a mi padrastro, acurrucado dentro de esta chirona, todo compungido, con la mirada hundida en el suelo y a la vez en la nada. Por entre su camisa raída le asoman las costillas bien hoscas y descarnadas como si fueran chamizos que forman las paredes de los jacalones. Todo el tiempo pensé que mi padrastro era así, como una sombra perdida, y nada más. Pero verlo así de huido, sin ganas de ser el dueño del pedazo de vida que le queda, me rompe el alma y dudo que al cabo de todos estos ajetreos le queden fuerzas suficientes para cumplir con la promesa.
Antes de que fuera nuestro padrastro, mis hermanos y yo le decíamos Salvador. Vivía solo en un caney refundido entre el monte, a cuatro puchos de nuestro jacal. Cuando se nos agusanaba el maizal, mi padre iba y le pedía prestado algunos jutes de maíz. Por eso mi viejo murió debiéndole la calma de muchas de nuestras hambres. Digo yo, aunque mi madre contó que Salvador alcanzó a llegar antes de que a mi progenitor se le saliera la vida por entre los agujeros que las balas le abrieron en el cuerpo. Se cuenta que esa tarde se encontraba Salvador en su pago rezando unos granos de maíz para después sembrarlos, cuando escuchó las detonaciones. Entonces de un solo afán, aún con los rezos entre los labios, llegó hasta el lugar donde mi padre agonizaba envuelto en sangre.
— Me mataron, Salvador. ¿Y ahora quién te pagará los elotes que te debo?, dizque le dijo quedamente mi viejo antes de que se apagara como una pavesa.
Y Salvador sin saber que hacer, jadeando como perro de jauría, no hacía otra cosa más que tartamudear rezos incomprensibles. En medio de tantas jaculatorias, repetía sin parar:
— ¡No me debes nada!, ¡no me debes nada!
Esa misma tarde yo estaba persiguiendo unas iguanas adentro del monte cuando escuché a lo lejos unos ruidos secos y seguidos como si fueran enojos de las lluvias.
— ¿Y esos ruidos?, me pregunté.
Ni pizca de sospecha. Acaso qué enemigos iba a tener mi padre como no fueran las iguanas o los asquerosos gusanos que se hartan los maices? Pero la curiosidad de oir esos ruidos que por allá no se oían me fue sacando despacito de lo profundo del monte y fue así como llegué al rancho, cuando ya mi viejo no era de este mundo.
Fuímos a enterrarlo detrás de la casa, para que nunca se sintiera tan lejos de mi madre y nosotros su montonera de hijos. Lo primero que hizo Salvador fue sacarle las botas de caucho y con una cabuya que encontró tirada le amarró, uno al otro, los dedos gordos de los pies dizque porque así, cuando los asesinos murieran, sus almas se irían derechito a los infiernos.
Luego abrimos un hueco escarbando con las manos y allí pusimos el cascarón bañado en sangre que era lo único que de mi padre quedaba. Tan pronto como cubrimos los restos de mi viejo con tierra, abrió Salvador su boca desdentada para agorar que había que hacer un círculo de piedras encima de la sepultura.
— Así los matones no llegarán tan lejos en su huida. Vayan donde vayan, siempre estarán condenados a vagar en círculo, sentenció.
Mientras buscabamos las piedras por entre los rastrojos mi madre soltó todos los llantos contenidos y entre babas y lágrimas balbuceaba que los matones eran dos demonios que tenían la cara pintada como apaches y vestían uniforme verde oliva lleno de parches pardos. Y que uno de ellos, no contento con todo el mal que había hecho, se bajó los pantalones y se meó en la puerta del rancho.
Ese llanto desgarrado de mi madre me tocó la furia y sólo pensé en los diablos de la venganza. Pero ni un fierro de nada poseíamos, ni siquiera una cuchara de peltre para afilarla y meter su filo en los ojos de los malditos asesinos pintarrajeados. Por eso fue que me dí la ilusión de sentír los cuellos de esos desgraciados retorcidos entre mis manos. Tanto quise la venganza que pudé ver como sus lenguas amoratadas brotaban enroscadas de sus comederas llenas de espuma. Pero era sólo el arranque del coraje lo que me daba esa ilusión y nada más. Puras ilusiones porque aún mucha fuerza les faltaba a mis manos que por esos tiempos todavía me crecían.
