Memorias de un burro

VIII- Memoria de un secuestro
(Donde se muestra que el amor es más poderoso que la maldad; que las revoluciones fracasan cuando atentan contra la gente y causan dolor a los burros; que una mujer valiente vale más que cien secuestradores disfrazados de políticos; y que los derechos humanos valen para todos, incluyendo los sapos.)


Tengo el gusto de reiniciar la tertulia con vuestras mercedes, aprovechando que el ordenador de don Carlos Vidales ha quedado libre. Ocurre que la culebra Margarita se ha escondido cobardemente debajo de la cama por culpa del sapo Hugo. El asunto es tenebroso y exige una explicación.

Como se ha de recordar, Margarita se puso a decir verdades inconvenientes sobre las intrigas y maniobras desleales del sapo Hugo en la época de las guerras de independencia. Este batracio despreciable era un doble agente, que vendía calumnias contra todos y causó muchos problemas al infiltrarse en las filas patriotas cuando estaba a sueldo de los españoles. Después fue contratado como alcahuete de los comerciantes suecos que vendían armamento en la región para que vuestras mercedes pudieran matarse los unos a los otros con más eficacia. Esto fue, en suma, lo que contó la culebra Margarita, olvidándose de agregar que el sapo Hugo era desagradable, malévolo, rastrero, sarnoso, ignorante, pretencioso, cobarde, mentiroso y cabrón, todo al mismo tiempo y siempre de tiempo completo.

Pues bien, sucede que un sujeto se ha sentido aludido y ha amenazado con las represalias más espantosas. De nada ha valido asegurarle, jurarle y garantizarle que nosotros no escribimos sobre sapos de ahora sino sobre sapos históricos que ya están muertos. No, el hombre jura que va a traer a Estocolmo al hijo de un guerrillero famoso para que ajuste cuentas con don Carlos Vidales. Dice que todo lo que escribe la culebra Margarita es por incitación de don Carlos y que por lo tanto es él quien tiene que pagar por el ultraje que se le ha inferido. Como resultado de todo esto, la culebra vive ahora escondida, muerta de miedo, debajo de la cama de don Carlos, quien dice que si viene el Hijo del Guerrillero, le conviene venir con buenos modos porque el terrorismo está muy mal visto por aquí.

Yo, por mi parte, hablo de personajes históricos, de manera que no tengo por qué sentir temor alguno. De todos modos, para que nadie tenga dudas, dejo aquí expresa constancia de que cualquier semejanza del sapo que aparece en esta narración con cualquier enemigo de don Carlos, vivo o muerto, será pura coincidencia accidental e involuntaria, sin el menor asomo de malicia. Hecha esta aclaración, iniciaré mi relato.

He escogido para hoy el tema del secuestro por razones muy obvias. Todos sabemos muy bien que en Colombia no se secuestra a nadie. En ese bello país son retenidas contra su voluntad unas tres mil personas cada año, con los inconvenientes que son de imaginar, pero afortunadamente no se registra ni un solo secuestro desde hace muchísimo tiempo. El tema, pues, es lo suficientemente exótico y alejado de nuestra monótona realidad cotidiana como para merecer un espacio en estas memorias rebuznadas.

El secuestro que les voy a relatar está ampliamente documentado en los archivos históricos y en los periódicos y cartas de la época. Vuestras mercedes pueden correr a verificar mis afirmaciones y convencerse de una vez por todas de que aquí se rebuzna la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Oigan bien.

Un día de 1841 iba cabalgando en su rocín un distinguido caballero, el sueco don Pedro Nisser, por el camino de tierra que unía a Sonsón con Medellín, allá en las hermosas y agrestes montañas antioqueñas. Don Pedro Nisser era un médico, farmacéutico, mineralogista, ingeniero, empresario y aventurero curioso, que había llegado a la Nueva Granada en 1825, en calidad de mecánico, en compañía de otros compatriotas suyos, a buscar fortuna. Como era hombre de suerte, Pedro (quien por esos días se hacía llamar con el extraño nombre de Peter), muy pronto se encontró dos minas de oro en esas montañas misteriosas:

La primera fue una veta de mineral junto a las orillas del río Anorí, que le sirvió para establecer su empresa, la "Río Anorí Gold Stream Works Company", con capitales ingleses, suecos y colombianos, multinacional que le financió los frijoles y el plátano frito durante unos dos años, al cabo de los cuales se fue todo al diablo porque la veta resultó ser pobre;

La segunda fue una muchacha paisa de 18 años de edad que un día lo vió pasar frente a su ventana y exclamó: "¡Eh, Ave María, qué gringo tan bizcocho, pues! Eso es ni más ni menos lo que me ha recetao el médico, pues! ¡Ah, no, yo sí me tengo que casar con este papacito a como dé lugar, pues!" Y como la muchacha era de armas tomar, salió ahí mismo, se presentó al supuesto gringo, lo sedujo y se casó con él.

