Confesiones
de una culebra

3- El Virrey Solís, macho divino y santo varón
Un joven gozador y parrandero, más sabroso que el dulce de mora con cuajada, llega al Reino más aburrido del imperio español y entrega su cuerpo divino a una mulata caliente, su corazón a una criolla distinguida, su dinero a los pobres y sus restos a los Padres Franciscanos.

Voy a retomar el hilo de mi relato, no sin advertir a mis curiosos lectores que he tenido una discusión terrible con don Carlos Vidales. Según él, todo lo que yo escribo son chismes de alcoba, novelitas de cornudos y de alcahuetas que no merecen la menor consideración y que rebajan la historia a un nivel situado veinte centímetros por debajo de la línea de la cintura. "No eres más que una lombriz obscena y lasciva", me ha dicho don Carlos indignado; "tú, que dices ser el símbolo de la sabiduría y la encarnación del conocimiento trascendental, deberías dedicarte a explicar al vulgo ignorante las cosas importantes de la historia, como la lucha de clases, las leyes del desarrollo económico, la relación profunda entre el arte y la estructura social, la teoría del poder o cosas por el estilo, en lugar de gastar tu tiempo y mi ordenador en tus cochinas historietas de coños insaciables y maridos burlados. Si yo hubiera sabido que me ibas a hacer pasar esta vergüenza, jamás te habría prestado mis equipos ni te habría permitido usar mi acceso a la Internet. Mira bien lo que vas a escribir ahora, porque si sigues por el camino de la pornografía barata, te juro que me lo vas a pagar muy caro".

Yo me he limitado a contestarle, con mi proverbial sangre fría:

Y después de decir esto, sin darle tiempo a decir más idioteces, le conté la historia ejemplar y aleccionadora del virrey Solís, que es como sigue.

En 1747 ocupó el trono de España el joven Fernando VI, por muerte de su padre, el melancólico Felipe V. Dijeron entonces las viejas beatas, los cortesanos, los graves prelados y hasta el propio fraile Rávago, de larga y granulosa nariz, confesor del nuevo monarca, que éste era también un alma triste y sombría. Pero yo sé de fuente muy buena y segura que el muchacho había sido travieso y alegre. En sus mejores días, en efecto, y principalmente en sus mejores noches, había recorrido burdeles y ventas en compañía de su gran amigo de la infancia, don José Solís Folch de Cardona, Marqués de Castelnuevo y Conde de Saldueña. De esas correrías escandalosas hubo dos consecuencias importantes: la primera fue que el pobre don Fernando quedó con unas úlceras incurables en el adminículo de la virilidad (dicho sea con perdón de los historiadores dialécticos); y la segunda fue que la amistad entre el Príncipe y don José Solís quedó sellada a fuego por este secreto compartido, que nunca nadie había revelado hasta hoy. O sea que además de ser "hermanos de clase" se hicieron hermanos de burdel.

Don Fernando se casó con doña Bárbara de Braganza, de la casa de Portugal, por aquellas cosas de los intereses de Estado, pero desde el primer momento se supo que el nuevo rey no podría tener hijos. Los médicos de la Corte dictaminaron, además, que no le quedaban muchos años de vida. En esas condiciones los nobles intrigantes, los curas hipócritas y los envidiosos que nunca faltan se propusieron separar a los dos amigotes porque temían que don José Solís se convirtiera en una especie de regente tras las cortinas del palacio, valiéndose de su gran amistad con Fernando. Tanto presionaron, que al fin acabaron por obligar al rey a sacar a su gran compinche de España. Pero Fernando, que era leal con su amigo, no lo sacó en calidad de desterrado sino en calidad de Virrey del Nuevo Reino de Granada. Y así fue como llegó a las tierras americanas ese joven simpático y calavera.

Gobernó la Nueva Granada durante ocho años, desde 1753 hasta 1761. Fue el mejor de todos los virreyes que tuvo el país, no solamente por sus obras públicas y por el adelanto que promovió en todos los aspectos de la sociedad granadina, sino además y principalmente por su carácter abierto y alegre, su desenfado, su alejamiento de toda hipocresía, su generosidad. Y esto sin mencionar otras cositas que voy a relatar más adelante.