Los días se fueron uno detrás del otro, sin pedir permiso, como si el viento viniera y se los llevara. Nadie volvió a podar la maleza que crecía en la tumba de mi padre y hasta las piedras que le habíamos puesto encima, se enverdecieron por los musgos. La necesidad de espantar el hambre no nos daba respiro siquiera para recordarlo. Lo único que aumentaba al tiro de las horas era la barriga de la menor de mis hermanas. Sería de la tanta tierra reseca que tragaba ya que hasta los pechos de mi madre se secaron. Suerte la mía que me tocó recibir de herencia las palabras que mi padre entre vergüenzas decía para pedir prestado algo que echarle a la boca. Pero hasta de eso me cansé, de la vergüenza de vivir al prestado. Y fue así como un día me negué a ir donde Salvador a rogarle por un bocado de comida. Yo sabía que a él ya nada le quedaba, ni siquiera el olor de los jutes de maíz que nosotros le debíamos. Y ni modo de pagarle lo debido. Ni siquiera sirvió de alivio que mi madre, que ya parecía una mera hebra de cuero, se adueñara de todos los días y todos los sudores. Ella al igual que mi padre no aprendió a rezar los maices antes de sembrarlos y era por eso tal vez, por la falta de los rezos, que la milpa casi siempre se agusanaba. En fin, yo creo que bien se condujó nuestra madre, quien con el paso del tiempo como si fuera una gallina clueca se fue arrimando al caney de Salvador.
Por esas cosas que suceden sin que uno se dé cuenta, empezamos a llamar padrastro a Salvador. Así también lo nombra, aunque sin pronunciar las eres, su hijo chilposo que a luego mi madre le parió.
— Padasto, padasto. Así le llora cuando lo retuerce el hambre.
A mí me daba arrojo en el alma ver crecer toda esa pila de gentecitas llenas de hambre, con las piernas delgaditas y bien abultada la barriga como si fueran ranas paradas. Por eso la última vez que se nos agusanó el maizal llamé a Salvador a solas y le dije que ya no había más qué esperar; que ya ni los rezos valían, que nos largaramos todos, aunque fuera a morir, a otra parte; que ya ni siquiera las iguanas rondaban por ahí, que aunque flacas y escarchosas al menos su carne nos servía para distraer el hambre. Mi padrastro no dijo nada, tan sólo me escuchaba en silencio. Parecía que hubiera nacido sin palabras.
Esa noche no pude ganar sueño. Durante horas las ideas me revolotearon por la cabeza sin atinar a aconsejarme nada. Fue en la madrugada, a la hora en que el rocio habita los pastos, que decidí partir en busca de otras tierras donde no se agusanaran los maizales. Dije para que yo mismo me escuchara que perro que no sale no encuentra hueso, y me encaminé a cualquier parte. A poco de haber andado me dí cuenta de que Salvador como una sombra lejana venía siguiéndome los pasos. Lo esperé algún tanto, y sin mediar palabra alguna seguimos nuestro rumbo, yo siempre adelante, y él siempre atrás. Echamos pata sin miedo durante horas y horas y como quiera que avanzabamos veíamos la misma tierra virgen, sin caminos, sin una huella de nada. A veces encontrabamos algún palo de mortiño o alguna mata de moras y entonces nos llenabamos la boca hasta parecer que vomitabamos sangre. Así, mascando bayas y abriendo camino, vimos llegar la noche. Hicimos lecho bajo la copa de un árbol. Mi padrastro se fue al mundo de los sueños tan pronto como sus costillas toparon el suelo. Yo me quedé despierto un buen rato, rumiando pensamientos, a pesar de que me hormigueaba el cansancio por todo el cuerpo. Más me demoraba en cerrar los ojos, que ellos en abrirse y colar la mirada por entre el follaje del árbol hasta alcanzar la luminosidad de las estrellas. Así, con los astros pegados en los cielos, quisé saber de otras palabras para hablar con la noche.
Ya habíamos andado gran parte del día siguiente cuando los colores del campo empezaron a cambiar. El verde más verde y más rutilante el amarillo. Hasta el viento había cambiado de apariencia. Ya no era más ese vaho trasnochado que se pegaba al cuerpo, sino un céfiro juguetón entre las ramas de los árboles. Entonces mi padrastro complaciente se agachó y apiló un puñado de tierra y luego de cernirla entre los dedos exclamó con respeto:
— ¡Tierra buena!
