Hace seis meses, escondido en una casa del barrio griego, en Boston, espero
obtener un trabajo y mi visa de residente. Entretanto, en el encierro de esta
habitación, escribo, leo, me abandono a los sueños, a la alucinación o presto mi
atención a la pantalla del televisor.
Todos los días, a las siete de la tarde, Javier regresa del hospital donde
trabaja como aseador. Siempre llega cansado, con algo para la cena debajo del
brazo. Se deja caer sobre una silla y formula las mismas preguntas: "¿Has tenido
noticias de tu madre?, ¿Cuándo le piensas contestar?"
Pero a él, medio dormido ya, no le interesa la respuesta. Por mi parte (entre
mis manos tengo la carta que recibí días atrás y que abrí con mi navaja) decido
no hacer ningún comentario. En la noche me levanto de mi poltrona (una poltrona
que no es mía) caliento lo que pueda en el fogón, para ambos. y el, por fin, se
incorpora para comer y acostarse.
Más tarde, a partir de las diez y media u once, procuro concentrarme en mi
cuaderno de anotaciones o en la profusión de imágenes de la pantalla. Pero
pronto comienzo a sentir esa mezcla de inseguridad, temor e impotencia. Trato de
sobreponerme al vértigo que me sacude, que me haría tambalear al borde del
abismo. Esto siempre me sucede y no intento despertar a Javier. En cambio, acudo
al pequeño envoltorio que preparo con lo que él ha accedido a compartir conmigo.
No es mucho lo que tengo que hacer para convertir esta ansiedad en bienestar, en
la satisfacción que me cubre como una nueva piel. Bajo el volumen al televisor y
en la alcoba a oscuras me dejo de aferrar a los brazos de la poltrona. Después
de un rato me siento mejor. Me doy cuenta de que las luces de la ciudad, como si
pudiera verla desde mi encierro, me distraerían, imitando las formas brillantes
de un calidoscopio.
Luego, por mi cabeza comienzan a cruzarse los recuerdos de algo que me parece
no haber vivido nunca en esta vida o imágenes indelebles que no podría
desprender de mi propio cuerpo: el pueblo, a ocho horas de Bogotá, por tierra
(un caserío hundido en un erial, a orillas de un río); mi madre en su casa de
adobe, en el mismo marco de la plaza; mi padre. un bandolero oculto en la
espesura del monte, hombre que ni aún mi madre sabría describir; el río atestado
de peces; el cadáver de un desconocido arrastrado por la corriente. Recuerdos de
aquellos tiempos de guerra civil en que él, mi padre, con una cuadrilla de
asesinos, salía a matar campesinos o a desalojarlos de sus tierras. Trabajaba
para un parlamentario que llegó a convertirse en el mayor latifundista de esa
región algodonera y que hoy, envuelto el país en otra guerra, ha sido capturado
en una trampa tendida por los insurgentes. En cuanto a mi padre, se decía que lo
volvieron a ver muchas veces, después de haber fallecido, atravesar
vertiginosamente las encrucijadas de los caminos del departamento, en
automóviles fantasmas de brillo fosforescente.
Una noche (yo era un niño de cinco años de edad y no recordaba haberlo visto
antes sino en una fotografía en la que parecía rodeado y aclamado por las
muchedumbres del mundo) vi a mi padre, a ese hombre de rostro desdibujado, de
pie, frente al camastro de bronce donde dormíamos mi madre y yo. En esos
momentos ella evocaría, según me lo contó después, su extraordinario magnetismo
cuando, llegado por primera vez al pueblo en la comitiva del parlamentario, hoy
secuestrado, subió al estrado y pronunció un vibrante discurso. En esa ocasión,
casi todo el pueblo, más que venderse, se rindió a los pies del demonio, como en
las otras localidades. Y el parlamentario fue reelegido.
Al día siguiente de los comicios, de madrugada, mi madre soñó que abría los
ojos y se encontró sumergida en la sombra del bandolero. El, ya sobre ella y
haciendo caso omiso de su avanzada edad, logró fecundarla. (Ella despertó y lo
vio escaparse por la ventana). Por esta hazaña se daba por hecho que él era un
demonio o que tenía los poderes de un demonio. Se creía, además, que podía
franquear las puertas sin llaves ni ganzúas, puertas cerradas con todo tipo de
seguros, con el sólo propósito de hacerlo.
Cinco años y unos meses después de la noche a la que hice referencia, apareció
sin anunciarse, por segunda vez, en la casa de mi madre. Ella no acertó sino a
enmudecer y apretar contra su pecho un escapulario. Pero él ya me había
arrastrado hasta el solar y me había arrojado a lo hondo del depósito, un tanque
de dos metros de altura que recogía el agua lluvia del tejado. Cuando ella se
asomó al solar él ya no estaba. Llamó a mi tía Isidora y entre ambas me
rescataron con una escalera.
Desde esa noche, mi madre, intimidada. no volvió a permitir que yo durmiera con
ella. Consiguió un chinchorro para mí como si con ello conjurara los celos de mi
padre.
