Memorias de un burro

I- Los señores caballos de los conquistadores
(Donde se trata de los méritos y servicios prestados por los burros, los piojos, las pulgas, los microbios y otros héroes similares en la Conquista de América)


En primer lugar quiero dar las gracias a Don Carlos Vidales, quien me ha prestado su ordenador para que yo pueda comunicarme con vuestras mercedes. Don Carlos dice que nosotros los burros somos los sujetos más honrados del mundo, porque no vivimos del trabajo ajeno y nunca rebuznamos los unos contra los otros, como hacen algunos humanos.

En segundo lugar, debo presentarme. Me llamo Pantxo y soy un burro de Vizcaya. Los que no entiendan el euzkera me pueden llamar Pancho. Y no me tergiversen: no estoy diciendo que todos los que nacieron en Vizcaya son burros, porque allí también han nacido perros, gallinas, cucarachas y gente; y tampoco estoy diciendo que todos los burros son vizcaínos, porque en todas partes nacen burros. Incluso hay lugares, como Santafé de Bogotá, donde se nos tiene tanta estimación y respeto, que a cualquier burro le dicen "doctor".

Ahora bien. La razón por la cual escribo estas Memorias, es que ha caído en mis cascos un poema de Don José Santos Chocano, en homenaje a mis primos, los caballos de los conquistadores. Y este poema contiene algunas inexactitudes que me veo obligado a refutar y corregir, en honor de la verdad y la justicia. Veamos:

Con perdón de vuestras mercedes digo que eso de los "cascos musicales" suena un poco ridículo: la Conquista no fue una fiesta, y los señores caballos que trabajaron en ese negocio no fueron contratados para bailar flamenco. La única bailaora de todas esas bestias fue la yegua predilecta del conquistador Don Diego de Nicuesa, hombre noble, de genio alegre y festivo, muy amigo de la guitarra, de las baladas y de los romances. Don Diego había amaestrado a su yegua para que bailara al son de la viola y ella lo hacía con mucha gracia, no lo voy a negar. Pero eso fue un caso excepcional. Los otros pobres rocines arrastraban las patas, cansados, derrengados, muertos de hambre, flacuchentos, y cuando la cosa se ponía crítica, entonces los señores conquistadores desenvainaban la tizona, la afilaban en alguna piedra, cercenaban los pescuezos finos y las ancas relucientes, trozaban los cuerpos, ponían los trozos en algún asador improvisado y se comían a los épicos caballos andaluces. Yo recuerdo que durante la conquista de Santa Marta, el hambre fue tan grande que un soldado raso se robó un caballo del capitán Gómez del Corral y se fugó con la bestia muerta y medio destrozada y parece que se fue a vivir al monte, en el fondo de alguna caverna oscura, porque nunca más volvimos a verlo.

A mí no me comieron, porque ellos tenían un refrán que decía: "Perro no come perro y conquistador no come burro". Pero no siempre cumplían con este santo precepto: recordemos que un fraile goloso cometió la monstruosa bestialidad de comerse a un tío mío, conocido como el Primer Burro de la Conquista, el más veterano de todos nosotros, un asno heroico que había acompañado a Hernán Pérez de Quesada en la penosa búsqueda de El Dorado. Así lo cuenta en sus Elegías Don Juan de Castellanos, testigo de este crimen horrendo:

Pero volvamos a Don José Santos Chocano, cuya visión romántica de la Conquista es verdaderamente conmovedora:

Muy bonito. O sea que la Conquista la hicieron los guerreros y los caballos, y nadie más. ¿Y los burros? ¿No les cargamos nosotros, partida de desgraciados, sus arcabuces y sus espadas y sus tesoros robados a los indios y sus muertos y sus víveres y sus chécheres y sus concubinas y sus armaduras y sus trofeos infames? ¿No tiramos de los carros y de las carretas y de los cañones y de los grandes ídolos de piedra y de oro? ¿No nos hundimos hasta las orejas en el lodo y la sangre de las masacres, ayudando a rescatar con vida a un asesino analfabeto, a un licenciado en leyes, a un fraile sibarita o a un santo varón, que lo mismo daba que fuera ángel o demonio, siempre que fuera "de los nuestros"? ¡Ahora resulta que la Conquista fue un asunto de caballos y caballeros solamente! ¡Ahora resulta que las chivas y las cabras y los cerdos y las moscas y pulgas y piojos que nos acompañaron sufriendo mil penalidades a través del océano no hicieron nada! ¡Y los microbios de la peste y de la viruela y de la influenza y del cólera no hicieron nada! ¡Y los perros de presa que despedazaban indios por millares en las batallas iniciales de la Conquista no hicieron nada! ¡Y los ratones y ratas que invadieron el Nuevo Mundo, merodeando y transportando sus pestes hasta las provincias más remotas, no hicieron nada! ¡Y el alcohol y la codicia y la crueldad y la corrupción, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, la Vanguardia de Todas las Conquistas, las Cuatro Glorias de Todos los Imperios, no hicieron nada!