Al rato de estar caminando por esa extensa vega, encontramos un jacalón abandonado. La maleza crecía a sus largas, hasta por entre las costillas y las cuencas de los ojos de un perro hecho ya esqueleto. La tristeza del abandono estaba a punto de hacerme creer que allí moraban los espectros cuando en esas se asomó un hombre viejo. Lo ví como si estuviera pujando por desprenderse de las penunbras del jacalón. Estaba ciego.
— Me dejaron aquí para que me mataran las sombras, fue lo primero que nos dijo.
Luego nos contó que de un tiempo a esta parte la muerte por esos lados no anunciaba llegada. Eran muchos los hombres que rondaban por ahí armados buscando broncas. Dijo algo así cómo que ya nadie sabía de donde brotaba la maldad. A veces venían los unos y preguntaban por los otros. Y sin entender quienes eran los unos y quienes eran los otros, porque todos vestían de verde y portaban armas que con sólo verlas se congelaba la sangre. En una de esas preguntaderas, los unos o los otros, se llevaron a su único hijo y vaya uno a saber a qué dominios porque este nunca regresó. Pasaron los días y entonces a su mujer se le fue volviendo chirle la vida de tanto esperar en vano que le devolvieran su retoño. Su dolor era tal, que a lo último no pasaba ni saliva, ni murmuraba ya las penas que la ausencia del hijo le causaba. Murió sin ganas siquiera de apropiarse de una mala palabra para maldecir la desventura. Y como los males nunca llegan solos, a los pocos días él se fue quedando sin la mirada. Yo pienso que sería de tanta congoja que también sufría. Las nubes habían dejado de correr entre los cielos para estancarse en sus ojos. Ya estaba a punto de dejar este mundo y le dolía morirse sin atinar a comprender para qué tanta bronca si con ello hasta la tierra pierde, porque se va quedando ahí solita, abandonada, sin nadie que la mire, sin alma alguna que de vez en cuando desagüe su vejiga sobre ella.
Allá pasamos la noche, más por hacer que dormíamos que por dormir. Al rayar el día y antes de que nos hicieramos de nuevo a los caminos, el viejo instó a Salvador para que le hicera un hueco en la tierra, con un machete viejo que por ahí estaba olvidado. El hueco debería abrirse no muy lejos de la tumba de su mujer y lo suficientemente hondo para que cupiera su cuerpo de pocas carnes.
— Quiero enterrarme cuando me llegue la hora, balbuceó.
A pocos pasos de la cruz caida y empolillada de su mujer, mi padrastro y yo abrimos un agujero no muy grande y lo adornamos con dos chamizos atravezados. Luego ayudamos al viejo a meterse en el hoyo para que midiera si le quedaba bien como sepultura.
— Está bién así, dijo con alivio en la voz.
Al despedirnos el viejo nos regaló el machete oxidado y unas pocas palabras de consejo para que nos devolviéramos por el mismo lugar por donde habíamos llegado.
— No sigan por esos montes sin dueño. Por allá solamente hablan las balas, nos previno.
Yo no sé por qué le hicimos caso al viejo. Tal vez por temor a lo desconocido o a lo mejor porque nosotros no somos personas picapleitos. En fin, como perros con los rabos entre las piernas Salvador y yo empezamos a caminar de regreso. Ahora era yo quien caminaba detrás suyo, con desgano, viendo nomás como las plantas de sus pies quedaban estampadas sobre los pastos. Pávidos tirabamos delante de nosotros nuestras zancas como si anduviéramos por los caminos que acaban en el puro infierno. Unos pasos más adelante, me detuve en seco. Aún me resistía a regresar con las manos vacias y la cara curtida por la resignación. No pude impedir que un lamento brotara de mis labios:
— ¿Para qué volver?
— Echémos pa´lante nomás que por el camino se arreglan las cargas, me alentó mi padrastro.
Sabrá Dios cuántas piedras dejamos a nuestro paso. Y eso sin contar los pedrones en que nos sentabamos para humillar la fatiga. Luego proseguíamos como si caminaramos detrás de la plática de nuestros silencios. Ya desandábamos el camino con el hambre en los ojos cuando de prontó Salvador atisbó una iguana asoleándose en la rama de un árbol. Zas! le arrojó el pedazo de machete al bicho y éste se desplomó sin cabeza contra la hojarasca. Ni por esas quería el animalejo morir. El cuerpo descabezado alcanzó a pegar dos salticos secos antes de quedar con las patas estiradas.