Si la primera mina de oro era una veta pobre, la segunda era un caudal de tesoros inagotables. Bella, simpática, valiente, honrada, diligente, sincera, espontánea, enérgica, inteligente, leal, buena administradora, incansable trabajadora y absolutamente millonaria. De manera que don Peter Nisser, después de pensarlo un ratico, se resignó a aceptar su destino, civilizó su nombre convirtiéndolo en Pedro y se dedicó a ser feliz. Vivía en Sonsón con su amada María Martínez de Nisser (que así se llamaba la paisita que lo había cazado), y se ganaba la vida haciendo mapas, arreglando herramientas, curando enfermos y explorando los montes donde todavía no había llegado la planta del paisa. La vida era bonita, el país era bello, él no se metía en las revoluciones, golpes de estado, asonadas y motines en que se divertían los nativos, todo era paz y sosiego en su corazón.

Esto iba recordando y pensando don Pedro Nisser cuando cabalgaba sobre su rocín. Iba de Sonsón a Medellín, a atender la oficina de Salud Pública, donde prestaba sus servicios de matasanos y jefe. Yo caminaba detrás, cargando unos bultos de papas y maíz que doña María Martínez de Nisser enviaba como regalo para los pobres.

Pero héte aquí que de repente, sorpresivamente, brutalmente, salieron de la espesura del bosque cercano unos cien hombres armados con pistolas, machetes, sables, cuchillos y otros objetos contundentes, cortantes, hirientes e insultantes. Sin darnos tiempo a decir ni "pío" (lo cual, por otra parte no era nuestra intención porque nunca hemos tenido la aberración de creernos pollos), nos capturaron, nos declararon secuestrados en nombre de la Revolución y nos condujeron, empujándonos con palabras vulgares y ademanes imperativos hasta el pueblo de Río Negro, donde encerraron a don Pedro Nisser en una oscura casucha, sin más comida que una miserable ración de frijoles con marrano, aguacate, huevos fritos, arroz, plátano, garra, natilla, arepas con mantequilla y una jarra de chicha. Al pobre rocín lo pusieron a cargar a un comandante revolucionario gordo como un hipopótamo y a mí, por suerte, solamente me obligaron a transportar tres cajas de fusiles de chispa, dos docenas de trabucos y una resma de calzones que el jefe de la Revolución llevaba para sus queridas.

Los revolucionarios acababan de iniciar su movimiento y se llamaban a sí mismos El Partido de los Colorados. Usaban una bandera roja para indicar que eran liberales, masones y comecuras, enemigos de las fuerzas cavernícolas y retrógradas que pretendían retrotraer el país al oscurantismo medieval. O sea, los godos malditos.

Cualquiera podría suponer, a la lectura de esta crónica, que el interrogatorio de don Pedro Nisser fue un modelo de la Ilustración, en congruencia con los altos designios y filantrópicos objetivos de estos campeones de la razón. Pero no. Algún error debe haberse cometido en alguna parte, porque el diálogo fue más o menos así:

— A ver pues, usté, párese ahí, y diga su nombre parao.
— Mi nombre es Pedro Nisser y vale lo mismo cuando estoy parao, sentao o acostao.
— ¿O sea que usté es gringo, con perdón de la palabra, pues?
— No, señor. Soy sueco.
— ¡Ah, de Suiza!
— No, de Suecia.
— La misma vaina. ¡O paga rescate, o aquí se pudre, pues!
— No pago nada. Yo soy extranjero, no tengo que ver nada con sus peleas políticas y tengo derecho a que se respete mi neutralidad. Además, en mi país soy liberal y eso deberían ustedes tener en cuenta, que se dicen liberales.
— ¿Neutralidad? ¡No se venga a hacer el sueco, carajo! ¡Aquí pagan todos, o se pudren todos, pues!

Y así por ese estilo se fue deslizando la conversación, que no pude oír entera porque en ese momento uno de los comandantes revolucionarios me dio un rebencazo en el culo para que me diera prisa con las labores del transporte. Yo, que siempre he sido amigo de la Revolución, sentí que la realidad se había vuelto un poquito maluca y surrealista. Tuve ganas de preguntarles a esos señores cómo era eso de hacer una revolución contra la gente pacífica y los animalitos honorables, pero en ese instante me cayó otro rebencazo, esta vez a la altura de la tercera vértebra lumbar, con resultado de fuertes y agudos dolores en la región pélvico-renal posterior izquierda. Dicho sea con perdón de las señoras y señoritas.

