Memorias de un burro

VII- El triunfo del arzobispo Caballero y Góngora
(Donde se aprende que las conquistas ganadas en una rebelión pueden perderse si el pueblo se divide o su jefatura se dispersa, porque el propio pueblo tiene creencias, costumbres y vicios que le han inculcado sus amos para dominar las conciencias)


Llegó, pues, la hora de contar a vuestras mercedes la historia más triste. La famosa rebelión de los Comuneros de la Nueva Granada terminó de manera lastimosa, a pesar de que la inmensa muchedumbre que llegó a los campos de Zipaquirá, organizada en compañías y disciplinada militarmente, había sido capaz de arrancarle al gobierno todas las concesiones, rebajas y alivios que el movimiento popular había exigido.

Cuando Galán llegó a sus territorios comuneros, después de haber intentado hacer su revolución en el Llano Grande, se encontró con una situación completamente nueva. La mayoría de los antiguos capitanes ya no quería enfrentarse al régimen. La mayoría de la gente común (o sea la plebe, el pueblo llano) estaba tranquila en sus casas y había jurado fidelidad al Rey y a sus ministros. Solamente unos doscientos o trescientos descontentos se reunieron en torno a Galán y, vociferando con gritos estridentes y descompuestos, como hace la gente pobre cuando ya no soporta más la desgracia, declararon que iban a emprender una "segunda marcha contra Santa Fe".

Allá salimos los burros y las mulas, otra vez, llevando y trayendo mensajes y cartas, citaciones y órdenes. Pero nada pasó. Los antiguos capitanes comuneros, todos ellos "notables" de sus pueblos, reunieron a su gente para combatir contra Galán. Comenzaron a usarse todas las armas que se usan en estos casos: la calumnia, la traición, la mentira, los rumores, las amenazas, las procesiones, las rogativas, los sermones y cuanta canallada puedan vuestras mercedes imaginar. Se hizo rodar la bola de que Galán era desertor del regimiento de Cartagena y que los que le ayudaran en su empresa podían ser ahorcados. Se decía, en corrillos de callejones y tabernas, que Galán se acostaba con sus hijas; ya hay que agregar que esta infamia ha sido recogida por historiadores muy empingorotados y puntillosos, como cosa cierta.

Al mismo tiempo se estimularon las deserciones de galanistas por todos los medios. Hasta el viejo Salvador Plata, mi antiguo patrón, que había sido uno de los Capitanes Generales y ahora estaba dispuesto a entregar a las autoridades a su propia mamá para librarse del castigo, me mandó decir con una mula (que había sido mi amante), que si yo desertaba de las filas de Galán y regresaba a su hacienda recibiría un premio muy sabroso y no tendría que trabajar nunca más en mi vida. No puedo reproducir aquí mi respuesta, por respeto a las señoras y a las señoritas, pero dejo constancia de que me quedé acompañando a Galán, pues aunque tenía mis dudas acerca de su capacidad como líder, siempre admiré su rebeldía y su voluntad de luchar contra las injusticias.

Por desgracia, Galán había estado fuera del epicentro de la rebelión durante largo tiempo. Desconocía, por lo tanto, todo lo que había ocurrido allí desde la firma de las famosas Capitulaciones entre la Real Audiencia y el movimiento Comunero. Y lo que había ocurrido era mucho y muy grave, como lo voy a explicar en tres rebuznos.

Cuando se firmaron la Capitulaciones, el campo del régimen estaba bastante maltrecho: el virrey estaba en Cartagena, ausente de la capital; el Visitador iba huyendo hacia Cartagena, más asustado que una gallina en baile de perros; los oidores de la Real Audiencia, temblorosos y avergonzados, sentían que le debían la vida y el honor al arzobispo Caballero y Góngora, que había resuelto todo con un par de maniobras maquiavélicas; y el arzobispo, en fin, con una enorme autoridad moral ante todos, pero con el problemita de tener que dirigir la restauración sin contar formalmente con la autoridad política y, lo que es peor, con el problemita de tener que organizar la anulación de las Capitulaciones sin aparecer él mismo como un instigador de la traición.