— ¡Algo de filo le falta a la rula!, sonrió mi padrastro.
Fue la primera vez que ví sonreir la cara chupada de Salvador. Creo que ya se le había olvidado cómo era que se sonreía. Mientras yo apañaba pajas para hacer fuego, mi padrastro amoló el machete contra una roca y luego, con gran habilidad desolló la iguana. A buena hora mascamos bocado porque yo ya no arriscaba un paso más.
Los caminos que regresan siempre son los más difíciles. Para no llegar a donde mi madre solamente con las manos enjuagadas en sudor, tamaleamos entre hojas resecas la mitad de la iguana. Ya empezaba el sol a acobardarse cuando reiniciamos la marcha. Salvador ya no sonreía, pero en cambio se notaba que nuevos brios habitaban en sus anchos pies encallecidos. Luego llegó la noche y por fortuna traía pegada en sus sombras una luna clara. Así que continuamos sin descansar, no fuera que la fuerza que nos dio la carne de la iguana se nos acabara cuando estuvieramos por ahí dormidos. Un solo pensamiento me arrobó mientras avanzabamos: ¿cuánto tiempo aguantaríamos mi madre, mi padrastro, mis seis hermanos y yo, sin nada para echarle a la boca?
Fue por ahí a eso del amanecer que avistamos a lo lejos a un hombre vestido como el color de la montaña. El sujeto aquel venía arriando un mulo bayo. Venía por donde nosotros ibamos. Así que mi padrastro y yo, ni que fueramos lagartos, nos entreveramos entre la maleza, para que el hombre y su mula no nos descubrieran.
— ¿Qué estará buscando ese hombre por estas tierras?, pregunté en voz baja a mi padrastro.
Salvador no me respondió. Tal vez no me puso atención por estar ocupado en agazaparse. Algunos instantes más tarde pude escuchar bien nítido como aquel desconocido resoplaba azotando con un rejo las nalgas del muleto. No hubo tiempo ni siquiera para desear que el forastero y su bestia desviaran por otro camino porque ya casi estaban encima de nosotros. Apreté los dientes de puro miedo, para que no se me salieran por la boca los golpes del corazón. Ahora pienso que fue el miedo el que me aventó encima del arriero y no todo ese poco de comida rara que cargaba en las ancas del mulo. Fue el miedo, que ese si que es maldito cuando uno no lo puede controlar. El arriero tan pronto me sintió en sus costillas me agarró de no sé donde y por encima de su cabeza me tiró a las patas de su bestia. De milagro estoy vivo. No sé qué hubiera pasado si mi padrastro se demora un poquito más en arrojarle el machete a la nuca. Si no hubiera sido así, aquel hombre me hubiera vuelto colador a punta de tiros. A pesar de todo, me dio lástima ver la mueca de dolor en su cara, también pintarrajeada como la de los busiracos aquellos que le pusieron fin a los días de mi padre. Menos mal que se murió al instante, eso sí, con el dedo puesto en el gatillo de su tenebroso fusil.
Me levanté del suelo tan rápido como si me hubiéran arrojado entre un nido de culebras. Aún no podía creer que la pelona se hubiera arrepentido de cargarme entre sus huesos. No lo creía y por eso empecé a puyarme el cuerpo con el dedo, nomás para comprobar que no tenía el cuero lleno de agujeros.
Después de que apaciguamos los miedos nos pusimos con afán a descargar el mulo. Era la primera vez en mi vida que mis ojos veían tanta comida junta. Con decir que las palabras no me alcanzaban para llamar a todas las viandas por su nombre. Mientras yo me refregaba los ojos para ver si no eran puras imaginaciones lo que veía, mi padrastro limpió la sangre del machete contra el pasto y ahí mismo empezó a hacer un hoyo para enterrar al difunto. Lo levantamos con cuidado para que la cabeza no se le desprendiera del cogote, y así lo depositamos en el nicho, tal como había muerto, sin ni siquiera desengarzarle el arma de los dedos. Cuando acabamos de echarle tierra, Salvador se arrodilló y se persignó con devoción como si estuviera pidiéndole perdón al muerto.
— Chuta, se murió sin saber quién fue el que lo mató, pensó en voz alta mi padrastro.
Al rato le asestó una palmada a las ancas del muleto y el animal se perdió por entre el monte trapaleando, contento de que le hubiéramos quitado el peso de la carga.
