Memorias de un burro
IV- Los mestizos, los criollos, los hidalgos
(Donde se describe, con todo el respeto que el caso amerita, la mescolanza o mazamorra racial y cultural que dio origen a la actual población americana)
Como vuestras mercedes recordarán, el primer capítulo de mis reminiscencias trató sobre los señores burros de los conquistadores. El segundo capítulo se refirió a los señores conquistadores. El tercero fue dedicado a los señores indígenas. Y el cuarto, que es éste de ahora, va a tratar de los señores colonos y sus distinguidas familias, del mestizaje y de otras cositas más o menos sabrosas.
Pero antes de comenzar debo hacer una aclaración. Lo que yo digo aquí no refleja necesariamente los puntos de vista de don Carlos Vidales. Lo único que hace don Carlos es prestarme su ordenador y últimamente lo ha hecho de muy mala gana, porque dice que yo le lleno de babas verdes la pantalla de su máquina, que le he destruido el teclado con mis cascos y que mi manía de morder el ratón mientras escribo es asquerosa y refleja mi pésima educación. Dice además que cuando me río de mis propios chistes a medida que los voy escribiendo, despierto a los vecinos con mi rebuzno estrepitoso.
Es interesante constatar que don Carlos descubrió todos esos inconvenientes en el mismo momento en que yo dije que los señores indios de las márgenes del río Magdalena se comían a sus prisioneros. No quiero ser indiscreto, pero yo he descubierto que algunos de los antepasados de don Carlos eran panches, guanes y pijaos. Así que don Carlos está enojadísimo conmigo, pero la razón verdadera no es su ordenador, sino los gustos alimenticios de sus antepasados.
Nada de esto me apartará de la verdad. Yo, que vi morir a mi tío Rebuznel a manos de Caín; que jugué a "patear el león" con los dos más grandes príncipes de Babilonia, mis primos Burrodonosor y Asnorbanipal; que hice carreras maratónicas alrededor de palacios y pirámides, a las orillas del Nilo, junto con mi compadre Burromsés II; que contribuí al progreso de la filosofía discutiendo con Asnóclito de Efeso y Burrócrates de Atenas; que fui a las Galias en las inmortales campañas de Burro César; que ayudé a construir la grandeza de Francia colaborando con Pollino el Breve y Borrico Tercero; que combatí en Roncesvalles bajo las órdenes de Asno Magno; que defendí a los pobres, luchando en las filas de mi amigo Burrobin Hood; y que, para no hacer interminable este burriculum, soy amigo de mi amigo el señor Asnar, jefe máximo de la burrocracia española, no tengo por qué hacer concesiones cuando se trata de la verdad histórica.
Queda hecha la aclaración. Y ahora vamos a entrar en materia.
Los señores historiadores suelen discutir mucho acerca del momento en que terminó la conquista y comenzó la época colonial en las tierras americanas sujetas a España. Pero, para mí, no hay discusión: en el año de 1553 el señor don Carlos Quinto dictó una cédula real ordenando que a partir de ese momento sólo podían viajar a América individuos que llevaran su familia consigo. Por "familia" se entendía, en la imaginación popular de esa época, el grupo formado por el marido, la mujer, los hijos, el perro, el burro y un par de gallinas, por lo menos (por razones de espacio no contamos aquí las pulgas y los piojos). La idea de don Carlos Quinto consistía en poner fin al escándalo que habían armado los conquistadores con esa manía de ir, robar, matar y saquear, y luego volverse a la metrópoli a vivir como aristócratas.
El proyecto tuvo mucho éxito, por varias razones. En primer lugar, había en España muchos pobres que no tenían acceso a la tierra, porque la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana había concentrado en sus manos enormes extensiones de tierra. Los zánganos y parásitos que se llamaban a sí mismos "Grandes de España" habían hecho lo mismo y medían su maldita "Grandeza" por la extensión de tierra que poseían y controlaban con avaricia infinita. En las ciudades, los pobres vivían como ha sido descrito por mi amigo don Francisco de Quevedo y Villegas en su "Vida del Buscón", o como está contado con tanta gracia y compasión en el "Lazarillo de Tormes". De manera que había muchísima gente para muy pocas oportunidades, y la cédula real de don Carlos Quinto abría las puertas de un nuevo mundo para muchos españoles que tenían todas las puertas cerradas en su propio país.
