Esto pasó hace mucho tiempo, cuando todavía no teníamos virrey, sino Presidente del Reino. Los señores Oidores, siempre enredados en intrigas, envidias, peleas de leguleyos y disputas imbéciles para decidir cuál era más doctor, más fino, más de buena raza y más letrado, vivían vigilándose los unos a los otros, haciéndose zancadillas, inventándose chismes, criticándose por detrás y haciéndose los amables por delante. Eran eternos rivales los unos de los otros, hipócritas, egoístas, solapados, mezquinos, taimados y zalameros. O sea, más o menos como son los lagartos políticos de ahora, pero un poquito menos peor.
A mí me gustaba ver toda su miseria humana porque, al fin y al cabo, uno aprende cosas útiles observando, calladito, el fondo del alma de esos muladares con pies que van por el mundo haciendo alardes de finura, disfrazados de gente, como grotescas caricaturas de los más ridículos pecados del hombre: la fatua vanidad y el afán de figuración. Por eso me conseguí el empleo de Portero Mayor de la Real Audiencia y así, en silencio y discreción, pude ver a estos cagatintas moviéndose como ratas, durante años, por los corredores oscuros del poder colonial.
Pero Dios castiga. Y el Pueblo también. Oigan esta historia y aprendan la moraleja. Bajen el volumen de la tele, paren la oreja, siéntense en un sillón cómodo y atiendan. El 23 de agosto de 1597 tomó posesión del cargo de Presidente el Doctor Francisco de Sande, tinterillo maligno, antipático y despiadado. Había logrado colocarse en la línea de sucesión mediante las más ruines intrigas contra sus colegas y rivales, acaso tan codiciosos como él, pero menos hábiles en el arte de trepar. Era Caballero de la Orden de Santiago y había sido Oidor en la Audiencia de México, Gobernador de Filipinas, Presidente de Guatemala y pesadilla de todos los súbditos que tuvieron la desgracia de sufrirlo.
En Santafé había por esos días varios oidores que se hallaban bajo investigación, acusados de corrupción por el riguroso Oidor Don Alvaro Zambrano. Se suponía que terminarían en la cárcel. Pero cuando el Rey Nuestro Señor, que Dios guarde, llamó a España al Doctor Zambrano para que se hiciera cargo de la Fiscalía del Consejo y le limpiara la Corte de cucarachas, Don Francisco de Sande asumió su cargo de Presidente y de inmediato anuló los sumarios y procesos, convirtió a los reos en sus compinches, los repuso en la dignidad de Oidores y, en suma, instaló en el poder a una partida de forajidos.
Ni siquiera Quevedo hubiera imaginado esta novelita, ¿sí me entienden? El Doctor Sande, hinchado de vanidad como un pavo, engreído e incapaz, turbio, agrio, malévolo, estableció un gobierno de terror contra los débiles y los humildes y un sistema de recelos y desconfianzas, calumnias y canalladas contra los mismos que le habían ayudado a encaramarse en la silla presidencial. Muchas veces, espiando las sesiones de la Audiencia a través de la abertura que dejaba la puerta entornada, yo ví a uno que otro Oidor con los cachetes rojos de la ira, con una lágrima gorda rodándole por la mejilla de pícaro, conteniéndose para no asesinar a golpes al odioso Doctor Sande. Muchas veces vi yo al Doctor Sande, con su rostro frío de color de mierda seca, provocar, humillar, cubrir con mezquinas acusaciones paranoicas e insultantes a algún Oidor, a algún secretario, a algún amanuense. Fuera de las puertas de la Audiencia la situación era aún peor porque el Doctor Sande ordenaba castigos y escarmientos, persecuciones, disciplinas y penitencias horrendas contra los pobres y honrados habitantes del reino. Vivía convencido de que todos y cada uno de ellos era un malvado, que las intenciones de cada ser humano eran las peores, y le bastaba con imaginar que un pobre campesino estaba robando en cualquier finca, para decidir de inmediato que se le colgara de una horca o que se le dieran doscientos azotes. Nunca se le oyó decir algo bueno de otro prójimo. Si alguien le saludaba con amabilidad, esto era suficiente para sospechar que detrás de la cortesía había una maldad emboscada. Si alguien era elogiado en su presencia, por haber hecho algo interesante o digno de encomio, esto era motivo para iniciar una campaña de infamias contra ese ciudadano que había tenido la vileza imperdonable de hacerse querer, o admirar, o respetar. Porque han de saber vuestras mercedes que los sujetos que son poco y dicen ser mucho, suelen llevar en el fondo de su alma maldita un rencor horrible contra el resto de la humanidad. Así era el Doctor Sande y por eso el pueblo, sabio y justo, lo bautizó por los siglos de los siglos con el nombre de Doctor Sangre.