Amargado y triste me encomendé San Rebuznel y esa noche le dirigí las más devotas oraciones. Mis ruegos dieron fruto, porque a la mañana siguiente me vinieron a buscar, me pusieron una enjalma y me mandaron para Sonsón con un muchachito mensajero sentado en mi lomo. Llevábamos una carta para la dulce esposa de don Pedro Nisser, doña María Martínez de Nisser, en la cual se decía, con mala letra y peor ortografía, que si no pagaba un cojonal de pesos fuertes por el rescate de su marido, se lo iban a devolver en forma de chicharrones.

Apenas leyó la carta, doña María Martínez de Nisser envió mensajeros para llamar a dos de sus hermanos, conocidos en toda la región por ser valientes, parranderos y jugadores como Juan Charrasqueado. Y dos días más tarde, a la hora más concurrida del pueblo, entró doña María Martínez de Nisser cabalgando en Sonsón, flanqueada por sus hermanos charrasqueados, dejando a toda la paisanada estupefacta y boquiabierta. Se había vestido con los colores de Suecia, eh Ave María pues, con un vestido de montar azul con franjas amarillas pues, y con una cinta roja alrededor del sombrero para que se viera que ella también podía ser colorada pues, y con una leyenda dorada en la cinta que decía: "Morir por la Patria es la primera virtud", pues. Como de costumbre, yo iba ahí detrás con unos fardos de papas y maíz para los pobres, de modo que prácticamente todo el pueblo se juntó para admirar la moda sueca de doña María Martínez de Nisser, para recibir un tantico de papa o de maíz y para oír el discurso de nuestra heroína.

¡Y eso sí que fue discurso! Con voz cristalina y enérgica contó lo que había pasado, conmovió a las almas generosas de los paisas con el relato del odioso secuestro de su bizcocho, perdón, de su marido, excitó a la generosidad de todos esos corazones buenos, inflamó el patriotismo de la muchedumbre y así, apenas terminó de hablar, unos cien hombres, la mayoría jóvenes, se presentaron espontáneamente para enrolarse en las tropas cívicas que iban a rescatar a la brava el bizcocho sueco de doña María Martínez de Nisser.

Antes de que transcurrieran veinticuatro horas la valiente paisita tenía bajo sus órdenes un ejército de doscientos cincuenta voluntarios animosos y resueltos. Doña María y sus dos hermanos charrasqueados decidieron que una fuerza tan grande debía ser comandada por un militar de carrera para garantizar el buen orden y la disciplina. Se decidió que el capitán Henao, un joven veterano de varias guerras civiles, muy eficiente y bastante conocido por su sentido humanitario, fuera contratado para este cargo. El capitán Henao aceptó y se puso desde el primer momento a las órdenes de la generala María Martínez de Nisser, quien tenía derecho a ese título porque era ella quien pagaba la cuenta.

Rápidamente se trazó la estrategia de la campaña, con la genialidad propia de la gente que lucha por defender lo que es suyo. Se envió un desafío insolente a los revolucionarios, citándolos a una batalla en toda regla. Yo mismo llevé el mensaje y recuerdo las risotadas de los señores comandantes del Partido de los Colorados ante la desfachatez de sus adversarios. El ejército de la generala María Martínez de Nisser se componía de doscientos cincuenta reclutas inexpertos, con un total de cien fusiles de chispa y unos treinta trabucos. El Partido de los Colorados, en cambio, constaba de ochocientos valientes veteranos, porque muchos de ellos venían luchando por la Revolución desde hacía muchos años, participando en heroicos macheteos y masacres gloriosas. Por esta razón, muy seguros de sí mismos y convencidos de que los amigos de doña María Martínez de Nisser éramos unos pollos mojados, los secuestradores revolucionarios aceptaron el desafío y se movieron en persecución de nuestra gente.

La generala María Martínez de Nisser movió entonces su ejército en dirección a Salamina, uno de los pueblos más bellos de la Nueva Granada, trepado allá en la cima de una de las montañas más bellas de la galaxia. Llegó allí a tiempo para organizar la defensa, poniendo francotiradores en cada hueco del monte, por las breñas que era preciso trepar para llegar al pueblo. En el centro de la plaza instaló el hospital de campaña y la enfermería. Todas las mujeres ayudaron a preparar vendajes, gasas con yodo y botellas con alcohol. Las instrucciones eran precisas: se atendería por igual a todos los heridos, amigos o enemigos, sin ningún privilegio de rango, colores o banderas.

También se preparó en el pueblo una despensa con abundantes raciones de comida para atender a los prisioneros de manera humanitaria y generosa. Ahí me tocó trabajar bastante con las cargas de alimentos y víveres. Precisamente en el momento en que todo quedaba en su sitio, sonó la corneta anunciando la llegada del enemigo. Confieso a vuestras mercedes que aunque soy un burro pacífico, esa vez preparé mis cascos para darle unas buenas patadas en la región glútea, o en su defecto en el área testículo-inguinal, al secuestrador revolucionario que me había lastimado los riñones con su rebenque. Afortunadamente no fue necesario rebajarse a un nivel tan vulgar, porque antes de que nos diéramos cuenta ya teníamos al enemigo derrotado y rendido.