En segundo lugar, la vida urbana en España había sido violentamente sacudida en 1521 por la inmensa rebelión de los Comuneros de Castilla. Aunque don Carlos Quinto había logrado aplastar a los rebeldes a sangre y fuego con un ejército de valones y flamencos, se vio obligado, durante las tres décadas siguientes, a hacer infinidad de concesiones a la democracia comunal española, a los municipios y ayuntamientos. Ahora esos municipios exigían que se aliviara la presión demográfica que pesaba sobre ellos a causa de la migración interna, procedente de las áreas rurales.
Y en tercer lugar, la sociedad española tradicional había sufrido cambios muy extraños desde el triunfo de la Reconquista y la expulsión de moros y judíos. Los grandes jefes guerreros se habían jubilado, convirtiéndose en cortesanos beatos y aburridos (debo anotar al margen aquí, que el término "aburrido" no viene de "burro", y el que así lo afirme es un calumniador infame). Los pobres más desesperados y audaces, los criminales y los aventureros sin escrúpulos ya habían desaparecido, porque se habían transformado en Conquistadores. Los notables de los pueblos y villas, gente de "medio pelo" con ambiciones de grandeza, vagaban de un lado a otro, haciendo alardes de nobleza, leyendo libros de caballerías, soñando con grandezas imaginarias y aventuras fantásticas, pero sin decidirse a cruzar el mar. Esos eran los "Hidalgos", mentecatos que se creían mucho y no eran más que petulantes mequetrefes que no servían para nada, aparte de la risa que provocaban. Mi amigo don Miguel de Cervantes describió la vida de uno de ellos, pero hay que decir que esos locos eran decenas de miles y constituían una de las grandes plagas de España. Unos pocos de ellos se arriesgaron a viajar a América y llegaron en calidad de leguleyos y escribanos, dando origen a los modernos lagartos, cagatintas, charlatanes, mentecatos y papanatas de toda laya. En cuanto a los soldados de profesión, estaban ocupados por don Carlos Quinto en todas las ferocidades que se cometían contra otros pueblos de Europa, con el pretexto de defender la fe católica. La industria había sido destruida casi por completo, porque a España le bastaba con usar el oro que sacaba de América para comprarle a otros países y regiones los productos que necesitaba.
Para arreglar del todo la situación, la ley decía que si un ciudadano se dedicaba a la industria, perdía de inmediato su carta de hidalguía y sus títulos de nobleza. Así, mientras otros países consideraban el trabajo como una virtud, la noble España le quitaba los honores y distinciones al canalla que tuviera la osadía de hacer algo tan despreciable y sucio como producir artículos para satisfacer las necesidades de la gente. Esta ley estuvo vigente hasta 1783, cuando fue abolida por mi buen amigo el rey Carlos III. Y no falta el historiador español que manifieste su desprecio hacia don Carlos III endilgándole el epíteto de "rey burgués".
Como consecuencia de todo lo anterior, había muchas familias pobres dispuestas a irse para siempre de España, con tal de que se les diera la posibilidad de trabajar para vivir. Y aunque hubo una enorme presión para obtener permisos de "pasar a América", como entonces se decía, bien pronto hubo también obstáculos y trabas inventadas por los burócratas, los cortesanos, los clérigos, los inquisidores, los alguaciles, los tinterillos y toda esa ralea de pelafustanes que mi amigo Quevedo puso en el infierno, con tanta justicia. Primero se estableció que los candidatos tenían que ser "cristianos viejos", es decir, tenían que probar que entre sus abuelos y tatarabuelos no había judíos o moros. Después se señalaron otras pruebas y títulos de honradez, certificados del cura local, testimonios de vecinos conocidos y otros filtros y remilgos que nunca se tuvieron a la hora de escoger a los Conquistadores. Pronto se formó un verdadero mercado negro de licencias falsificadas, recomendaciones compradas con oro fino, favores conseguidos a punta de mover compadres y parientes y de este modo, poco a poco, comenzaron a embarcarse grupos de gente trabajadora, ruda y sencilla, con una educación mínima pero con una gran voluntad de labrar la tierra, levantar casas, fundar pueblos, criar animales, abrir caminos, establecer comercios y sudar la gota gorda. En otras palabras, los amigos, compadres, vecinos y parientes de Sancho Panza tuvieron por fin la oportunidad de mostrar lo que vale el trabajo y el sentido común, en tanto que los colegas de Don Quijote continuaron vagando por España, de pueblo en pueblo, haciendo aspavientos sobre su propia importancia y viviendo a costa del pueblo trabajador.