Don José Solís, como toda persona de buen corazón, sentía una especial simpatía por los locos. En su caso tenía que haber algo de identificación, porque él mismo había sido tachado de loco muchas veces. Además, su amigo del alma, el rey don Fernando, había comenzado ya a sufrir el terrible proceso de la locura que iba a terminar con su vida, y no tenía nada de raro que don José Solís tratara de darle a los locos que estaban a su alcance la ternura y el cariño que no podía darle a su amigo distante. Por eso, una de las primeras cosas que hizo fue ordenar que a los pobres dementes del asilo les dieran una comida espléndida que él mismo costeaba de sus bolsas. Los frailes encargados de cumplir esta orden lo hicieron de tal modo, que cuando don José Solís le preguntó a un loquito si habían comido bien, el chiflado le contestó muy ceremoniosamente:

— Asevero a Vuestra Excelencia que los frailes comieron como locos, y los locos como frailes.

Todo el pueblo santafereño se imaginó que el Virrey iba a castigar severamente a los religiosos por la estafa que habían cometido cambiando sus raciones del claustro por la comida de los locos. Pero don José Solís se limitó a reír de buena gana y luego dispuso que la buena comida también valía para los frailes que atendían el asilo. Era frecuente que el propio Virrey fuera al manicomio a servir personalmente los tocinos, los chicharrones y las morcillas. Hacía chistes con sus comensales, les contaba historias picantes de sus antiguas travesuras y ellos le pedían consejos y le confesaban delirios, alucinaciones, desdoblamientos, megalomanías, angustias persecutorias, depresiones y manías, con lo cual el mandatario se mantenía muy bien informado sobre el estado del Reino.

Don José Solís se levantaba temprano, trabajaba con disciplina atendiendo los asuntos del gobierno hasta pasado el mediodía y visitaba luego a los enfermos, o a los locos, o a los pobres, haciendo sus obras de caridad. Después de eso se iba a su casa, donde un sirviente le tenía preparada una muda de ropa. Se cambiaba, comía algún bocado y tomaba algún vinillo de Madeira. A eso de las ocho o nueve de la noche se encaminaba, a veces acompañado de algún amigo, a veces solo, a alguna de las casas clandestinas que funcionaban en la muy ilustre y muy beata Santa Fe de Bogotá.

Con mucha frecuencia visitaba la casa donde yo vivía. Como ya les conté, unas mulatas costeñas me habían dado trabajo en su "casa de fiestas", como ellas la llamaban. Mis deberes consistían en limpiar el lugar de ratones y espantar a las cucarachas y otros insectos. Pero pronto me fui convirtiendo en mascota de compañía, porque la menor de las muchachas, la mulata María de Jesús, era un poquito bruja y practicaba la santería, los sahumerios, los hechizos y la curandería. Con ese pretexto me andaba siempre manoseando y acariciando como si yo fuera una gata en celo.

Don José Solís estaba muy a gusto con la mulata María de Jesús. Y la mulata parecía un pedazo de chocolate a punto de derretirse. Porque don José Solís no era como esos cachacos santurrones de la Real Audiencia y del Tribunal de Cuentas, que llegaban disfrazados y maquillados, se tomaban un poco de mistela o se servían algo de aloja y después se metían al dormitorio con la hembra de turno, apagaban las velas y hacían su asunto a la carrera, sin desvestirse y sin hablar una palabra. A la mujer le levantaban apenas las enaguas. Todo ocurría a ciegas y todo lo hacían como con asco y repugnancia. Si no fuera porque yo, como culebra que soy, tengo sensores térmicos, no hubiera podido presenciar las ridiculeces que vi en la negrura del aposento, en aquella época gloriosa.

No, don José Solís Folch de Cardona no era así. Llegaba saludando cordialmente y siempre traía un regalito para todas y cada una de nosotras. A mí nunca me faltó un ratoncito, una lagartija, un sapo, cualquier bocadito. Luego abrazaba a su querida mulata María de Jesús y la apretaba por la cintura, le amasaba los brazos, los hombros, las caderas, las piernas, el culo redondo y durísimo, siempre diciéndole piropos galantes de tono popular, como por ejemplo:

La mulata se estremecía de la risa y contestaba con su voz ronca y franca:

Y en estas cortesías se pasaban un buen rato, entre risas y brindis de horchata. El virrey contaba historias divertidas para todas las hembras de la casa, mientras se iba quitando la chaqueta de raso violeta, el chaleco azul de grandes faltriqueras, los zapatos cortesanos de hebilla de plata y la camisa bordada con cuello de encaje. Quedaba con las solas calzas ajustadas a sus piernas perfectas, mostrando el torso bellísimo que seguía siendo adolescente, a pesar de sus casi cuarenta años de edad, y todas, todas, nos relamíamos del gusto y de las ganas.