El arzobispo puso manos a la obra siguiendo una de las máximas más geniales de la teoría política: "cuando hay crisis y todos están vacilantes, el que primero tome la iniciativa se queda con el poder". Con mucha habilidad combinó esa máxima con esta otra: "cuando hay crisis y todas las fuerzas políticas y militares pierden capacidad de acción, es posible dirigir al pueblo recurriendo a sus prejuicios, temores, creencias religiosas o tradiciones culturales". Así pues, como no había ejército del régimen, ni milicias capaces de enfrentarse a los rebeldes que, por otra parte, habían disuelto su propio ejército y regresado a sus casas a esperar que se les cumplieran las Capitulaciones, el arzobispo organizó en un par de días un batallón de frailes capuchinos predicadores y los mandó en misión a los pueblos comuneros. Allá llegaron, dirigidos por fray Joaquín de Finestrad, un religioso fanático, atrevido, flaco y con cara de cuervo, con una voz tronante y una elocuencia demoledora. El padre Finestrad iba reuniendo a la gente, pueblo por pueblo, y les echaba unos sermones apocalípticos en los cuales demostraba que el pecado de rebelión era peor que todos pecados de Sodoma y Gomorra juntos y que los rebeldes iban a para al círculo más espantoso del infierno. Allí los esperaban los demonios más terroríficos, con tenazas al rojo vivo, con tenedores cuyas puntos roían las carnes como el ácido nítrico, con látigos hechos del fuego del trueno (porque en aquella época no existía el rayo láser) y otras bagatelas por el estilo. Oyendo estos sermones, las viejas se desmayaban y los niños lloraban y las señoritas se accidentaban y los señores se meaban. Las gentes sencillas comenzaron a preguntarse qué clase de malvados eran esos Capitanes Comuneros que los habían hecho cometer tan horrendos pecados. Por su parte, los Capitanes Comuneros comenzaron a preguntarse qué podían hacer para librarse de ser linchados por una muchedumbre cada día más excitada en su afán de lavar sus culpas ante los ojos del Rey y de Dios.

Como resultado de todo eso, muy pronto consiguieron los dulces frailes capuchinos que pueblos enteros, con sus capitanes y toda su gente, levantaran actas solemnes firmadas colectivamente ante notario público, arrepintiéndose de sus pecados y prometiendo pagar indemnización al Rey Nuestro Señor. Porque es bien sabido que lo que uno le debe a Dios se lo tiene que pagar al César en moneda contante y sonante, para que la contabilidad del Cielo pueda funcionar correctamente.

La nueva situación le creó un terrible problema a los Capitanes comuneros que todavía trabajaban para consolidar el cumplimiento de las Capitulaciones. Estos eran, tal vez, unos cincuenta o sesenta jefes que seguían las indicaciones del generalísimo Juan Francisco Berbeo. Pero ese grupo ya se encontraba en inferioridad de condiciones, desde que varios Capitanes Generales, aterrorizados por la perspectiva de una represión gubernamental, habían comenzado a desertar y a clamar con estrépito que ellos siempre habían sido leales y que habían aceptado sus cargos de capitanes solamente para contener al pueblo y obligarlo a obedecer al Rey. De manera que los capitanes que seguían a Berbeo se vieron obligados a actuar en silencio, casi clandestinamente, y poco a poco fueron renunciando a sus capitanías, presionados por la tremenda oleada restauradora.