A pesar de las órdenes reales y de todo lo dicho, sin embargo, continuaron llegando más hombres que mujeres. A veces ocurría que el colono obtenía licencia para "pasar a América" solo, o con algún hijo o sobrino, con la condición de reunir la familia una vez establecido en el Nuevo Mundo. Era frecuente que la pobre mujer muriera joven, de mal parto, peste, miedo u otra desgracia derivada de la violencia creada por los conquistadores. También ocurría que la exigencia de que el colono emigrara con toda la familia no se cumplía, porque en algún lugar se necesitaban urgentemente labradores o carpinteros u otros artesanos para cubrir necesidades de las nuevas poblaciones. Como resultado de todo eso, treinta años después de iniciada la colonización, de cada 100 españoles solamente 10 eran mujeres. En Chile, en 1583, había 1.150 colonos españoles, de los cuales 50 eran mujeres y 1.100 eran hombres. Cito cifras porque sé que vuestras mercedes confían más en los números que en los razonamientos, pero como yo soy testigo presencial de estos acontecimientos, digo que debería bastar con mi palabra de burro.
En esas condiciones, los hombres españoles tenían pocas alternativas a la vista si querían conseguirse una mujer. Ya desde los primeros días de la conquista, los señores Adelantados vieron que a veces convenía casarse con una princesa indígena, para quedarse con toda la tribu, o para conseguir aliados confiables en sus guerras de saqueo. Desde el punto de vista de las señoritas nativas, resultaba de mucho prestigio y "status" contraer nupcias con algún Conquistador, aunque en ocasiones el Conquistador era de tan mala calaña, que la pobre india contraía náuseas en vez de nupcias. Para los señores papitos de las señoritas aborígenes, era buen negocio tener un yerno blanco, europeo y cristiano. Más tarde, si la novia pertenecía a una comunidad indígena protegida por las Leyes de Indias, es decir, con derecho a la posesión de sus tierras de resguardo, o cabildo, o "pueblo de indios", entonces para el colono blanco era excelente negocio casarse con la muchacha porque así tenía acceso a tierras cultivables que de otro modo le estaban negadas.
Los señores historiadores luteranos, enemigos de España por convicción y doctrina, tienen el hábito de contar todo esto de otra manera. Para ellos, el mestizaje es un proceso de violaciones masivas, ininterrumpidas y brutales. Pero una simple reflexión lógica desbarata esas elucubraciones. En la conquista española de América hubo tantas violaciones brutales como en cualquier otra conquista, simplemente porque toda conquista es una violación. Pero en el curso de la colonización hubo un proceso masivo de formación de familias, con todo el ceremonial de rodeos, seducciones, negociaciones, intereses, contratos de conveniencia y prestaciones sociales que corresponde a estos fenómenos. Se puede comprender que los señores luteranos no comprendan esto, porque la colonización luterana de América fue principalmente un proceso de exterminio y no un proceso de mestizaje. Allá, en general, cuando un blanco hacía uso de una india, no era para formar familia con ella, sino simplemente para satisfacer su apetito sexual y luego asesinarla.
