Memorias de un burro

IX- Mi amigo Pedro Fermín (I)
(Donde se narra cómo trabé amistad con este conspirador distraído y aventurero, lleno de entusiasmo por su país y muy entendido en libros, plantas medicinales, pasaportes falsos y venenos de serpientes.)


Dirán vuestras mercedes que yo salto de un tiempo a otro, caóticamente, de aquí para allá, como una gallina picando sus granos de maíz, de modo arbitrario y sin sistema aparente. Dirán que la historia ha de escribirse por orden, hora por hora, día tras día. Dirán que si ya conté la historia de los Comuneros de la Nueva Granada, correspondería que pasara a los precursores de la independencia y después a las guerras de emancipación y después a la formación de la república y así sucesivamente. Dirán que crea confusión saltar de una época a otra sin previo aviso y que mis memorias pierden rigor científico con esta manera de tratar el proceso dialéctico del materialismo histórico.

En fin, dirán vuestras mercedes lo que les dé la gana. Yo escribo en el orden que mis sentimientos indican y mis sentimientos funcionan a la par de mis recuerdos. Es el único orden que yo le reconozco a la historia que es, para decirlo bien y pronto, la historia de los que sufren y trabajan por un mundo mejor.

Ahora, por ejemplo, se me ocurre que podríamos hacer un salto desde los Comuneros hasta don Pedro Fermín de Vargas, uno de mis mejores amigos y uno de los tipos más inteligentes que he conocido.

El salto no es muy grande, porque don Pedro Fermín nació en la villa de San Gil, tierra comunera, el 3 de julio de 1762, de manera que cuando los comuneros armaron su escándalo don Pedro Fermín era un jovencito de 19 años.

Varios parientes cercanos y lejanos de la familia Vargas fueron capitanes comuneros, de modo que por el lado del papá había algunas razones para ser rebelde. Por el lado de la mamá, doña Laura Sarmiento, una mestiza con más mechas de india que de blanca, también hubo un pariente con mando de capitán. Y por el lado de los primos, los Uribe, solamente hay que decir que esa era una parentela gigantesca, con ramificaciones por todo el territorio comunero. Los famosos "magnates de la plazuela" del Socorro, instigadores de la rebelión de 1781, eran precisamente miebros destacados de esa parentela.

Pero el salto siempre es un poquito grande, porque resulta que don Pedro Fermín no tuvo ninguna participación en el gigantesco movimiento comunero. Varios años después me confesó que había tenido muchas ganas de enrolarse en las filas rebeldes, pero que no le había sido posible por tener algunos asuntos importantes que atender. Los tales asuntos eran sus ocupaciones caseras en Girón, donde su hermano mayor, el cura Lorenzo de Vargas, lo tuvo prácticamente secuestrado para evitar que saliera a dárselas de subversivo por ahí.

Don Pedro Fermín había terminado sus estudios en el colegio del Rosario, donde asistía fascinado a las clases de retórica, teología, filosofía, física, matemáticas, gramática e historia natural. Esta última materia le sorbía los sesos de tal manera, que solamente por el gusto de examinar una hoja de repollo o una zanahoria se olvidaba de comer esos deliciosos objetos de estudio. El resultado fue que el pellejo se le puso pardo como el de las ranas de charco del valle de Somondoco. Las de aquella época, porque las de ahora están muertas desde hace medio siglo, víctimas de la violencia.

Como es natural, yo no conocí a don Pedro Fermín durante los días de la rebelión. Vuestras mercedes recordarán que yo andaba de pipí cogido con José Antonio Galán. Esto del "pipí cogido" es solamente una metáfora neogranadina que significa "muy buena amistad y compañerismo". Lo digo porque tengo muchos lectores de otras latitudes que podrían interpretar mal esta imagen literaria. Además, no hubiera sido justo ni equitativo aplicar la metáfora en la práctica porque, puestas las cosas en la balanza de la justicia, se habría visto que José Antonio se llevaba la mejor parte y a mí me tocaba un ínfimo mendrugo. Dicho sea con respeto.

La verdad es que a don Pedro Fermín lo vine a conocer a fines de 1789. Yo trabajaba por aquella época con don Ignacio Calviño Bermúdez de Castro, gallego nacido en el puerto de Comberra pero afincado en el virreinato de la Nueva Granada desde hacía muchos años. Don Ignacio Calviño era terco como una mula vasca, un poquito anarquista, flaco como un zancudo, narigón, desdentado, con unos ojos azules muy encendidos y unas manos huesudas y grandotas, llenas de callos y de mugre. Era generoso y trataba muy bien a sus recuas de mulas y burros, que empleaba en el trasporte de mercancías entre las distintas provincias del reino, especialmente entre la región del Socorro y Santa Fe.