Ya el sol rutilaba con más fuerza cuando nos deshicimos de todos los sustos recogidos. Ahora ya me azuzaba la gana de llegar rápido al jacal donde estaban mi madre y mis hermanos. Me alegraba saber que en un par de horas más de camino llegaríamos a casa sin las manos vacias. Y que pronto todos comeríamos como nunca antes habíamos comido. Pero las cosas, maldita sea!, no son como uno quiere que sean. A mi padrastro entonces se le ocurrió que había que buscar un socavón para ocultar la vianda.
— Es mejor esperar unos días. Uno no sabe que destinos tenía el difunto, cuchicheó.
Ahí fue que me di cuenta de que Salvador si pensaba con los sesos y que no era tan dundo como yo creía, aunque a veces su silencio, su costumbre de no responder me ponía de mal genio. Después de todos esos tropeles, a mí no se me hubieran ocurrido tales pensamientos. Así que guardamos la comida en un socavón y luego nos fuimos por ahí a escondernos, a esperar a ver que pasaba. Pero las horas iban y venían, pesadas una detrás de la otra, sin que siquiera el ánima del muerto apareciera para espantarnos. A eso del tercer día de estar refundidos entre el monte, de haber roido el último hueso de la iguana, cansados de no hacer nada y de escuchar siempre el mismo viento, le dije a mi padrastro que fueramos al escondrijo a buscar las viandas y que nos largaramos presto para el jacal. Que de puro brutos nos estabamos escondiendo porque a lo mejor ni el muerto tenía destino fijo. Tal vez ni iría, sino que venía mandado por los cielos para que con su muerte nosotros no nos murieramos de hambre. A veces sucedía así, no sé dónde pero sucedía así.
Y es que toda la culpa es mía. Si yo no hubiera sido tan arrebatado a lo mejor no estaríamos como estamos ahora. Tan pronto como mis palabras convencieron a Salvador, nos encaminamos al socavón a buscar las viandas que habíamos escondido. Y en esas aparecieron como traidos por el viento toda esa montonera de soldados que nos apuntaban con sus rifles y sus miradas.
— ¡Levanten las manos, hijueputas!, nos gritaban.
En un abrir y cerrar de ojos se aventaron contra nosotros y nos requisaron hasta los pensamientos y nos amarraron las manos a la espalda. A empujones nos trajeron hasta estos pagos desconocidos y nos arrojaron a los pies de uno que llamaban mi teniente. Mis labios resecos casi se posaron en la punta de sus botas relucientes.
— Con la novedad mi teniente que hemos atrapado a los responsables de la muerte del proveedor de víveres, reportó uno de los soldados que nos apañaron.
— Desamárrenlos y métanlos a la jaula mientras les hacemos juicio, replicó mi teniente.
Y es así como ahora nos tienen encerrados en esta chirona que ventila por todos lados. Hace un rato vino mi teniente en persona a platicarnos de cosas que yo no entiendo. Dizque para que no jodiera el gobierno allá en la capital ahora había que ensumariar a los presuntos antes de fusilarlos. Yo no entendí lo que todas esas palabras querían decir. Sólo le entendí cuando ya al final de la plática fue más claro en sus habladas:
— Fusilaré solamente al que mató al soldado. El otro se podrá ir para su mierda después de haber enterrado al fusilado. Así que es mejor que digan la verdad.
Luego se largó y se encerró en su tolda. Ni una palabra cruzamos con mi padrastro, ni una mirada. El viento seguía colándose por entre la empalizada para burlarse de nuestros sustos. Yo pensé en mi madre y en mis hermanos y en lo jodida que es la vida cuando se tiene la barriga vacia. Y creo que fueron esos pensamientos los que me ayudaron a abrir la boca para decirle a mi padrastro:
— Fíjese padrastro lo de buenas que nos tocó. Ya no nos matarán a los dos. Yo creo que es en vano que yo vuelva al jacal. Si es que para nada sirvo, ni para rezar los maíces sirvo. Yo me dejo fusilar en su lugar, padrastro, si usted me promete no dejarse doblegar. Prométalo padrastro que usted se llevará la familia para otras tierras, por allá donde no se agusanen los maizales. Prométalo que así lo hará.
Ni un solo sonido salió de la boca de mi padrastro. Yo entendí que estaba de acuerdo, que su silencio era su promesa. Por eso hice llamar a mi teniente para mentirle la verdad.
