Memorias de un burro
II- Vida y muerte de los Conquistadores
(Donde se mencionan las altas virtudes, apacible carácter, mansedumbre cristiana y amor al prójimo que los señores Conquistadores dejaron olvidados en alguna parte, porque a América llegaron más o menos desnudos de tales atributos)
Como prometí la vez pasada, voy a contar a vuestras mercedes cómo fue que murieron los señores Conquistadores. Pero antes de hablar de sus muertes valdría la pena hablar un poco de lo que hicieron en vida, y eso se puede resumir en dos rebuznos, como sigue.
Los gloriosos Conquistadores eran, con algunas honrosas excepciones, gentuza que había fracasado en su tierra, sea por lo que fuera: falta de cerebro, mediocridad, exceso de rebeldía, mala crianza, poca educación, torpeza en el arte de la intriga, mucha vulgaridad, timidez excesiva, lengua demasiado suelta o simplemente ineptitud para el trabajo y los negocios. Los que eran inteligentes tenían casi siempre problemas temperamentales o sicológicos que los convertían en inadaptados o resentidos, y como en esa época no existían los sicoanalistas, no les quedaba más remedio que hacerse una terapia de viajes y aventuras. Los demás, la inmensa mayoría, eran por lo general mal educados, burdos, groseros, atrevidos, mentirosos, violentos, envidiosos y cabrones. Dicho sea con respeto de las señoras y señoritas.
Habían firmado contratos con el Rey, quien les había dado "licencias" o "patentes" o "títulos" de Descubridores y de Adelantados. De este modo, no exento de frescura y desvergüenza, les había otorgado el "derecho" de tomar posesión de tierras que ni siquiera se sabía si existían y la "potestad" de decidir sobre la vida y la muerte de todas los seres vivientes que encontraran en sus "empresas de descubrimiento". Yo recuerdo que en aquel período de febriles preparativos, cuando nos reuníamos en los establos, a altas horas de la noche, los burros y las mulas nos cagábamos de la risa (siempre con respeto de las señoras y señoritas) comentando los textos absurdos de estas licencias arrogantes y estúpidas:
"Yo, el Rey (aquí seguían tres párrafos de títulos que eran un inventario de todo lo que se había robado antes), digo que Fulanito de Tal es mi Adelantado y como tal lo nombro para que en mi nombre descubra y tome posesión de todo lo que encuentre hasta doscientas leguas al sur de la isla de Santa Mengana, entre el Golfo de San Perencejo y la Península de Santa Zutaneja".
Porque eso sí: a todas las tierras que se robaban les ponían nombres de santos y de santas, con muchas misas y mucho humo de incienso para disimular el mal olor.
Así pues, cuando un aventurero desesperado por el desempleo, el analfabetismo y el hambre, o perseguido por los alguaciles que le iban a cobrar las deudas, o acosado por los clientes a quienes había engañado con sus malas artes de leguleyo, o en fin, marginado de la sociedad por culpa de sus antecedentes con la justicia, llegaba al extremo de tener que irse de su España querida, se conseguía con algún compadre una recomendación y a punta de intrigas, mentiras y lagarterías le sacaba al Rey una "licencia" de esas. Con ese papelito corría donde los señores prestamistas o "banqueros" y se conseguía un préstamo de cinco mil o diez mil ducados para armar la expedición (porque el Rey podía ser hinchado como un pavo, pero no era imbécil: él ponía solamente la autorización, pero la plata la tenía que poner el socio capitalista).
Una vez conseguido el dinero, a altas tasas de interés (los banqueros eran por lo general alemanes, pero cobraban intereses como si fueran suecos), el glorioso Adelantado reclutaba una partida de facinerosos dispuestos a cualquier cosa con tal de trepar un poquito en la escala social. A este grupo de asaltantes de horca y cuchillo se agregaba un escribano (casi siempre un tipo engreído, codicioso y mezquino cuyo único mérito era saber leer y escribir), uno o dos frailes piadosos encargados de evangelizar por las buenas o por las malas a todos los nativos a quienes se iba a despojar de sus bienes, y una tripulación valiente y experta que fuera capaz de llevar a esta pandilla al otro lado de los mares ignotos e insondables, luchando con fieras marinas descomunales, dragones horripilantes y tormentas apocalípticas, por las regiones tenebrosas del miedo y la incertidumbre. Los que sobrevivían a todos esos peligros, a las pestes y los naufragios, a los huracanes y al Triángulo de las Bermudas, y lograban arribar a alguna isla remota del Nuevo Mundo, entraban al mundo espeluznante de sus propios odios homicidas, envidias corrosivas, codicias insaciables, apetitos desmedidos, rencores amargos y furias desatadas por la oportunidad del saqueo que los había de convertir en "señores".
A veces el grupo de salteadores tenía suerte y se les colaba un sujeto de buena calaña que lograba dejar testimonio de la Conquista con una obra literaria de valor, como fue el caso de Don Alonso de Ercilla y su maravilloso poema La Araucana; o un santo varón, que resultaba defensor de los Derechos Humanos, como lo fueron el Padre Montecinos y nuestro gran amigo Fray Bartolomé de las Casas, cuya santidad se certifica por el hecho de que el Vaticano se ha negado a beatificarlo.