Y luego de estos preámbulos en los que no había ni la sombra de una obscenidad, ni de una falsa vergüenza, tomaba de la mano a su mulata querida, daba unos cuantos pasos de baile con ella, al son imaginario de una orquesta imaginaria, y se la iba llevando poco a poco al dormitorio. Allí se entretenían ella y él encendiendo velas y más velas, lo cual en aquella época costaba una fortuna, y así, a plena luz los dos, se desnudaban por completo y se acariciaban el uno al otro con los dedos y los labios y las lenguas, susurrándose palabras tiernas, metáforas chistosas, frases apasionadas y expresiones lujuriosas que los transportaban de la dulzura a la risa, de la risa al ardor y del ardor a la entrega desenfrenada.

Cuando los gallos empezaban a cantar en los tejados, con su clarín escandaloso e imprudente, se retiraba de la casa nuestro buen Virrey, desmadejado como un trapo pero feliz y con ánimos para la dura labor del nuevo día.

A veces, claro, le ocurrían percances. Una noche salió de su casa virreinal sin darse cuenta de que la llave del portón se le quedaba en el bolsillo del chaleco que se acababa de mudar. Como es natural, cuando regresó al amanecer, más machucado que rodilla de zapatero, más cansado que pata de cartero y más desmadejado que huevo batido, el guardia del Palacio no lo reconoció y se negó a dejarlo entrar. Ahí estuvieron discutiendo, en el frío de amanecer santafereño, hasta que llegó el jefe de la guardia, un sargento reclutado en Chiquinquirá, muy astuto y sagaz. Este tipo sometió al virrey a un hábil interrogatorio, que se desarrolló así:

— ¿Quién es vusté?

— Hombre, Sargento Pataquiva, yo soy el virrey, su jefe. Déjeme entrar.

— Ni de vainas. Si vusté me prueba que Su Mercé es el señor Virrey, lo dejo dentrar. Y si no, no.

— ¡Pero coño, Sargento! ¡Vaya y mire mi cama, y si yo no estoy ahí, pues entonces significa que yo estoy aquí, joder!

Dicho y hecho. El sargento corrió a la habitación del señor virrey y regresó dando grandes muestras de respeto:

— Perdone Su Excelencia, pero es que hay que estar muy alerta y desconfiao. Afigúrese Su Mercé que todas estas noches se nos ha estado metiendo en el palacio un malparido embozao en una capa y no lo hemos podido detener. Pero pronto caerá en nuestras manos: es un tipo muy parecido a Su Mercé, que despide un olor a vino y a putas de lo más verraco. Así más o menos como el olor que Su Excelencia trae ahorita, dicho sea con respeto...

El virrey felicitó al sargento y al guardia por su celo, valor, lealtad, disciplina e inteligencia, y se metió a sus aposentos a mearse de la risa.

Ese mismo día ordenó que se abriera una puerta "secreta" en la pared que daba a la huerta trasera del palacio, para poder entrar y salir sin perturbar la tranquilidad de la guardia. Lo de "secreta" significa que todos los habitantes del Reino sabían de su existencia, pero no hablaban de ella sino en sus chismes, diálogos de peluquería, conversaciones de taberna, parloteos de confesionario y tertulias de tabernas, burdeles, banquetes y francachelas. Aparte de esas ocasiones había un acuerdo tácito de guardar la mayor discreción.