— Que te fusilen al amanecer, me dijo y se marchó.
Ya poco me importan las habladurías de los vecinos. Al fin y al cabo que ni bien me llevaba con ellos. Al contrario, si no hubiera sido por la mala lengua de mis vecinos, yo no estaría en las que me encuentro ahora. Pero bueno, lo único que lamento es no haber podido traer mi ruana para protegerme de los fríos que ventean por este páramo brumoso. No es que yo haya olvidado mi ruana. Ni más faltaba. Lo que pasó fue que los uniformados no me dieron siquiera tiempo de tomar agüita para bajar el susto.
—Vamos así nomás como está, me dijo uno de los policías, que es sólo para que el juez lo escuche y nada más.
Yo de lo puro amilanado que me puse, obedecí sin chistar. Y por eso estoy aquí en la guandoca, temblando de frío por la falta de mi ruana. Y todo esto por esos benditos vecinos que recibí de ñapa cuando negocié la tierra. Caray, si no hubieran sido tan envidiosos, metidos y lengüilargos, a lo mejor yo estaría por ahí aporcando matas como si nada hubiera pasado. Pero ni de vainas se quedaron los vecinos con el pico cerrado. Mala suerte porque desde el principio ya andaban metiendo sus narices en mis asuntos:
— Ya verá don Rudecindo que estas tierras no dan ni tristeza, me dijeron cuando compré la parcela.
Y así no era la cosa, ya que más me demoré en peinar la tierra que las matas de papa salir disparadas hacía el cielo. Hasta me tocó pagar un par de jornales a unos peones para que me ayudaran a sacar los bultos de papa al mercado. Yo creo que fue la abundancia de mis cosechas la que también de paso le calentó la lengua a la Priscila:
— Mire Rudecindo que es mejor que nos arrejuntemos, que no es bueno que un hombre de progreso ande por ahí lamiéndose solo, sin tener quién le lave los chiros y le dé calorcito en las noches.
Y yo de puro coime le hice caso, no sé por qué si a mí me da lo mismo andar con ropas percudidas que con los pantalones oliendo a decol. Además cada vez que se me antojaba me iba al putero a cogerme a la mismita Priscila que en esos tiempos allá trabajaba. Bueno, claro que recién que nos arrejuntamos las cosas sí eran como tenían que ser. Si la noche me agarraba por allá en la fonda o en los sembrados, la Priscila siempre me esperaba despierta, con la comida en el rescoldo y al acostarnos a nada se negaba. Hasta que con el tiempo la muy mensa se dejó engatusar por las mentiras con que le llegaban los vecinos. Sí sería de bruta, no saber que era sólo ella la que a mí me gustaba. Yo sí malicié su terquedad de dejarse querer solamente en las madrugadas. Porque por las nochecitas, tan pronto como me le arrimaba, le empezaba cualquier maluquera. Ya que rasquiña en la espalda, ya que punzadas en la mollera. Y no había forma de convencerla que se dejara querer, ni siquiera dándole sus juetazos en el rabo, como muchas veces se los di. Pero eso sí, tan pronto como los gallos cantaran saludando el amanecer, se levantaba toda pizpireta y hacía fuego y me preparaba el café con agua del moyo desorejado que yo ni sabía de dónde lo había sacado. Despuecito del primer sorbo de café, ella misma se alzaba las naguas y me ofrecía el vaho de su cuerpo. Jijuna!, si hasta el frío se me quita con sólo recordar el calorcito que le salía a la Priscila de entre el medio de las piernas. Bueno, con decir que hasta ya me estaba acostumbrando a que las ganas me vinieran solamente a la hora en que los gallos cantan. A lo mejor me hubiera acostumbrado del todo, si no es porque un sábado en que yo andaba chupando en el pueblo, entró a la fonda el sacristán cargando con un moyo igual de desorejado al que había en nuestro rancho.
— ¿Bueno, y eso para qué?, le dije señalando el jarro de barro.
— Pa´ llenarlo de agua bendita, ladró.