En estas condiciones, Galán cometió uno de sus peores errores políticos. Reunió a una masa de sus seguidores en El Socorro, la villa que había sido cuartel general de la rebelión y que ahora estaba bajo el control de los capitanes vacilantes. Allí se juntaron el día 12 de septiembre de 1781 unos ochocientos hombres del pueblo, procedentes de varias parroquias y lugares, exigiendo a grito pelado que los capitanes les entregaran las armas y sus títulos, para proceder a nombrar nuevos capitanes que fueran leales al pueblo. Se produjo en consecuencia un tumulto más o menos violento, los capitanes atacados se atrincheraron en la sala del Cabildo y allí acudieron en su defensa todas las autoridades reales y todas las personas notables del lugar. Al finalizar el día, Galán y su seguidores habían conseguido que todos los capitanes vacilantes ya no vacilaran más: todos se habían pasado al lado del régimen y a partir de ese momento se organizaban para iniciar la cacería implacable contra José Antonio Galán.

Las fuerzas galanistas fueron reduciéndose cada vez más, acosadas por la persecución. Galán, en un acto desesperado, levantó la bandera del Rey de España y abandonó la bandera roja de la rebelión, para dar a entender que su movimiento era leal a la Corona. Ya era demasiado tarde. Solamente veinte seguidores lo acompañaban cuando emprendió su retirada hacia los Llanos orientales, el 10 de octubre de 1781. Al día siguiente, en horas de la madrugada, cayó capturado por quienes habían sido Capitanes Generales del Común y ahora eran oficiales militares del régimen: Salvador Plata, Francisco Rosillo, Juan Bernardo Plata de Acevedo y Pedro Alejandro de la Prada. Galán había cometido, en su fuga, un último error: marchar sin espías y dormir sin centinelas.

Entretanto, el astuto arzobispo Caballero y Góngora había ido trepando por la escalera del poder. Moviendo amigos y compadres en la Corte de Madrid logró que el Rey se convenciera de que todos los oidores de la Real Audiencia de Santa Fe eran una partida de cretinos, lo cual, por lo demás, era muy fácil de comprobar. El Rey don Carlos Tercero expidió una orden en la cual disponía los señores oidores no debían tomar absolutamente ninguna decisión de orden público sin consultar con el arzobispo. El ilustre prelado decidió inmediatamente que había que publicar un indulto general y amnistía total en favor de los rebeldes comuneros, e hizo saber al pueblo, por medio de sus curas y frailes, que ésta había sido una iniciativa de él a pesar de la oposición de los oidores. El señor Visitador, que antes había huido como un cobarde, pero ahora regresaba heroicamente al constatar que ya no había peligro para él, puso el grito en el cielo y dijo que era inaceptable, inadmisible e insoportable este indulto, y que los comuneros debían ser colgados de los árboles hasta que se murieran de muerte natural. El arzobispo no se dignó responderle. Manejó con prudencia los rencores y odios entre los oidores y el Visitador, y entonces la Real Audiencia le contestó al Visitador diciéndole que era un estúpido y un torpe, que no molestara más la paciencia y que no se hiciera el valiente porque todos sabían qué clase de cobarde era.

El Visitador respondió a su vez que los oidores eran traidores al Rey, porque habían firmado unas Capitulaciones que eran nulas y no valían nada, porque habían sido arrancadas por la fuerza, y que por lo tanto había que declararlas abolidas y sin validez alguna. Los oidores volvieron a contestarle, explicándole que eso de la nulidad de las Capitulaciones era cosa muy sabida, y que era propio de imbéciles pregonarlo en público porque el público podría darse cuenta de la trampa y sublevarse nuevamente. Que ellos le rogaban muy comedidamente que se callara la boca, que no fuera tan idiota, que no pusiera más en peligro lo poco que se había logrado en la pacificación del Reino y, en fin, que se fuera a comer mierda.

El arzobispo se mantenía silencioso, pues, mientras el Visitador y los oidores andaban como perros y gatos. El pueblo aprovechó esto para reírse a su gusto, y en todas las cabezas fue entrando la idea de que el arzobispo era la única persona capaz de garantizar la calma y la tranquilidad.