Pero... lo que tenía que pasar pasó. Don José Solís Folch de Cardona se enamoró de una dama criolla. Se había encontrado con ella por primera vez en 1754, con ocasión de un pleito que ella había entablado contra un arrendatario suyo. El asunto era fácil de resolver: el arrendatario había encontrado un tesoro o "entierro" en la casa que alquilaba. La justicia resolvió, de acuerdo con la ley vigente, que ese tesoro pertenecía a la propietaria de la casa, doña María Lugarda de Ospina. A su vez, doña María Lugarda resolvió dedicar gran parte de ese dinero a obras de caridad, lo cual dio motivo para numerosos y frecuentes encuentros con el Virrey, quien también salía a repartir diariamente su fortuna entre los pobres. De las conversaciones piadosas se pasó pronto a las confidencias personales, y como doña María Lugarda era una mujer muy moderna y tal, con recepción en su casa, pronto pasó nuestro amigo don José Solís de las obras de caridad a la sala de visita de doña María Lugarda. Y más pronto todavía pasó de la sala al dormitorio. Después de eso, salían de paseo juntos, iban a misa juntos y algunas veces —¡ave María Purísima!— hasta se dieron un abrazo en público.

Como es natural, los señores cachacos no cabían en sus pellejos de la envidia. A doña María Lugarda le pusieron de sobrenombre "La Marichuela", para dar a entender que era una puta. Los oidores, muy estirados y tal, se reunieron una noche y en lugar de ir al prostíbulo, como de costumbre, se ocuparon en redactar una larga carta dirigida a Su Majestad Don Fernando VI, Que Dios Guarde, enumerando

Cuando la carta de los Oidores llegó a la Corte, el pobre Rey don Fernando VI, que ya estaba en lo más espeso de su locura y de su melancolía, tuvo un instante de lucidez y se metió en su recámara a reírse como se ríen los cuerdos: como si estuvieran locos. Después llamó a un amanuense de la Corte y le dictó una severa carta de reprensión contra don José Solís Folch de Cardona, con advertencia de que debía ser leída en sesión plena del Real Acuerdo del Nuevo Reino de Granada.

Dicho y hecho. Algunos meses más tarde llegó a Santa Fe la carta del Rey. Los Oidores estaban felices, porque no hay nada que ponga más alegría en el corazón de un canalla, que la posibilidad de ponerse por encima de quien es mejor que él. Reunidos todos en la sala de la Real Audiencia, el secretario leyó con voz tonante la severa carta del Monarca. Una vez terminada la lectura, clavaron todos esos cabrones sus miradas triunfales en don José Solís Folch de Cardona. Pero éste, con una sonrisa muy suave en el rostro, sacó de su faltriquera un papel y dijo:

— Pues a mí también me ha escrito el Rey una carta. A ver, señor secretario, haced el favor de leerla. Pero os ruego que no lo hagáis con tanta solemnidad como lo habéis hecho con la carta anterior. Hacedlo, si os place, en tono familiar, tal como mi amigo el Rey la ha escrito.

El pobre secretario leyó la carta tosiendo y tartamudeando. En pocas palabras, decía más o menos lo siguiente, según trascendió en el mercado de los chismes:

Ustedes pueden imaginarse las caras de chasco, frustración y vergüenza de esa partida de tartufos. Lo que no registra la historia, ni la de los académicos tradicionalistas ni la de los teóricos de la lucha de clases, es la fiesta tan verraca que se armó esa noche en todas las tabernas, burdeles, chicherías, metederos, posadas y mancebías de la docta capital del Reino. El pueblo festejaba el triunfo "a lo Rabelais" de don José Solís, pero festejaba por encima de todas las cosas el triunfo del amor alegre y franco, robusto y directo como el pan del desayuno, sobre el amor fementido, hipócrita, santurrón y apolillado de la beatería cochina y despreciable.

Todavía más lecciones de grandeza iba a dar el señor Virrey. En 1759 murió su amigo del alma, don Fernando VI, quien a pesar de la locura y de los estragos de la enfermedad, tuvo fuerzas y cordura para negarse a entrar en guerra con las otras potencias, a pesar de que la Santa Madre Iglesia, la nobleza y la burguesía así se lo exigían. Mantuvo la neutralidad española con empecinamiento de loco. Los franceses ocuparon Menorca y le dijeron que devolverían la isla, si España los ayudaba en la guerra. Dijo que no. Los ingleses prometieron devolver Gibraltar, nada menos que eso, si España se aliaba con ellos en la guerra. Dijo que no. La Iglesia pretendió empujar al pobre rey loco a la guerra, mediante intrigas de su confesor, el fraile Rávago. El rey loco dijo "no" y destituyó al fraile. El pueblo raso pegó pasquines en las calles con estas líneas, comentando la caída del confesor inconfesable:

Pero el rey loco murió. Poco le quedaba de alegría a don José Solís, porque además su amada María Lugarda había entrado al convento de las Clarisas, en un acto de sacrificio que no se ha comprendido muy bien. La dama criolla no quería dar motivo para que las hienas se cebaran clavando sus colmillos en la vida privada de su querido Solís. En cuanto a éste, cada día fue acentuando más su actitud piadosa, hasta que se llegó el momento en que fue muy evidente que estaba poniendo rumbo al monasterio. Los cretinos decían, frotándose las manos, que eran los remordimientos por los pecados. Don José Solís dejó que creyeran lo que quisieran. Para él, se trataba solamente del proceso de búsqueda de su libertad interior.

Cumplió con sus deberes de gobernante hasta el mismo día en que dejó el mando en las rudas manos de don Pedro Messía de Zerda, el 24 de febrero de 1761. Se demoró cuatro días en preparar equipajes y deshalajar su casa. Vino a despedirse de nosotras, muy en secreto, la noche del 27 de febrero. Todas lloramos, menos la mulata María de Jesús que le dijo entre risas y abrazos: "¡A donde vayas, papito, llévate mi cariño y recuérdame, que yo no te voy a olvidar nunca!"

El sábado 28 de febrero oyó misa en la mañana, visitó al Arzobispo en la tarde y se confesó con él, y al caer la noche se presentó al convento de los padres franciscanos, donde fue recibido con repiques de campana y de inmediato dejó sus ropas lujosas y las cambió por el humilde y tosco hábito de San Francisco. Dejó también su nombre aristocrático y adoptó el de José de Jesús María. Lo cual estuvo muy bien, pero nosotras, en nuestra casa de fiestas, decíamos que más le habría cuadrado llamarse José de María de Jesús.

La noticia cayó como una bomba en medio de la jauría de Ministros, Oidores, Jueces, Leguleyos y otros lagartos de ambiguo pelaje. Todos creían que el Virrey se iba a hacer fraile allá en Europa, en Roma, a la sombra de su hermano el Cardenal Solís, para hacer carrera y tal vez llegar hasta el solio pontificio. Ninguno de ellos, en su infinita mezquindad, se imaginó que don José Solís se iba a quedar en la pobreza del claustro santafereño, renunciando a todos sus bienes, para darles ejemplo de alegre y sencilla mansedumbre a todos ellos, para enseñarles a ser buenos cristianos así como antes les había enseñado a ser buenos amantes. Esta es la hora en que todavía no han entendido ninguna de las dos lecciones.

Algunos años más tarde, doña María Lugarda de Ospina constataba que a pesar de sus heroicos esfuerzos no podía soportar el encierro del claustro. Considerando, tal vez, que ya no había riesgo de escándalos puesto que su amado Solís ya era un fraile dedicado por entero a la santidad y la penitencia, salió del convento y pidió permiso para residir en la capital. Su solicitud fue denegada. El Virrey Messía de la Zerda la condenó a vivir desterrada en las selvas de Usme. De nada valieron sus llantos ni sus súplicas. Era, a pesar de todo, una mujer fuerte y positiva. Salió adelante y ya en 1764 era dueña de una hacienda grande en Usme, con muchas cabezas de ganado.

Nuestro amigo Solís murió en 1770, de resultas de una pulmonía que le vino por atender a los enfermos, descalzo y desabrigado, en el frío del amanecer santafereño. Según la costumbre de los franciscanos, su esqueleto fue puesto en el subterráneo del convento para que cualquiera que entre allí pueda pisarlo. Su cráneo se conserva todavía, con una leyenda escrita en el hueso frontal, que dice lo siguiente (aquí lo pongo en ortografía moderna, para facilitar la lectura):

SOLIS
Entre las pompas viví
Del mundo que al fin dejé;
Sólo el sayal que vestí
Me queda, y las galas que
A Cristo en sus pobres di.

Y doña María Lugarda, su amada Marichuela, murió en julio de 1779. Por esa época las mulatas y yo nos habíamos ido a Cartagena, donde continuamos la rumba y la pachanga casi sin interrupciones hasta 1815, cuando llegó el cruel General Morillo y nos puso a parir burros verdes. Pero esa es otra historia.


Margarita Sinuosa de Crótalo.