Y al fin parió la puerca. O sea, al fin se acabó la función. Los propios cómplices del Doctor Sangre se cansaron de tanta infamia y se quejaron a la Corte. El Rey Nuestro Señor, que Dios guarde, decidió mandar Visitador para abrir una causa de investigación, y para ello eligió al Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca, hombre famoso por su honradez y su sensibilidad. Todo el reino lloró de alegría, con la sola excepción del Doctor Sangre: él lloró de rabia.
Lo primero que hizo el Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca al llegar a Santafé, fue bajarse del caballo. Después se instaló en una casona que le habían preparado los señores Oidores, en la Calle Real, se echó un poco de polvos de talco en la cara para tapar la mugre del camino, se sacudió los piojos (que venían agotados del largo viaje, desde España, asfixiados bajo la peluca), y dictó a su secretario la primera resolución de su visita. Esta se reducía a una orden terminante: que el Doctor Sangre se retirase inmediatamente a la Villa de Leiva, y que allí permaneciese, a la espera del resultado de las pesquisas, sin hablar con nadie, para evitar presiones indebidas, tráfico de influencias y otras trampas.
Un ujier llevó la orden al Doctor Sangre, quien declaró solemnemente que acataba y obedecía, como súbdito fiel del Rey Nuestro Señor, que Dios guarde. En efecto, más rápido que ligero organizó un baúl con ropas, utensilios y otros chécheres, hizo enjaezar cuatro mulas para él, dos sirvientes y los equipajes, y se puso en marcha para la Villa de Leiva.
Iba de buen humor y muy satisfecho de sí mismo. Porque a la hora de cerrar su baúl había dicho a los Oidores que se encontraban rodeándolo para darle la despedida:
— No deben preocuparse Vuestras Mercedes, porque mi causa tendrá buen fin y yo estaré muy pronto de regreso, ocupando nuevamente mi silla presidencial.
— ¿Cómo puede ser eso? —, preguntaron intrigados, entre otros, los Señores Oidores Don Diego Gómez de Mena y Don Luis Henríquez.
— Porque yo he comprado la conciencia del Señor Visitador, pagándole unas barras de oro a cambio de que me declare inocente —, respondió tranquilamente el Doctor Sangre.
Los Señores Oidores guardaron silencio, aterrados, y ni siquiera atinaron a responder cuando el malvado los abrazó, se despidió cordialmente y se encaramó en la mula.
Pero apenas el Doctor Sangre desapareció a la vuelta de la esquina, en ancas de su mula fina, los Señores Oidores corrieron a la carnicería, y a la mercería, y a la carbonería, y a la panadería, y a la botonería, y a la herrería, y a la sacristía, y a la chichería, y a la droguería, y a muchas otras partes terminadas en "ía" o en lo que fuera, que para el caso daba lo mismo, y en todas partes regaron el chisme de que el Señor Visitador Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca estaba en complicidad con el maldito Doctor Sangre, y que el pillo iba a ser declarado inocente a cambio del pago de unas barras de oro.