Don Ignacio Calviño había sido uno de los más importantes capitanes comuneros. Fue el jefe máximo de las tropas rebeldes que se tomaron a Puente Real y pusieron prisionero al Oidor Osorio. Con eso les digo todo. Otro día les contaré más detalles de don Ignacio, porque esa es una de las figuras populares olvidadas por los señores historiadores de pescuezo fino.

Pues bien, un día de 1789, mientras le ponía las angarillas (o el garabato, si prefieren este nombre) a una mula retacona, don Ignacio Calviño me miró de reojo y me dijo:

— Pantxito, mañana salimos para Santa Fe, tú y yo solitos. He oído unos rumores muy interesantes que quiero comentar con algunas personas de mi estimación.

— ¿Qué rumores son esos, por gracia de Dios? —, le pregunté parando la oreja izquierda (la derecha no me funciona muy bien desde que me tocó ayudar a disparar los cañones durante la defensa de Cartagena contra el ataque de los ingleses. Pero esa es otra historia).

— Pues... han llegado unos papeles de Francia, que mencionan revueltas y desórdenes. Parece que se ha instalado una Convención o asamblea popular. Dicen que el rey está en la cuerda floja y que en cualquier momento le quitan la corona. Pero esto no se lo menciones a nadie, porque nos pueden meter en el calabozo por andar regando estas noticias. ¡Discreción, Pantxito, discreción, es la esencia de la conspiración!

— ¿Y a quién iba yo a mencionar tales rumores, don Ignacio? Yo no hablo con nadie más que con Su Merced y con mis treinta y cuatro burritas. Su merced ya sabe el chisme, y a las burritas no las tengo para hablar de política internacional, sino de asuntos más urgentes. Yo estoy como se dice aislado, "compartimentado" y la compartimentación es la madre de la conspiración. Así pues, conspire Su merced en confianza aquí conmigo, que no hay nada más sabroso que compartir secretos peligrosos.

— Así me gusta, Pantxito, veo que tu amistad con José Antonio Galán te sirvió de algo. Pues verás, allá en la capital vive don Antonio Nariño, con quien tengo amistad muy sincera porque es de familia gallega como yo, es conspirador como yo y le gustan las aventuras como a mí. Yo le vendo libros de contrabando, de cuando en cuando. Le cobro barato, porque se los vendo después de haberlos leído. Don Antonio tiene un club de amigos, una especie de tertulia, para discutir asuntos más o menos subversivos. Yo estoy impaciente por hablar con él, pues es un sujeto de gran inteligencia y estoy seguro de que me ayudará a entender lo que está pasando en Francia.

Y así, conversando y dialogando, nos fuimos entusiasmando y en lugar de salir al día siguiente nos pusimos en marcha esa misma noche. Llegamos a la capital del virreinato seis días más tarde, molidos y hambrientos, después de haber pagado peaje en cada charco, diezmos y primicias en cada encrucijada, alcabala en cada almorzadero, almofarijazgo en cada entrada de pueblo, sisa en cada mercado, Bula de la Santa Cruzada en cada capilla, Gracioso Donativo en cada puesto de alguaciles, tasa de la Armada de Barlovento en cada cruce de río, renta para la Santa Hermandad en la puerta de cada posada y otras menudencias similares. El resto del dinero se nos fue en limosnas, donaciones para los frailes, velas para la Virgen de Chiquinquirá, sobornos para los Guardas de Rentas y, por último, un peso de ocho reales que don Ignacio Calviño despilfarró en una casa de señoritas, por ahí por Usaquén.