Yo me hice el disimulado, el que no tiene curiosidad, y lo invité a un vaso de chicha y después a otro y fue así como poco a poco, el sacristán fue aflojando la lengua. Dizque no era asunto de él sino del primo del señor cura quien era el que les llenaba de cucarachas la cabeza a las mujeres del rancherío. Dizque las embaucaba para venderles bien cara el agua bendita, diciéndoles que para que sus maridos no se emborracharan y visitaran por la noche el putero, tendrían que ellas hacer como él les decía: no aparearse con los maridos de noche, sino a la madrugada después del café preparado con agua bendita retenida en un moyo desorejado. Dizque así, al cabo de algún tiempo, a los maridos no les volvía a dar ganas de hacerlo de noche, en esas horas peligrosas en que el burdel abría sus puertas.
— Ya ni en la propia mujer se puede uno confiar, por eso yo no tomo café y las arrechadas mañaneras las dejo para la noche, dijo entre risa y chanza el sacristán.
A mí sus palabras no me brindaron gracia, al contrario, me sentí como engañado, como hechizado y sólo atinaba a escucharlo sin ni siquiera insinuarle mis miedos. Por ahí al quinto vaso de chicha el sacristán salió con rumbo a la curia a preparar la misa del domingo, y yo, de puro susto, me encaminé todo hecho agua de los nervios al putero del pueblo. Allá pernocté. Al otro día, más asustado todavía, me fui al tiro a hablar con el mismito cura. Menos mal que los señores curas sí entienden. Le conté de las andanzas de su primo y también le pedí que me pusiera de penitencia unos padrenuestros, por haber entrado al burdel y desgraciadamente comprobar que yo ya estaba embrujado. Y así fue como el señor cura luego de escucharme con paciencia me dio, a cambio de la cosecha de papa, la contra divina que me aliviaría de los tales hechizos: un bulto de greda del cementerio. Dizque para poder acabar con el maleficio, yo tendría que darme mañas para que mi mujer se tomara, poco a poco, el bulto de greda disuelta en lo que fuera. Menos mal que no me fue difícil hacer que Priscila se bebiera sus totumadas de guarapo dulce revuelto con la greda de los muertos. Bien que le gustaba el guarapo dulce a la muy bruja. Yo por mi parte, le dije a la mujer que dejaría de tomar café durante un tiempo porque me estaba haciendo daño en la barriga. Cuando ya había ingerido por lo menos la mitad de la greda, lo primero que le noté a Priscila fue un olorcito como a boñiga de vaca. Y algunos días más tarde, casi cuando ya había terminado con el bulto de greda, empezó a cuarteársele la piel y a ponerse bien amarilla. Hasta su largo pelo negro se le puso como si fuera de melcocha bien batida. Unos días más tarde, como me di cuenta que ya ni hablaba, recogí sin ningún problema el moyo desorejado, y con toda el agua bendita que le quedaba, se lo llevé al señor cura para que si quería se lo vendiera a su primo. El señor cura que sí agradece las cosas me lo recibió con gusto y de paso me preguntó por la Priscila. Yo le dije la pura verdad, que ella se estaba volviendo melcochuda como la arcilla de hacer cerámica. Fue entonces cuando el señor cura se sonrió como si no me creyera las palabras y me aconsejó que siendo así, debería sacar a la Priscila al sol para que se oreara. Así lo hice. Durante el día, y para que los vecinos no vinieran a fisgonear, la ponía al sol recostada contra la pared trasera del rancho. Y por la noche la entraba y la colocaba al pie del fogón para que el frío del páramo no la fuera a engarrotar. Pero a medida que trascurría el tiempo Priscila se iba poniendo tiesa y encogiendo a tal punto que llegó a quedar tan chiquita como una de esas muñecas de barro que venden en el pueblo.
Antes de que los vecinos le fueran con el chisme a la policía, vinieron haciéndose los mensos a preguntar por Priscila. Yo les mostré lo que quedó de ella: una fea muñeca de barro encima del armario. Y no me creyeron. Los muy chachareros pensaron que les estaba mintiendo. A lo mejor creen que yo soy igual de mentiroso a ellos. Pobrecitos, al fin que ni mucha estima les tengo. Pero eso sí, lo que más me encabrita es que el señor juez tampoco me cree, me dice que me deje de pendejadas, que no me suelta hasta que no le diga la verdad.
Ha cursado estudios de Literatura Universal en la Escuela Superior de Jönköping, Suecia.
El estilo de Víctor Rojas es vigoroso, directo. Sus frases suelen tener una fuerza descriptiva y una acerada capacidad de síntesis que indican la influencia provechosa y fructífera de grandes maestros: Guimaraes Rosa, Rulfo, Quiroga, Poe.