Ya había comenzado el proceso contra Galán y sus compañeros, y los ineptos ministros de Su Graciosa Majestad no sabían qué hacer con los reos. Unos decían que el indulto general debía beneficiarlos. Otros decían que no, porque ellos habían iniciado una nueva rebelión y el indulto existente solamente valía para la primera rebelión. Consultado el señor Arzobispo, indicó que era necesario castigar ejemplarmente a unos pocos para escarmiento de todos, abriendo cristianamente los brazos del amor y la reconciliación para el resto. Los oidores entendieron esto como pudieron, y dictaron sentencia de muerte contra José Antonio Galán, peón y jornalero, Lorenzo Alcantuz, campesino, Isidro Molina, tejedor y Manuel José Ortiz Manosalbas, portero del Cabildo del Socorro.

Fueron ejecutados en la Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, el 1 de febrero de 1782. Sus cabezas y miembros fueron cortados y se colocaron en picas en distintos lugares del Reino, para escarmiento y espanto de los pueblos. La descendencia de Galán fue declarada "infame" y su casa fue sembrada de sal.

Pero todavía quedaba mucho por hacer. Unos cuantos rebeldes fueron enviados a los presidios de Africa, y otros recibieron el perdón a cambio de irse a colonizar el Darién, donde murieron de peste en unos pocos años. Y aun así, el poder del régimen seguía resquebrajado. Los conflictos y chismes en la cúpula del poder eran pan de todos los días. La incertidumbre era grande y no se sabía en que iría a parar todo ese despelote.

Los acontecimientos se precipitaron cuando el virrey Flores presentó su renuncia irrevocable, aduciendo sus numerosas enfermedades y achaques, pero en realidad obedeciendo a una insinuación del señor Ministro de Indias, don José de Gálvez, compadre del arzobispo Caballero y Góngora. La renuncia del virrey fue aceptada de inmediato y el sucesor, el mariscal don Juan de Torrezar Díaz Pimienta, un viejito valetudinario casado con una niña de diecisiete años, emprendió el viaje desde Cartagena hacia la vetusta y sombría capital del Reino, Santa Fe de Bogotá.

Cualquiera podría pensar que esto era un obstáculo para el arzobispo Caballero y Góngora. Nada de eso, mis amigos. Su Señoría Ilustrísima salió a recibir al nuevo virrey a la villa de Honda, sobre el río Magdalena, y allí le dispensó una espléndida hospitalidad que incluía, por supuesto, el desayuno, las meriendas, el almuerzo y la cena. El único detalle es que el virrey comía pero el arzobispo no, porque el arzobispo decía que se sentía mal del estómago, y el virrey decía que él, por su parte, se sentía muy bien del estómago.

¡No lo hubiera dicho! Cuando, una semana más tarde, el virrey emprendió el camino de Honda hacia Santa Fe, iba sintiéndose muy mal del estómago, en tanto que nuestro querido arzobispo, que no había comido nada, se sentía muy bien del estómago. Son esas paradojas raras que tienen vuestras mercedes y que yo, pobre burro, nunca he podido entender muy bien.

El hecho es que el pobre don Juan de Torrezar Díaz Pimienta murió en medio de una agonía terrible, echando pus putrefacta por boca, narices, uretra y recto ("por las cuatro vías", dice el documento oficial), exactamente el mismo día que llegó a la Capital, sin tener tiempo a posesionarse como virrey del Nuevo Reino de Granada.

El odiado Visitador Gutiérrez de Piñeres pretendió dar un golpe de estado quedándose con el poder, aprovechando que nuestro amable arzobispo todavía no regresaba de Honda. Pero no contaba con la decisión y la astucia de Su Señoría Ilustrísima, quien llegó reventando mulas y exigiendo que se cumpliera con la orden del Rey según la cual todo tenía que hacerse consultando al arzobispo. "Bueno, dijeron los oidores, entonces aquí consultamos a Su Ilustrísima: ¿Qué aconseja?"