Y mis primas, las mulas, orgullosas y retrecheras, ¿no hicieron nada? Y las señoras gallinas, abnegadas y sufridas, que ponían los huevos para la marcha penosa por bosques y montañas, ¿no hicieron nada? Y los Padres Predicadores y los misioneros y los verdugos y los cronistas y los estafadores que cambiaban barras de oro por bolitas de vidrio, ¿no hicieron nada? Pues no, señor, nada: solamente hubo caballeros gloriosos y caballos bailarines, con "cascos musicales".

Ya sé: dirán vuestras mercedes que no es posible hacer poesía con burros y piojos y gallinas y moscas. Dirán que un caballero iluminado por la gloria es poético, pero un cuidador de cerdos analfabeto en trance de violar a una india es muy prosaico. Dirán que es poético un caballo andaluz con un tipo cubierto de latas sentado en su lomo, pero que es muy prosaico un burro cargando un baúl lleno de Biblias, instrumentos de tortura y balas de arcabuz. Dirán que la rosa es poética, y que la yuca es prosaica. Pues si piensan así, será que no habrán leído "La Araucana" de Don Alonso de Ercilla, o las "Odas Elementales" del Camarada Pablo Neruda. Y para no ir más lejos, oigan vuestras mercedes cómo describe Don Juan de Castellanos, uno de los grandes poetas de la Conquista, en sus Elegías, la decisiva participación de un hijo mío en una emboscada que el capitán Bartolomé Camacho les armó a los taironas, en 1536:

Aterrorizados por los rebuznos de mi hijo, los taironas sufrieron una derrota completa, y Don Juan de Castellanos pudo escribir su poema. Aprendan pues, vuestras mercedes, que para los grandes poetas nada es prosaico, precisamente porque los sucesos más maravillosos del mundo ocurren siempre de una manera prosaica. Y no rebuznemos más sobre este punto.

Hablemos ahora de las "gloriosas herraduras" que los caballos "estamparon" por todas partes, como dice con tanta gracia Don José Santos Chocano. Pues han de saber vuestras mercedes que la codicia y la miseria se juntaban, y no había hierro para hacer herraduras y calzar decentemente a las bestias, porque a los señores conquistadores sólo les interesaba el oro. El mismo Castellanos cuenta (Elegías, Canto IX), a propósito de la batalla librada el 20 de enero de 1540 entre las fuerzas ibéricas del capitán Martín Galeano y los valientes guanes comandados por el cacique Charalá, que la caballería llegó muy retardada al combate, y a casco pelado, pues las bestias habían perdido sus zapatos:

Cualquier burro con dos cuartas de frente sabe que el oro es demasiado blando para hacer herraduras. Pero era lo único que había disponible en aquel tiempo de miserias.

Continuemos con Don José Santos Chocano:

¡No es cierto! El caballo de Balboa ya no daba más del agotamiento. Pero una yegua joven, que iba cargando unas espadas y unas lanzas, dio un relincho que nos asustó a todos y las orejas se le pusieron grandes como hojas de plátano. Tenía los ojazos desorbitados y la crin erizada, y cuando miramos en la dirección en que ella apuntaba con el belfo húmedo, vimos desde la altura en que nos encontrábamos, a través del follaje tupido, la más grande cantidad de agua azul que ojos algunos hayan visto en este planeta y quedamos lelos y estupefactos como lengua mortal decir no pudo. Fue ella y solamente ella, la yegua Rosita, la descubridora del Océano Pacífico. Y aprovecho aquí para contar, de paso, que con esa yegua encantadora tuve yo un entrevero delicioso, una noche mágica de 1514. Lo recuerdo muy bien porque esa noche, sin luz de luna en las hojas, los árboles habían crecido, y un horizonte de perros ladraba muy lejos del río. Como vuestras mercedes podrán imaginar,

aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por burro,
lo que en la oreja me dijo:
mi discreción de jumento
me hace ser muy comedido.
Me porté como quien soy:
como burro vizcaíno.
La regalé una montura
grande, de estilo morisco,
y no quise enamorarme
porque teniendo rocino,
me dijo que era potrilla
cuando la llevaba al río.

Muchas décadas más tarde mi buen amigo Federico, poeta andaluz, se inspiró en esta aventura mía para inmortalizar sus yuntamientos con una casada infiel. Cosas veredes, Sancho.

Pero hay todavía más, si cabe. Dice el poeta Santos Chocano:

Nada de eso, señores. Lo que pasó fue que el caballo de Quesada se asustó tanto al ver el Salto del Tequendama, que cayó sentado de culo encima de lo que otros caballos y burros habíamos producido después del desayuno, y resbalando, resbalando,

No paró del resbalón hasta llegar a Honda, donde el Adelantado Don Gonzalo Jiménez de Quesada, enfermo de pesadumbre y de lepra, se bajó del caballo en ruinas y esperó pacientemente la muerte, que le llegó cuando tenía apenas ochenta años de edad. Suerte tuvo, porque casi todos los demás conquistadores murieron de mala muerte, traicionados, apuñalados, ahorcados, descuartizados, envenenados, macheteados por sus propios compañeros, como es costumbre entre conquistadores. Pero esa es otra historia, que otro día les contaré. Y basta por hoy, porque los burros viejos no somos bichos de rebuzno largo.


Pantxo de Vizcaya, el Orejón