Una vez armada la empresa, había que llegar a las tierras desconocidas, "descubrirlas", saquearlas, reunir el dinero para pagar el préstamo (porque los banqueros eran alemanes, pero cobraban con tanta puntualidad como si fueran suecos), y repartir las ganancias.
Por eso, lo primero que hacían los señores Conquistadores cuando se encontraban con un cacique indígena, era secuestrarlo y exigirle un rescate en oro. Por supuesto, ellos decían que esto no era un secuestro sino "una retención", y al indio le decían que estaba "retenido" y que por favor no fuera a pensar que estaba secuestrado. Este cambio mágico de palabras lograban hacerlo gracias a la ayuda de abogadillos inmorales, leguleyos de mala clase y tinterillos de poca monta, que en su país se habrían muerto de hambre si hubieran tenido que ejercer la profesión de la Ley. Fue así como se originó la tradición de secuestrar gente a diestra y siniestra y la costumbre de llamar "retenciones" a los secuestros que hace uno, y "secuestros criminales" a los secuestros que hacen los demás. Y la regla de oro de esta nueva concepción del Derecho de Gentes, según se aplica hoy en un país de bárbaros de cuyo nombre no quiero acordarme, puede expresarse así: "hazle una retención a tu prójimo, antes de que él te haga un secuestro".
Una vez que el "retenido" pagaba el rescate lo asesinaban, porque les parecía mucho trabajo y excesivo gasto dejarlo libre y consideraban que no era ningún pecado faltar a la palabra empeñada con un rey indígena. Aquí también recurrían a los servicios del tinterillo oficial de la expedición, que con muchos artículos, párrafos, latinajos, parágrafos, acápites, ítems, capítulos y cánones declaraba solemnemente que el indio retenido era "enemigo de Dios y del pueblo" y que por tanto era justo mocharle la cabeza. De aquí nació la tradición de justificar cualquier asesinato con el argumento de que el muerto era malvado. A los señores indígenas se les acusaba de ser "idólatras, homosexuales, caníbales y drogadictos" y con esto quedaba santificado quemarlos estrangularlos, robarles su mujeres, descuartizarles los hijos y despojarlos de sus tierras y de sus haberes.
Probablemente la "retención" más famosa fue la que Francisco Pizarro, un criminal analfabeto, le armó al Inca Atahualpa. Primero hizo que los súbditos de Atahualpa llenaran una gran habitación con objetos de oro de valor incalculable, bajo la promesa de que una vez pagado el rescate el emperador "retenido" sería puesto en libertad. Una vez que tuvo el tesoro en sus manos, Pizarro armó un proceso para juzgar a Atahualpa por el delito de herejía y crímenes contra Dios, y lo hizo estrangular con un aro de hierro. Este suplicio se llama tradicionalmente "pena de garrote", y fue usado en España hasta hace muy poco tiempo. Por ejemplo Francisco Franco, "Caudillo de España por la Gracia de Dios", lo aplicó muy pocos días antes de irse al infierno, contra anarquistas y comunistas.
En México fue "retenido" Cuauhtémoc, soberano de los aztecas. Lo amarraron como si fuera un tamal y le pusieron los pies a asar en una parrilla para que dijera dónde estaba el oro que buscaban. Al mismo tiempo pusieron al fuego a varios servidores de Cuauhtémoc. Uno de ellos no pudo aguantar el dolor y comenzó a quejarse. El rey azteca lo miró con desprecio y le dijo: "Mi lecho no es de rosas", con lo cual el que se quejaba se calló, avergonzado. Algunos historiadores hispanistas invocan estas palabras, naturalmente, para probar que los soldados de Hernán Cortés no tocaron a los indios ni con el pétalo de una rosa. Dicen, además, que Hernán Cortés era un hombre letrado, culto, inteligentísimo. Yo digo a vuestras mercedes que tres siglos y medio después de haber conocido a Cortés tuve el honor de llevar en mi lomo a un hombre pequeñito, de enormes ojos claros, que luchaba por la independencia de su patria. Se llamaba José Martí y su palabra ardiente todavía me zumba en las orejas y me trae consuelo al corazón. Yo le oí decir: "La inteligencia sin virtud no es más que azote y crimen". Y esa frase lapidaria, creo yo, pone en su sitio para siempre a los conquistadores inteligentes como Cortés y a los leguleyos infames que inventaron la argumentación jurídica de la Conquista.
Las "retenciones" eran cosa de todos los días. A un cacique le "retuvieron" su hija y lo obligaron a entregarla en matrimonio a un Conquistador, con lo cual éste quedó dueño de todo el oro de la tribu y se apoderó de los pobres indígenas, que sucumbieron como esclavos, bajo el látigo feroz del nuevo amo. A otro le "retuvieron" su hijo y le obligaron a firmar una alianza militar para poder aniquilar a una tribu guerrera que no se quería dejar robar. En el Darién "retuvieron" a una viejita del pueblo Tule (cunas) y le dieron palo hasta que confesó dónde estaba el cementerio con las tumbas de los antepasados, que luego profanaron y destruyeron para quedarse con el oro. Así se fueron haciendo ricos, y en la misma proporción en que llenaban de oro la bolsa, iban llenando el alma de infamias y crímenes.