Don Antonio Nariño nos recibió con gran hospitalidad y benevolencia. Era un individuo más bien feo, por no decir espantoso, con una nariz igualita a la del rey Luis XVI (se le llama a ese esperpento "nariz borbónica" y sirve para que a los niños les parezca la vida más cómica). Tenía un pelo crespo de color claro, el pecho más bien angosto y hundido, el cuerpo no muy grande y con una postura que a veces hacía pensar en los jorobados. Pero tenía también unos ojos muy grandes y bonitos, una mirada franca y un carácter afable, por lo menos por aquella época. Conmigo fue muy bondadoso y estuvo acariciándome la pelambre del cogote durante un buen rato, mientras don Ignacio Calviño desataba el paquete de libros prohibidos que yo había cargado en mi lomo ilustrado durante todo el viaje. Algún historiador ha escrito una obra muy hermosa sobre "Los Navíos de la Ilustración", refiriéndose a los barcos que llevaban los libros de contrabando al Nuevo Mundo, fertilizando con ello el terreno en que habría de crecer el árbol de la libertad. Me pregunto cuándo se le ocurrirá a algún investigador inteligente escribir sobre "Los Burros de la Ilustración".

Prosigamos. Apenas don Antonio Nariño hubo escuchado las novedades chismosas sobre los sucesos de Francia, se puso muy agitado y le dijo a mi patrón don Ignacio:

— ¡Pues debemos informar de esto, inmediatamente, a don Pedro Fermín! ¿Sería usted tan amable de comunicarle estas noticias sin tardanza?

— Por supuesto, don Antonio. Ahora mismo nos ponemos en camino, Pantxito y yo.

Al oír esto me dieron ganas de rebuznar una protesta, porque yo tenía los cascos más machucados que rodilla de zapatero y el gaznate más seco que beso de camello. Pero me quedé callado, pensando que seguramente sería cosa de caminar unas cuantas cuadras hasta la mansión del tal Pedro Fermín.

Pueden imaginar vuestras mercedes mi desazón, agobio, desesperanza, dolor y tristeza cuando supe que el maldito Pedro Fermín vivía en Zipaquirá, donde ocupaba el cargo de Corregidor. Más grande fue mi amargura cuando don Antonio Nariño preparó una caja con un cojonal de libros que yo debía cargar para que don Pedro Fermín pudiera ilustrar su cerebro. Confieso que durante los cuarenta y tres kilómetros de recorrido entre la casa de don Antonio Nariño y el domicilio de don Pedro Fermín de Vargas me fui maldiciendo en silencio a todos los conspiradores del mundo, y muy particularmente a los contrabandistas de libros. Don Ignacio Calviño intentó levantarme el ánimo contándome algunas de sus aventuras de juventud, allá en Galicia, cuando todavía tenía dientes y acostumbraba morder el pescuezo a las campesinas con que se refocilaba. Pero solamente logró que yo le respondiera, de mal humor y peor talante:

— Pues a fe mía, Su Merced, que la viejas esas tenían el pescuezo muy duro, porque le dejaron la dentadura como la Grecia Clásica: puras ruinas.

Don Ignacio Calviño comprendió que era más prudente dejarme a solas con mi rencor y se dedicó a masticar tabaco como un guanaco, sin decir una palabra más durante todo el resto del viaje.

Si don Antonio Nariño nos había recibido bien, don Pedro Fermín de Vargas nos recibió como si fuéramos los Reyes Magos. ¡Cuánta cordialidad y alegría en su corazón! Pasando por encima de todos los convencionalismos sociales, abrazó con cariño a mi patrón don Ignacio y lo llevó del brazo hasta la caballeriza, mientras con la otra mano me llevaba del cabestro con gran suavidad. Luego se dirigió a mí con una voz muy cálida:

— A ver, burrito, debes venir muy cansado. Te vamos a arreglar una buena cena y una sabrosa cama de paja en este pequeño establo, que será tu casa mientras dure tu visita. Aquí se alojan también dos yeguas jóvenes muy simpáticas y cuatro burritas encantadoras, que tienen instrucciones de atenderte como si fueras un príncipe. ¡Ponte cómodo, no hagas cumplidos!

Mi patrón don Ignacio Calviño me echó una mirada vengativa y me dijo con sonrisa maligna:

— ¡Y ruega a Dios, burro cabrón, que la burritas tengan el pescuezo blando!

Nos echamos a reír los tres (con lo cual se despertó todo el pueblo de Zipaquirá, porque eran las dos de la madrugada), y yo me dediqué a hacer la revolución sexual con mis cuatro burritas mientras don Ignacio y don Pedro Fermín se refocilaban con sus libros subversivos y sus chismes franceses.