Basta, en cambio, echar una ojeada a la historia de España para comprender de inmediato que el pueblo español está perfectamente acostumbrado a mezclarse de una manera intensa y profunda. En las facciones, en los hábitos, en los gustos, en el idioma, en las maneras de preparar las comidas, en la música, y hasta en sus cultos y ceremoniales en torno a la vida y a la muerte, los españoles son un batido de fenicios, cretenses, godos celtas, galos, romanos, cartagineses, moros, judíos, bereberes y quién sabe cuántos pueblos más que ya no existen sino en los champiñones al ajillo, la paella, el cante jondo, el toreo, las gambas, la zarzuela y el cuplé. Son bien sabidos los problemas feroces que tuvieron los señores Reyes Católicos cuando les dió por expulsar a moros y judíos, para poder separar lo inseparable y decidir cuáles españoles eran moros y cuáles eran judíos. Hace muy poco, la nación española tuvo que pedirle perdón, públicamente, a los descendientes de los judíos sefarditas, que hace cinco siglos fueron echados del suelo español, como si fueran extranjeros, con la misma desvergüenza con que ahora el gobierno sueco expulsa a niños nacidos en Suecia y los envía a países que ellos no han visto jamás en la vida.
Todo esto no significa, en absoluto, que el mestizaje fuera un proceso romántico, idílico y lleno de amor. No, como casi todo lo que hacen vuestras mercedes, fue un proceso de convergencia de intereses económicos, culturales y políticos. Fue una serie de acomodamientos recíprocos, a veces muy brutales, marcado casi siempre por un racismo abierto, que condujo a un reforzamiento del tradicional machismo ibérico. El hombre, jefe del hogar, patriarca y señor absoluto de la familia según la fórmula consagrada en el dogma católico de la época, resultaba con mayor poder y arrogancia todavía, por el hecho de su señora esposa era una "india", hija del pueblo sometido y representante de la cultura conquistada. En el hogar tradicional español, la mujer tenía la autoridad de controlar la educación de sus hijos y respondía por la transferencia de los viejos valores y tradiciones a la nueva generación. En muchos hogares mestizos americanos, la mujer perdió esas atribuciones, sencillamente porque su condición de indígena la inhabilitaba para cumplir con ellas.
En el matrimonio americano, el marido europeo centuplicó sus poder y su autoridad sobre la esposa nativa y los cachorros mestizos. Y así, corriendo el tiempo, la palabra "Padre" vino a significar "guía espiritual", "amo absoluto", "legislador", "dictador arbitrario", "jefe indiscutido", "señor de la vida y de la muerte". En la política y en la vida social el líder audaz, el caudillo valiente y atrevido, el dominador brutal, el conductor decidido, fue llamado "Padre" por las multitudes mestizas abrumadas por la obediencia y la sensación de inferioridad, y se le representaba con los atributos del Macho Supremo, Creador de Machos, Progenitor de Pueblos, Inseminador Potente, Fundador de Familias. Como quien dice, un burro.
Tres siglos después de iniciado este proceso, en la época de la independencia, los caudillos "libertadores" que entraban a una ciudad "libertada" recibían el obsequio de una o varias doncellas locales, a las que tenían el gusto de desflorar para que se cumpliera el rito sagrado de la virilidad patriótica.
Pero el patriarcalismo machista y el paternalismo político no fueron los únicos frutos de la mezcla cultural y racial. Los primeros frutos fueron, naturalmente, los niños y niñas mestizos, a los que mi querido amigo mestizo don Huamán Poma de Ayala llamó con ternura "mesticillos y mesticillas". ¡Ay qué bonitos eran! Tenían los ojitos negros y un poco rasgados, como los chinos. De ahí nació la costumbre de llamar a los críos de corta edad "los chinitos", como todavía se hace en Colombia y otras regiones. Tenían los cachetes gordos, del color de la buena tierra, las piernas bien torneadas y las barrigas templadas. Su piel era suave como la luz de la luna y su pelo renegrido, brillante, lacio y grueso. Tenían la voz profunda y melodiosa, con resonancias de Andalucía y de los hondos valles andinos, y su risa era una cascada de metales. Yo los cargué mil veces, en mi lomo, con gusto y alegría, cuando los señores párrocos y curas doctrineros recorrían las veredas recogiéndolos, por docenas, para llevarlos a los hospicios de huérfanos. Porque han de saber vuestras mercedes que muchas veces el señor cura se refocilaba con alguna beata indígena, recién convertida, y después era cuestión de llevar el resultado al orfanato, con el cuento de que "me lo encontré por ahí tirado, y lo traigo aquí para que el Rey Nuestro Señor se encargue de su cuidado".