Antes de que la noche santafereña se desplomara sobre los tejados, con su negrura infinita y sus millones de estrellas frías y lejanas, ya toda la población de la capital estaba enterada del chisme, y por lo menos una docena de jinetes habían salido al galope, para llevar la noticia del escándalo a todos los rincones del Nuevo Reino de Granada. Porque eso sí: a nosotros, files súbditos del Rey Nuestro Señor, que Dios Guarde, nos podrán amarrar, encarcelar y mutilar; pero no hay fuerza en el mundo que nos pueda obligar a tener la lengua quieta.
Por eso iba tan contento, haciendo bailar el culo flaco sobre su mula fina, el Doctor Sangre, feliz de haber destruido el nombre y buena honra del juez que lo ibaa juzgar.
Lo que pasó después ya lo saben vuestras mercedes, porque son gente instruída y leída. Pero yo les voy a contar la historia entera, por si acaso la han olvidado.
Cuando el Señor Visitador Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca supo la calumnia que se decía de él, y cuando supo que todo el pueblo de Santafé la repetía en todos los tonos y todas las variantes posibles, y cuando supo que doce jinetes veloces recorrían el reino regando a los cuatro vientos la horrible y venenosa infamia, entonces ordenó que el Doctor Sangre regresara de la Villa de Leiva en el término de la distancia, lo cual se cumplió, y se presentara ante el Arzobispo, lo cual se cumplió, y se desdijera de su calumnia, lo cual no se cumplió porque el muy cabrón tuvo el cinismo de decir que lo que había dicho era cierto, que incluso las barras de oro ya habían sido entregadas por sus propias manos a las manos del Señor Visitador, y que el valor del soborno ascendía a cinco mil pesos de buen oro. Entonces -¡oigan bien y entiendan y aprendan!-, entonces el pobre Señor Visitador se tiró de los pelos de la peluca y la peluca salió volando por los aires, y se llevó las manos al pecho y el pecho le reventó de indignación, de ira y de cólera, y se llevó las manos al rostro y el rostro se le congestionó hasta ponerse morado y azul y verde, y alzó las manos y gritó al Cielo, y desde el Cielo fue oído por Dios Nuestro Señor Omnipotente y Misericordioso, porque el grito que dió fue terrible:
— ¡Juro por mi alma que soy inocente! ¡Y aquí, ahora, a la hora de mi muerte, cito y emplazo al Doctor Sande, mi calumniador, para que comparezca conmigo dentro de nueve días, a contar desde el momento en que yo exhale el último suspiro, ante el Eterno Tribunal de Dios, a responder de este crimen! ¡En ese Tribunal Supremo no caben falsedades ni engaños, y allí resplandecerá la verdad, y allí espero al Doctor Sande dentro del plazo señalado! ¡Queda emplazado!
Y dicho esto, o más exactamente, gritado esto, cayó al suelo bajo el efecto del patatús, el síncope, la apoplejía, el accidente, el colapso, la congestión, el infarto, la convulsión, el vahído, el soponcio, la conmoción y el descalabro. Entró en agonía larga y dolorosa, y la gente murmuraba en los corrillos que el Doctor Sangre había envenenado al Visitador. Yo no sé si esto era cierto o no; pero sí recuerdo que la misma mañana en que murió Don Andrés Salierna de Mariaca, después de cuatro días de horribles sufrimientos, el Doctor Sangre le preguntó a un amigo suyo que venía de visitar al Visitador: "¿No acaba el diablo de llevarse a ese ladrón?" Después, haciendo cuentas, vimos que estas palabras fueron pronunciadas exactamente en el mismo instante en que el pobre Don Andrés Salierna de Mariaca exhalaba el último gemido. Que Dios lo tenga en su Santa Gloria.
La noticia de la muerte del Señor Visitador se regó por el reino más rápidamente que el rumor del soborno, de manera que en los lugares más remotos del territorio los habitantes tuvieron que esperar varios días a que llegaran los mensajeros que traían la calumnia, para poder entender por qué diablos se había muerto el Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca.