Una forma particular del Mal, sin embargo, había penetrado en mis entrañas. Era
un parásito que proliferaba en el agua del depósito.
Ahora, en el transcurso de estos meses de reclusión, he reflexionado, entre
otras cosas, sobre la manera en que el pasado puede volver a manifestarse. Puede
volver a florecer al ser invocado como si la rosa efímera de los poetas
resucitara. Es la semilla que revienta otra vez en el eterno presente. El
pasado, tal vez lejos en el espacio, puede hacerse a nuestro lado y aparecer en
el vano de la puerta. Sólo está aguardando la oportunidad de mostrarse, en
virtud de cierta percepción, de un momento dado, de un contacto, del catalizador
de una sustancia especial. Es así como algunos estados de alucinación nos
convierten en testigos y protagonistas de verdades materializadas.
Hace unos días, precisamente, viví uno de esos raros momentos. Había cerrado
con doble llave la puerta de la habitación. Estaba seguro de ello cuando regresé
a mi sitio en la poltrona. No obstante, un terrible vértigo me atacó como un
rayo en la boca del estómago. Quise pensar que ese vértigo no era otra cosa que
el temor de no haberla cerrado. Volví a incorporarme y aproximándome a ella pude
comprobar que estaba algo entornada. Nuevamente la aseguré y regresé a mi sitio.
Javier acababa de dormirse y preparé mi envoltorio rápidamente, mientras aún
soportaba el terrible vértigo. Al cabo de un momento comencé a sentirme más
tranquilo. Ya no me importó que la puerta estuviera abierta o cerrada. Con dos o
tres envoltorios más fue suficiente para sentirme completamente seguro. Cuando
ya me vi protegido como por una coraza, el demonio se acercó a un metro de mí.
Reconocí la silueta de rostro desdibujado. Un rostro que no era perceptible
tanto por sus rasgos como por lo que arrojaba sobre el ánimo del espectador: una
fuerza ofensiva que, sin embargo, ya no podía hacerme daño. De pronto sentí la
presencia de mi enemigo con tal claridad en mi propio rostro que en esos
momentos, no hubiera querido mirarme en un espejo.
Durante unos, instantes nos golpeamos y pude ver sangre brotar de su cabeza. Lo
perseguí a grandes zancadas con mi navaja, hasta la escalera y, detrás de él,
doblé la esquina de un jardín. Probablemente lo perseguí gran parte de la noche,
pues por mucho tiempo me sentí poderoso, invulnerable. Ya no podía soportar a
tiranía de esa deidad empequeñecida, de ese demonio que (como las dolencias
imaginarias) difícilmente dejado persistir. Creo que lo hice caer sin sentido,
en una calle desierta, que lo vi retorciéndose como la masa alargada que años
atrás había arrojado de mi cuerpo. No sé como cómo regresé de esa alucinación.
Javier me contó que al despertarse me había encontrado, a las cinco de la
mañana, tirado a los pies de la poltrona, con una herida en la sien, como si me
hubiera maltrato contra un borde de la mesa. Que me había hecho una curación y
me había arropado. No hubo reproches acerca de tantos restos que halló en el
cenicero. El ha sido extremadamente tolerante conmigo, sabiendo desde que nos
conocimos en Bogotá, y todavía después, cuando me ayudó a cruzar la frontera,
que un día no muy lejano me despediré de el.
Cuando Javier y yo nos conocimos (fue en un sitio nocturno) él ya había pasado
tres años trabajando en Boston y sólo estaba en Bogotá de vacaciones, por un
mes. Quiso saber lo referente a mi pasado y no omití aludir a la enfermedad que
padecí durante tanto tiempo, ni a la forma como me había curado una vieja
yerbatera. La mujer, con su pequeño hatillo y en el umbral del portón del la
casa, le dijo a mi madre: “Si usted me permite voy a prepararle al niño un buen
desayuno. Luego le daré a beber una infusión de esta. Raíz amarga. A lo sumo
tendrá que esperar media hora para estar a salvo del maleficio”. Así fue como
arrojé esa masa viscosa de mis entrañas, incluida una cabeza minúscula, de modo
que pude, al menos provisionalmente, reanudar al lado de mi madre una vida
normal.
Luego de asistir durante seis años a la escuela rural, fui matriculado en el
colegio de educación secundaria del pueblo vecino. Cursaba con aplicación,
sobretodo en las letras, el cuarto grado cuando, un día, unos gritos nos
llamaron la atención sobre un muerto que había sido encontrado flotando en el
río. Aseguraban que era mi padre pero su rostro había sido desfigurado por un
gallinazo. Sin embargo alguna razón tendría mi madre (ella decidió comprar su
ataúd) para reconocerlo: una cicatriz, una prenda, un anillo.
Veinticuatro horas después de su sepelio me encontraba detrás del depósito del
agua, lavándome la cabeza y me estaba secando, cuando escuché su respiración. Vi
el rostro del bandolero, reconstruido, lleno de vida, casi rojo. Estaba armado
con un machete y se abalanzó sobre mí. No tuve otra alternativa que huir. Al
otro día llegué a la capital.