A la mañana siguiente las cosas habían cambiado. Yo estaba muy contento, descansado y satisfecho, porque no hay mejor descanso que el cansancio de la rumba, la cumbiamba y el choli-choli. Don Ignacio estaba triste y pensativo. Don Pedro Fermín estaba muy amable y servicial conmigo. Se acercó varias veces a mí, me dió alfalfa en la mano y conversó conmigo un buen rato. Era un mestizo de regular estatura, ni muy alto ni muy bajo, con una barba negra y tupida, los ojos muy negros y brillantes, el pelo muy negro y bien crecido, denso, grueso, la nariz larga y recta, el color de la piel bastante plomizo. Dos detalles me llamaron la atención: 1) No usaba peluca, como los estúpidos petimetres de la época, y 2) Sus dientes eran hermosos, bien formados, blancos y sin defectos.

Don Pedro Fermín se ganó mi cariño incondicional. Era inteligentísimo, vivo, despierto, positivo, alegre y un poquito pícaro. Ahí adentro de la casa estaba siempre su esposa, doña Catarina Vanegas, que lo adoraba con veneración. Después he oído que algunos historiadores la califican de "tonta", o "resignada", o "de poco talento, de genio ardiente". A mí, burro sincero y franco, me consta que era una mujer inteligente, bien enterada de las conspiraciones de su marido, y que todo lo que pasó después se hizo con su pleno conocimiento y consentimiento. Era una mujer admirable.

Don Pedro Fermín tenía cinco hijos, que por los días en que lo conocí corrían por toda la casa y sus alrededores haciendo una algarabía fenomenal. Eran traviesos, juguetones, indisciplinados y bromistas. En otra ocasión, tal vez, les hablaré más de ellos.

Pues bien. A eso del mediodía, mientras yo comenzaba a masticar mi almuerzo, vino don Ignacio Calviño y con lágrimas en los ojos me dijo:

— Pantxito, me da pena y vergüenza decírtelo. Debemos ahora decirnos adiós. Don Pedro Fermín te necesita para una causa muy grande y muy noble, y yo tengo que hacer este sacrificio de mi corazón y separarme de tí. Te voy a extrañar mucho, pero sé que te veré con frecuencia porque tendremos que cumplir muchas misiones juntos. Pero ahora quedas bajo las órdenes de nuestro amable Pedro Fermín. Cuídalo mucho y dale tu cariño, porque es un hombre muy bueno.

Se le quebró la voz y me abrazó, muy emocionado.

Yo estaba a punto de llorar, pero me contuve. Tratando de disimular los tremendos sentimientos que agitaban mi alma, dije:

— Muy bien, Su Merced. Después de todo, la tragedia no es tan grande. Las burritas tienen el pescuezo muy tierno y blandito.

Se rió, conmovido. Nuestra despedida se prolongó una media hora, porque yo quería enviar mis saludos cariñosos a la burritas de San Gil. Don Ignacio me dio algunas instrucciones útiles para los tiempos de peligro que pronto deberíamos afrontar. Nos miramos a los ojos, soltamos una lágrima gorda y nos separamos.

De este modo quedé asignado al servicio de don Pedro Fermín de Vargas, Corregidor de Zipaquirá, conspirador de tiempo completo, obsesionado estudioso de la naturaleza, investigador de la realidad social, admirador de la revolución francesa, protegido del virrey Caballero y Góngora, lector insaciable, fanático naturalista, médico abnegado, crítico de la arquitectura y el urbanismo, precursor de la seguridad social, planificador de la higiene pública, profeta del moderno sistema hospitalario, visionario de las políticas de inmigración, primer teórico de la revolución en el Nuevo Reino de Granada, futuro cofrade del Precursor don Francisco de Miranda, aventurero, fugitivo, viajero clandestino, amigo admirable y héroe olvidado por vuestras ingratas mercedes.

Muy pronto íbamos a correr aventuras prodigiosas. Muy pronto íbamos a mostrarle a la beata mojigatería del virreinato que nosotros sí éramos capaces de iniciar la marcha del país hacia un porvenir de independencia y libertad. Muy pronto íbamos a emprender el camino del destierro glorioso, el de aquellos que se alejan de su pueblo para estar más cerca de él, para amarlo más y para servirlo mejor.

Pero dejemos la retórica patriotera. Todavía necesitaríamos dos años de conspiración oscura y muchas veces aburrida, antes de darnos el baño de gloria que con tanta ansia esperábamos.

Sobre esto les daré noticias en mi próxima nota.

Que sean vuestras mercedes muy felices.


Pantxo de Vizcaya, el Orejón