Más todavía: la información de que el Señor Visitador había citado al Doctor Sangre a comparecer ante el Tribunal de Dios en el plazo de nueve días, fue lo primero que llegó a todas partes. Como ya dije, la citación se hizo en presencia el propio interesado: el siniestro, miserable y despreciable Doctor Sangre. Pero él no se inmutó. Y para demostrar que le importaba un rabanito la cita mortal, apenas oyó las campanadas de la catedral que anunciaban la muerte de su juez, a eso de las once y media de la mañana del día 13 de septiembre del Año de Gracia de 1602, "se sentó a comer con mucho gusto, y aun dijeron los que se hallaban presentes que había dicho algunas cositas, que cada uno podrá adivinar". Así, con estas palabras, me lo contó Don Juan Rodríguez Freyle unas horas más tarde. Y el día del entierro salió al balcón, muy sonriente, muy fresco, muy burlón, a ver pasar el cortejo fúnebre que llevaba los restos del Doctor Don Andrés Salierna de Mariaca. Y estaba tan ocupado con su propia sonrisa, el muy bellaco, que no sospechó ni se imaginó la sonrisa siniestra que llevaba, adentro del ataúd, el cadáver de su juez, que iba llevando la cuenta inapelable de la citación.
Y en verdad lo digo: ya desde el pirmer día comenzaron a ocurrir cosas extrañas, aunque el Doctor Sangre intentara disimularlas con su aparente complacencia. Después de haber comido "con mucho gusto", como llevo dicho, el miserable se acostó a dormir la siesta, que en aquellos tiempos era costumbre obligada. Pero durmió muy intranquilo y sufrió calenturas y temblores y sacudimientos y sobresaltos. Su esposa, Doña Ana de Mesa, a quien el pueblo llamaba con respeto y generosidad La Presidenta, le preguntó luego qué le pasaba, y él respondió, según testimonio textual de Don Juan Rodríguez Freyle: "Pues no he dormido, señora, porque desde que me acosté he estado con el licenciado Mariaca en muy grandes disputas y diferencias, de que salí muy enfadado, y no me siento bueno. Mírame este pulso, que me parece que tengo calentura".
La Presidenta le tomó el pulso y le dijo que no creyera en tonterías de sueños, pero constató, efectivamente, que había "una poquita de calentura". El Doctor Sangre pidió que le trajeran al licenciado Auñón, matasanos conocido y de confianza, quien llegó casi al instante, hizo un examen minucioso del enfermo, y diagnosticó una "calentura lenta" que requería el eficaz tratamiento de una purga. Afuera, en la calle, los corrillos de chismosos hervían de rumores: se decía que ya estaban comenzando a obrar los efectos del emplazamiento, palabra que todos pronunciaban santiguándose con sincera devoción.
Como vuestras mercedes son más jóvenes que yo, no tuvieron la fortuna de vivir esos gloriosos nueve días de espera. Todo el reino rezó la novena correspondiente y tomó asiento para ver pasar los minutos, las horas y los días, y para ir midiendo en silencio el transcurrir del plazo fatal. En todo el ámbito del Nuevo Reino de Granada no se trabajó, casi no se comió ni se bebió, y las gentes dormían por turnos para que siempre hubiera alguien de la familia despierto contando las horas. Y así, en medio de una tensión creciente e insoportable, se pasaron los nueve días, se llegó a la hora exacta en que había expirado el Señor Visitador, y entonces, en ese momento preciso del 22 de septiembre del Año de Gracia de 1602, el terrible Doctor Sangre cayó fulminado, patitieso, completamente cadáver, como quien dice occiso.