Más aún: a la hora de repartir las ganancias era muy útil reducir el número de socios, para que le tocara más a cada accionista. Esto se lograba con ayuda de intrigas, mentiras, rumores, calumnias, acusaciones falsas, procesos fraguados y felonías de toda laya. Si estos métodos pacíficos fallaban se recurría a cuchillos, espadas, pistolas, puñales, venenos, emboscadas, asaltos nocturnos, confesiones obtenidas mediante tortura, "retenciones" y otras técnicas apropiadas. Toda esa parafernalia de muerte ha recibido el nombre de "la caja de herramientas del Conquistador". Todavía hoy se emplea, y algunos doctores que conozco han agregado a este instrumental el teléfono y el fax.
En resumen: los gloriosos paladines de la civilización se asesinaron los unos a los otros, con pocas excepciones. El Padre Zamora, que fue testigo de estas aberraciones como lo fui yo, resume de esta manera el resultado de estas luchas:
"Funestas y ejemplares fueron las muertes que tuvieron los más Conquistadores de esta América. Blasco Núñez de Balboa que descubrió el Mar del Sur, murió degollado por sentencia de Pedro Arias de Ávila, su Suegro. El Marqués D. Francisco Pizarro, y Diego de Almagro, con muertes violentas; éste con garrote en una cárcel; y aquél a puñaladas, en su casa. Hernando Pizarro, después de haber mandado ahorcar y degollar a muchos de sus compañeros, le cortaron la cabeza, por su rebelión. Su Maestre de Campo, Caravajal, cruelísimo y sangriento tirano, quien quitó afrentosamente las vidas a muchos de los primeros Conquistadores, número que llegó al de 340, murió en la horca."
Aquí debo anotar que los hermanos Pizarro se hicieron una guerra traicionera los unos a los otros y contrataron sicarios para asesinarse entre sí.
"Francisco Hernández Girón, que aconsejó a Don Sebastián de Belalcázar que degollara al Mariscal Jorge Robledo, habiendo logrado su parecer, tuvo la misma muerte, con pregón afrentoso. Belalcázar, que pasaba a España, sentenciado a muerte, la tuvo de pesadumbre en Cartagena. Rodrigo Bastidas murió de las puñaladas que le dieron sus soldados; que pagaron en la horca éste, y otros delitos. García de Lerma murió sin confesión, estando rodeado de Sacerdotes. A Ambrosio Alfinger mataron a flechazos los indios Chitareros."
Y eso fue de suerte, porque los propios compinches de Alfinger ya estaban a punto de coserlo a puñaladas cuando llegaron las flechas de los chitareros y lo salvaron de esta traición.
"Nicolás de Federmán murió ahogado, y la misma muerte tuvo Don Pedro de Heredia. A los dos hermanos Quesadas mató un rayo, estando jugando a los naipes;"
Sí señor: iban encadenados, con grilletes en los pies, en un barco que los llevaba a España, donde los iban a decapitar por asesinos y ladrones. Pero cerca de las costas de Santa Marta, ¡suáz! vino un rayo y les chamuscó el esqueleto.
"y en otro juego de cañas, cayó muerto de un cañazo el Capitán Gonzalo García Zorro."
Los "juegos de cañas" eran los torneos de los Conquistadores. Como querían copiar a los caballeros feudales, hacían torneos al estilo medieval. Pero como no tenían lanzas apropiadas, usaban cañas de guadua los más principales y simples cañas de maíz los más pobres. Pero eran tan bestias, que en cada torneo resultaban tres o cuatro muertos.
"Alvaro de Hoyón murió en la horca en Popayán"
porque había traicionado y asesinado a su propio jefe, el capitán Sebastián Quintero. Junto con el traidor fueron decapitados quince o veinte de sus amigotes, todos muy facinerosos.
"...y Pedro de Añasco, atravesada una soga en las quijadas, con que lo llevaba arrastrando de pueblo en pueblo la Cacica de Timaná".
Como vuestras mercedes recordarán, el tal Pedro de Añasco había asesinado al papá, al marido y a los hermanos de la Señora Cacica, y por eso ella se volvió una fiera sedienta de venganza.
"Sólo el famoso Hernán Cortés y nuestro Adelantado Don Gonzalo Jiménez de Quesada murieron en cama con los Sacramentos; aunque señalado Quesada, con la muerte de lepra, que se ha visto raras veces en estas tierras".
Y con esto queda resumida al historia de estos ladrones. Eran cientos y cientos, y se pueden contar con las herraduras de mis cascos lo que murieron de muerte natural. Que Don Satanás los tenga en su Parrilla Eterna. Amén.
La próxima vez les voy a contar cómo eran y qué hacían los Señores Indígenas y sus distinguidas esposas y amados hijitos. Entretanto, reciban vuestras mercedes mis mejores rebuznos de amistad y consideración.
Pantxo de Vizcaya, el Orejón