Ya en Bogotá trabajé en el negocio de un sobrino de mi madre, hijo de Isidora,
y continué mis estudios de bachillerato.
En esa época me preocupaba menos la subsistencia que esa semilla que amenaza
con reventar una y otra vez. Ese parásito que ahora sigo imaginando, inventando,
construyendo. No podía dudar de que su pequeña cabeza volvería a surgir y
aferrarse a mis entrañas, para prolongarse en un cuerpo compuesto de segmentos.
También me preocupaba el demonio que me acechaba en la penumbra de las
discotecas. A veces llegaba a creer que necesitaba el miedo, que necesitaba a
ese demonio y al parásito devorando mis entrañas para (con mis pequeños
envoltorios) poderlos desafiar. Necesitaba el vértigo para poder dominarlo, para
mantenerme en equilibrio al borde del abismo.
Ahora, Javier ha tratado de serme útil. Me ha brindado hospitalidad mientras mi
situación laboral se define. En estos instantes está dormido, de medio lado,
vuelto hacia el rincón. No podría ver mi silueta, delgada y a contraluz,
sosteniendo la carta que hace más de una semana abrí con mi navaja.
Acerco la carta a mis ojos y otra vez reconozco la letra de mi madre. Me
expresa su preocupación por mi seguridad: "Raúl", me dice, "tu padre dio
nuevamente señales de vida. Vino a buscarte, y ya sabe dónde te podrá
encontrar".
Y efectivamente, nos encontramos, como mas arriba lo relaté. Cuando amaneció,
después de la noche de mi alucinación, la policía de Boston practicó el
levantamiento del cadáver de un hispano, a dos cuadras de la casa.
De esa muerte ha transcurrido, más o menos, un mes. Ahora vivo en Nueva York.
Ya tengo mi visa de residente y trabajo como redactor en la revista cristiana de
un peruano. No había vuelto a ocuparme de mi cuaderno de anotaciones pero hoy,
al pasar frente a la Opera Metropolitana, me llamó poderosamente la atención un
personaje que de su limusina, giró su rostro hacia mí como si quisiera
reconocerme cuando entré a mi habitación y no me pude resistir abrir mi cuaderno
otra vez.
Multitudes se fueron agolpando para aclamarlo (las que en todo el mundo rinden
culto al demonio, a su arrogancia, a su engañosa belleza, a esa falsa modestia
que se asienta sobre la usurpación). Desde lejos le devolví la mirada y una
sombra de debilidad se abatió sobre él. Probablemente en la mirada que yo le
devolvía, descubrió la voluntad de Aquél que lo había creado. Que
incesantemente, por jugar con él, lo sigue inventando y destruyendo.
Ahora sé que Dios brota en mí, cada vez, con mayor plenitud. Que cada vez me da
mayor licencia para parecerme a El, hasta el punto de saberme (y por el
catalizador de los pequeños envoltorios) todopoderoso. Sólo así podría empuñar
esta pluma como empuñaría el arma perfecta para aniquilar a los adeptos del
Demonio: turbas de mercenarios que infestan las ciudades y los campos; de
aduladores con los poderosos, de injuriosos con los humildes, de histriones
envidiosos, de ciudadanos ejemplares, de amas de casa, de profesores tan
fariseos como algunos que accidentalmente leyeran estas líneas. Serpientes
feroces, sólo amansadas por el Becerro de Oro, y que todo lo avasallan a este
monstruo. Todos los credos, todos los cielos, todos los dioses...
Pero regocijémonos por ello. Nos dan la ocasión para alistarnos en los
ejércitos del Señor pues, como dicen las Escrituras: "Todo lo que Dios creó es
bueno y nada es de desecharse si se toma con acción de gracias."
Así, si al mirarnos en el espejo de una agua cristalina (que El nos envió con
Jesús, Su Hijo) nuestra piel, nuestros ojos, nuestras manos, vemos la piel, los
ojos, las manos de Caín, cantemos alabanzas al Señor, ya que El así nos prepara
para el arrepentimiento y la expiación.
Alguien puede pensar. "El que se arrepiente lo hace gracias al pecado. El que
expía una falta grave lo hace, muchas veces, gracias a un crimen. El que va a la
guerra, a la Guerra Santa, lo hace gracias a un enemigo de su propia estirpe. El
hijo contra el padre, si el padre es malvado."
Yo siento frecuentemente que mi fe se debilita: El arrepentimiento propicia el
pecado. La expiación, el crimen. La Guerra Santa o el perdón, la proliferación
de los enemigos. No veo al Redentor. No tengo fuerzas para perdonar ni combatir
(pienso en mis dolencias, en el vértigo) y tiemblo sólo de pensar que el Señor
no protegió a Caín, no hizo que su casta se multiplicara para,
multiplicadamente, así sea en un día muy lejano, castigarlo y destruirlo.
Leonardo es el menor de los cuatro hijos del poeta Luis Vidales.