Se murió, mis amigos. Entregó las herramientas y estiró la pata. Yo lo vi caer en el abismo profundo de la muerte, porque me las arreglé para estar cerca del emplazado, minuto a minuto, con el pretexto de ayudar en lo que se necesitara. Cayó como un toro cuando le dan el puntillazo. Entonces yo, muy tranquilo, porque me había preparado para ese momento zampándome un litro de chicha en el cuerpo, me dirigí a la puerta de la Real Audiencia, la cerré por fuera con candado y clavé en ella el siguiente letrero:
Cerrado por causa de Justicia Divina |
Y después me fui a la chichería, donde estaba la mitad de la ciudad improvisando fiesta y parranda. Y todavía pasaron más cosas, para que aprendan todos. El día que íbamos a enterrar al Doctor Sangre, estábamos todos los santafereños reunidos, apretujados, en la Calle de la Carrera, y era tanto el gentío que aparte de las pulgas que traíamos puestas no cabía una más, y a eso del mediodía comenzó a avanzar el cortejo de Oidores, Secretarios, amanuenses, lagartos, oficialitos, curas, monjas y escolares de todos los pelajes. Y de repente se oscureció el cielo, y hubo ruido desde adentro de la tierra, y comenzó a llover con tenebrosa tempestad de truenos y rayos y relámpagos, y a todos nos entró un temor espantoso, y no faltó vieja que se accidentara, señorita que se desmayara, niño que se cagara ni perro que gimiera. Un viento fenomenal vino y abrió de un golpe el ataúd del Doctor Sangre, y el cadáver del miserable apareció ante los ojos espantados de la muchedumbre santafereña. No tenía señales de descomposición, pero su expresión era de infinito horror y miedo. Unas manchas parecidas a las de la sarna, el carranchín o el siete-luchas (porque en aquellos tiempos no existían las enfermedades elegantes de ahora) cubrían su frente y su pescuezo. La multitud heroica corrió a proteger sus casas y haciendas, y cada uno tomó posición de combate debajo de su cama. El cadáver infame quedó allí tirado, en medio de la calle, al viento y bajo la lluvia, durante toda la tarde siniestra, hasta el anochecer. A eso de las seis y media vinieron cuatro negros temerarios, esclavos del Doctor Sangre, recogieron sus restos, los empaquetaron lo mejor que pudieron en el féretro y los llevaron a enterrar a la iglesia de San Agustín.
Todavía durante muchas décadas después de estos ejemplares sucesos, los perros callejeros aullaban de pavor al pasar frente a esa iglesia, porque olían los efluvios de la perversidad que se filtraban por entre las rendijas de las losas funerarias.
Ya sé: alguno de ustedes me va a decir que todo esto son mentiras mías. No faltará quien amenace con revisar personalmente los libros de historia para controlar la veracidad de mis afirmaciones. Pues yo les digo que, aparte de lo que yo mismo ví y recuerdo, tengo el apoyo de otros testigos que han escrito sobre este episodio. Don Juan Flórez de Ocariz, en su Preludio, contó lo que vió y oyó; igualmente lo hizo el padre Fray Alonso de Zamora, en su Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada; mi amigo don Juan Rodríguez Freyle hizo una narración muy detallada en el mamotreto que escribió con el título de El Carnero; el historiador Pedro María Ibáñez cita otros documentos originales en sus Crónicas de Bogotá, y don José María Quijano Otero, en su Compendio de la Historia Patria (publicado en 1883), relata el acontecimiento. Prácticamente todos los historiadores que han tratado la época colonial con algún detenimiento se han referido al siniestro Doctor Sangre, a su muerte extraña y a sus funerales de espanto.
Y ya que estamos en confianza, les digo toda la verdad: yo soy el único personaje imaginario de este relato. Yo y mi cartelito en la puerta de la Real Audiencia. Todos los demás figurones son rigurosamente históricos. Pero no creo que haya motivo de quejas: si yo les iba a contar esta historia, por lo menos se me debía dar el derecho de inventarme a mí mismo. ¿No creen?
Estocolmo, noviembre de 1996.