A esto hay que agregar que los señores colonos españoles, aun cuando estaban casados, acostumbraban tener varias concubinas. Hacia 1570, en Paraguay, se podía censar un promedio de 25 concubinas por cada español. En esas condiciones no era raro que un solo colono blanco tuviera 20 hijos en dos o tres años. Bernal Díaz del Castillo, cronista de la conquista de México, cuenta de un compañero suyo que fabricó 50 hijos en tres años.
Todos esos mestizos, legítimos e ilegítimos, fueron la nueva población americana. A medida que los indígenas se diezmaban por la enfermedades, la explotación, el alcohol y la tristeza, se multiplicaban los mestizos a una velocidad impresionante.
Y pronto los señores Conquistadores, que ya estaban viejos pero seguían siendo los Machos de la Horda, y los funcionarios que el Rey había mandado para controlar y proteger los intereses de la Corona, comenzaron a clasificar a los mestizos según el grado del mestizaje. Y se crearon centenares de categorías, llamadas "castas", para determinar quiénes tenían más derechos y quiénes tenían menos derechos. En esta tarea, cochina y vergonzosa, tuvieron otra vez trabajo los malditos leguleyos que ya antes habían justificado la conquista con argumentos jurídicos.
El elemento de la esclavitud negra (y en menor medida, asiática), de la cual hablaré en otro capítulo, enredó todavía más las cosas y dio lugar a una multitud de mezclas "de todos colores", como se decía en aquella época.
Entonces se decidió que:
El hijo de español y de india se llamaría mestizo, y tendría menos derechos que el blanco, pero más que el indio.
Y así sucesivamente, había centenares de castas con sus obligaciones y derechos bien establecidos. Al mismo tiempo los señores hidalgos, plaga maldita de parásitos y vagabundos, hinchados de vanidad y de petulancia, se clasificaron también por categorías para poder discriminarse más eficazmente los unos a los otros. Todos pretendían ser "hidalgos de sangre", aunque muchos de ellos tenían más bien agua de cloaca en las venas. Pero entre ellos había clases, del modo más ridículo: los "hidalgos de bragueta" eran muy respetados y su título se debía a que habían tenido siete hijos varones consecutivos, sin interrupción de hembra, en matrimonio legítimo. No faltaba el canalla que asesinara a sus hijas recién nacidas para ganar el título de "hidalgo de bragueta". Otros muy respetados eran los "hidalgos de ejecutoria", es decir los que habían logrado probar en juicio, ante los tribunales, que eran hidalgos de sangre. Para ese efecto había un excelente mercado negro de falsificación de árboles genealógicos. Después venían los "hidalgos de gotera", que tenían la hidalguía solamente dentro de los límites de su pueblo o localidad, y la perdían si se mudaban de domicilio (a esta clase parece que perteneció Don Quijote, según me contó mi primo El Rucio, quien era el burro de Sancho Panza). Luego estaban los "hidalgos de privilegio", vulgares aventureros que habían comprado el título, porque el Rey Nuestro Señor vendía títulos para mejorar un poco el surtido de garbanzos en la Despensa Real. En fin, estas sanguijuelas tenían infinitas variedades y su ocupación predilecta era discriminarse y despreciarse los unos a los otros, gastar la vida en pleitos interminables para probar que eran mejores que el vecino y calumniar al prójimo sin descanso para poder vivir con el gusto maligno de haber rebajado a todo el mundo.
Dejemos, por ahora, el negocio de ese tamaño. Después les contaré otras cositas no menos divertidas. Que pasen vuestras mercedes un buen día.
Pantxo de Vizcaya, el Orejón