"Aconsejo, respondió con calma el señor Arzobispo, que se abra ya mismo el Pliego de Sucesión en el Mando, en donde consta el nombre del Sucesor en el cargo de virrey para el caso de muerte del señor Pimienta". Los oidores se miraron los unos a los otros con sus caras de costumbre, o sea de imbéciles, y acordaron abrir el Pliego de Sucesión. Y ¡Oh, milagro!, el Pliego de Sucesión indicaba que si don Juan de Torrezar Díaz Pimienta se moría, del estómago o de lo que fuera, el sucesor en el cargo de virrey sería el Ilustrísimo Señor Arzobispo Don Antonio Caballero y Góngora.

¡Quién lo hubiera imaginado! ¡Qué suerte tuvimos! Imaginen vuestras mercedes lo que habría pasado si el arzobispo no se hubiera sentido mal del estómago en Honda: pues habría comido lo mismo que el virrey Pimienta y habría sufrido la misma indigestión y se habría muerto junto con él, echando pus putrefacta por las cuatro vías. Y el maldito Visitador se habría quedado con el poder y estaríamos todos a mal traer.

El señor arzobispo se hizo cargo del virreinato con toda solemnidad. Su gobierno fue ilustrado. Organizó y protegió la Expedición Botánica, que es lo mejor que se ha hecho en toda la historia de la Nueva Granada. Dio empleos de confianza a criollos y mestizos y, sin quererlo, los preparó intelectualmente para dirigir el país, formando así la primera generación de granadinos dispuesta a romper los vínculos del coloniaje. Hizo reformas muy progresistas en la escuela y en la universidad. Abrió nuevos caminos y vías de comunicación, especialmente con los vecinos de Venezuela. En resumen, fue un gobernante ilustrado que contribuyó más que ninguno de sus colegas de la época colonial a la formación de la conciencia nacional granadina.

La magnifica biblioteca de Don Antonio Caballero y Góngora, que incluía la obra íntegra de los Enciclopedistas franceses, sería hoy uno de los grandes tesoros culturales de Colombia, de no mediar la desgraciada circunstancia de haber sido consumida por el fuego el 9 de abril de 1948, aquel día terrible en que fue asesinado el líder popular Jorge Eliécer Gaitán y el pueblo, dominado por una indignación incontrolable, se lanzó a la destrucción de la capital. Yo recuerdo muy bien esa fecha, porque el 9 de abril nos sorprendió a mi patrón y a mí en la calle. Mi patrón era un vendedor de verduras y yo era su secretario de transportes. Vivíamos ahí arriba, en el barrio Egipto, a pocas cuadras del Palacio de San Carlos. Salimos a la una y media de la tarde, a participar en el saqueo general, frenéticos de cólera porque nos habían matado a nuestro caudillo. Al promediar la tarde mi patrón había sido abatido por la metralla y su cuerpo, aplastado por los tanques de guerra, era apenas una masa informe sobre las baldosas de la Plaza de Bolívar, ahí donde muchos años antes había sido ejecutado José Antonio Galán.

Y aquí no acaba la historia. Una partida de energúmenos me rodeó y ya me iban a hacer pedazos a golpes de machete, cuando apareció un grupo de combatientes del pueblo liberal y me salvó la vida. Con ellos venía un niño de nueve años de edad, que se había perdido en el tumulto y que ellos habían protegido de la matanza. Ese niño y yo nos hicimos buenos amigos desde el primer momento. Nos unió el miedo, la identidad de nuestro desamparo y la conciencia común de estar hundidos en la misma mierda desde el fondo de la historia. Ese niño es ahora un señor de 57 años y se llama Carlos Vidales. Es el viejo cascarrabias que me ha prestado su ordenador, a regañadientes, para que yo comparta algunos de mis recuerdos con vuestras mercedes.

Aquí termina mi primera ronda. Volveré a tener el gusto de rebuznar mis memorias después de que otros amigos de don Carlos hagan uso del teclado. Un saludo muy cariñoso a todos mis fieles lectores.


Pantxo de Vizcaya, el Orejón