Porque, como dice el refrán, la arrogancia anuncia su propia catástrofe. Llegaron los Colorados echando gritos de triunfo y comenzaron su ataque de manera atropellada y alevosa. Respondieron nuestros francotiradores desde sus agujeros y les hicieron multitud de agujeros a los atacantes. Cundió entre ellos el desánimo, la turbación, la confusión y el desorden. Cundió en nuestras filas el entusiasmo, la energía, el optimismo y el espíritu de disciplina. El capitán Henao dio el primer ejemplo, proponiendo medidas excelentes y oportunas, mientras la generala se lucía dando órdenes acertadas y enfrentándose con el sable en la mano a los secuestradores de su bizcocho sueco.

Tres horas bastaron para destruir a los malhechores. Veinticuatro oficiales y ciento treinta hombres fueron capturados. Casi trescientos heridos fueron atendidos de inmediato, bajo la atención diligente de la generala. Fue esta la única guerra civil neogranadina de ese período en que los vencidos recibieron trato humanitario.

Don Pedro Nisser fue liberado de inmediato de los grilletes del secuestro y se le pusieron nuevamente las cadenas del matrimonio, para jolgorio de todos los presentes y escarmiento de las generaciones venideras.

Don Pedro no era nada tonto. Había escrito y publicado un trabajo sobre las técnicas de la minería del oro en Colombia, que ningún colombiano había leído por falta de interés, pero que fue premiado por el Zar de Rusia con una gran medalla de oro. Ahora, el Congreso de la Nueva Granada enviaba otra medalla a la familia: una preciosa redondela de oro bordeada de esmeraldas cuadrangulares, con la leyenda: "María Martínez de Nisser, Vencedora en Salamina en 5 de mayo de 1841".

Y esto no es todo. En 1859 viajó don Pedro Nisser a lejanas tierras, llegando hasta Australia. Allí dictó una conferencia ante la Real Sociedad de Melbourne, a propósito de las maravillosas propiedades del aluminio, metal que acababa de ser descubierto. Dijo entonces don Pedro Nisser: "Si existe la posibilidad física de que la navegación aérea pueda realizarse algún día —que una embarcación aérea navegue sobre nuestras cabezas— entonces, con seguridad, esta embarcación será construida de aluminio".

Nisser organizó la exposición industrial sueca en Bogotá, en 1875, que fue todo un acontecimiento en la vida colombiana. La generala, doña María Martínez de Nisser, había muerto en 1872, sin dejar hijos, pero en toda la región de Sonsón y Salamina las gentes la querían como a una Mamá Grande.

Yo he recordado este episodio en una de nuestras conversaciones en casa de don Carlos Vidales, entre tragos de ron y tequila. La discusión posterior ha sido ardua y densa. La cucaracha Victoriana Huerta dice que los pobres revolucionarios fueron derrotados por una vieja reaccionaria y gobiernista. La culebra Margarita dice que doña María Martínez de Nisser es un ejemplo de amor y que una hembra que lucha por su macho de esa manera merece el aplauso universal. Don Carlos Vidales dice que el maldito gobierno era incapaz de gobernar, porque con sus injusticias había provocado la revolución y luego con su incapacidad había dejado el camino abierto para la formación de ejércitos particulares. Y agrega que, además, los que secuestran a una persona inocente, civil y neutral, no tienen derecho de llamarse revolucionarios aunque anden por ahí agitando diez mil banderas rojas. Yo, por mi parte, digo que don Pedro Nisser era una excelente persona, que amó a Colombia y a su pueblo de una manera sincera y cálida. Y digo también que todavía me duele la región renal y que si alguna vez regreso a Salamina buscaré el esqueleto del cabrón que me dio el rebencazo para darle una patada en los huesos del culo. Y el sapo Hugo confiesa que todo el episodio fue un buen negocio para él, porque le vendió a buen precio información al gobierno sueco, al mismo tiempo que se hacía amigo de los Colorados y les cobraba favores a cambio de defenderles los derechos humanos. Se lamenta, eso sí, de que la generala doña María Martínez de Nisser haya sido tan humanitaria con los rebeldes, porque eso lo dejó a él sin trabajo y tuvo que irse a ofrecer sus servicios a otra región donde la guerra sí se hacía "de veras". Pero bueno, esa es otra historia que por ahora no viene a cuento aquí. Sean vuestras mercedes felices con sus respectivos bizcochos.


Pantxo de Vizcaya, el Orejón