Memorias de un burro

V- La furia de los Comuneros
(Donde se demuestra que con la paciencia del pueblo no se puede jugar impunemente, porque tarde o temprano estallan los motines, los alzamientos, las rebeliones y los desmadres)


Bueno. Se acaba la función. Mis memorias han tenido tanto éxito, que ahora hay una larga cola de lagartos pidiendo prestado el ordenador de don Carlos Vidales, porque ellos también quieren contar sus recuerdos. Primero hay un culebrero que dice llamarse Herbolario Botero y habla tanto que si alguna vez lo toman preso tendrán que torturarlo, no para que confiese, sino para que deje de hablar. Después sigue su culebra, una tal Margarita, vieja, flaca y rasposa, que afirma conocer secretos de alcoba del virrey Solís. Lombriz asquerosa. Después hay un muchachito que dice ser ayudante de panadero y trae sus historias sabrosas de la época colonial, cuando las viejas beatas comían mantecados y se atascaban el gaznate con garullas remojadas en chismes. Y después hay treinta o cuarenta personajes, a cual más ridículo, desde una rana de las zanjas de Cajicá en los tiempos del virrey Ezpeleta, hasta un chulo o gallinazo, testigo y comensal de la Guerra de los Mil Días. Para qué seguir. Don Carlos Vidales me dice que tengo que darle a otros bichos la oportunidad de contar su versión de los hechos. Y como el ordenador es de don Carlos, no queda más remedio que hacer una pausa en mi relato. Pero volveré y vuestras mercedes volverán a gozar con mis rebuznos históricos.

Entretanto, he escogido para despedirme hoy, uno de mis recuerdos preferidos. Se trata de lo que vuestras mercedes llaman la Rebelión de los Comuneros de la Nueva Granada, despelote descomunal en el que tuve el honor de participar. Esto me conviene, porque me da pretexto para escribir dos o tres capítulos más, ya que el cuento es largo.

Por otra parte, creo muy oportuno hablar de ese enorme movimiento de protesta popular, porque hasta donde me alcanza la memoria ésa fue la única vez en toda la historia que los señores colombianos (en esa época granadinos o reinosos) estuvieron unidos en una causa común. Nunca jamás, ni antes ni después, se ha visto a los habitantes de la región colombiana trabajar juntos, ayudarse los unos a los otros, mostrar tolerancia los unos hacia los otros y contribuir con los esfuerzos individuales para el progreso colectivo. Solamente durante el brevísimo período que va del 16 de marzo al 5 de junio de 1781, se ha podido ver a vuestras mercedes los reinosos en plan de unidad, comprensión y cooperación para enfrentarse a sus enemigos. O, como dicen por ahí algunos trasnochados que predican pero no practican, "unidad, organización y lucha".

Bien. Acomódense y oigan. Corría el año de 1778 y los señores reyes de Inglaterra, Francia y España, totalmente aburridos de vivir como reyes (o sea como parásitos), decidieron divertirse un poco. Así que armaron otra guerra entre ellos. Por supuesto, el dinero para financiar la guerra tenía que salir del pellejo de sus respectivos súbditos (incluidos los burros), especialmente de sus colonias. No es que la cosa marchara muy bien, porque ya en 1776 los señores gringos de Norteamérica habían decidido declarar la Independencia y los ingleses habían tenido que llenar esa región de "Casacas Rojas", que eran los "Boinas Verdes" de la época. Pero don Jorge Washington, él solito con ayuda de muchos miles de gringos y otros tantos miles de burros, caballos y mulas, terminó finalmente de darles a los Casacas Rojas la patadita en el culo que les faltaba para que se fueran a Liverpool a fundar clubes de fútbol.

Ya veo, ya veo. Algunos de mis lectores me están mirando con ojos torcidos. Ya sé lo que piensan: "Las guerras no comienzan por capricho personal de los reyes, sino que son el resultado de fuerzas económicas y de la lucha de clases. Las guerras coloniales se hacen por el control de los mercados, por el control estratégico de los mares, canales, penínsulas y ríos, las materias primas y los recursos naturales".

Yo les respondo: todas esas perogrulladas están sabidas y resabidas desde hace mucho tiempo. A mí no me vengan con eso de que tengo que repetir lo que ya se sabe, para contar mis historias. Así que déjenme seguir y no me interrumpan.

El señor rey de España, don Carlos Tercero, un tipo con cara de cordero pero muy inteligente y reformista, había puesto dinero y soldados para ayudar a los gringos en su lucha contra los ingleses. Para conseguir los recursos que se necesitaban en esa aventura, mandó unos tipos horribles a sus colonias americanas, con el título de Visitadores, para que exprimieran por todos los medios a los pobres habitantes. A la Nueva Granada llegó, pues, el Visitador don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, flaco, tacaño, inflexible, malhumorado como un quirquincho, dogmático y absolutamente burócrata. Se levantaba a las cuatro de la mañana y trabajaba hasta las seis de la tarde, sin más pausa que para tomar una sopa insípida a las once y comer un mendrugo con chocolate a las cinco. Y su trabajo consistía en sacarle a los habitantes todo el dinero que tenían, despellejarlos, dejarlos en la ruina y después cobrarles multa por el delito de no tener más dinero.

Aparte de esto, puso estancos para todo lo que era la actividad del pueblo en esa época. ¿Que los pobres sembraban tabaco? Pues se pone el Estanco del Tabaco y el negocio es ahora del Estado. ¿Los indios tienen la sal de Zipaquirá? Pues que coman azúcar, porque de ahora en adelante habrá Estanco de la Sal. ¿Así que los mestizos le jalan a destilar aguardiente? Pues que destilen orines, porque a partir de este momento va a funcionar el Estanco del Aguardiente.

Así pues, para hacer el cuento corto y el sufrimiento breve, los habitantes del Reino comenzaron a sentir que algo muy negro y espeso les iba creciendo en el alma. Poco a poco, todos los pequeños odios que acostumbraban tener los unos contra los otros se fueron volviendo un solo odio grande, turbio, pesado y denso, contra una sola persona: el señor Visitador.

Bueno, había también otra persona en el cuento. Era un granadino muy inteligente, llamado don Francisco Antonio Moreno y Escandón, muy culto, muy letrado, muy progresista y tal. El señor Moreno y Escandón quería hacer una reforma muy progresista de los estudios. Pero como no tenía idea de la diplomacia política, se metió en conflictos con las órdenes religiosas que controlaban el negocio de la educación. Entonces comenzó contra él una campaña de odio y de calumnias impresionante. Y cuando los dulces clérigos y piadosos frailes se dieron cuenta de que el pueblo estaba a punto de estallar contra el avaro Gutiérrez de Piñeres, aprovecharon la coyuntura y se montaron en la ola, agregando sus consignas contra la reforma educativa de Moreno y Escandón.

El pueblo les aguantó la farsa, porque la educación era de todos modos un asunto que no incumbía a los pobres. Además, cuando uno se levanta contra el gobierno es mejor tener a los frailes con uno que contra uno.

Comenzaron a aparecer pasquines, panfletos, versos anónimos y otros papelitos que indicaban la existencia de una conspiración. En efecto, en El Socorro habían comenzado a reunirse los personajes más notables de la región, en la casa de un comerciante que se llamaba don Juan Francisco Berbeo. Muchos sabían de esto. Incluso el gobierno había recibido informaciones de sapos, que nunca faltan. Fue precisamente por esa época que conocí al sapo Hugo, sujeto sumamente malparido (dicho sea con perdón de las damas), que participaba en las reuniones de los conspiradores con las posiciones más extremistas y después se iba a contarle al alcalde Angulo y Olarte todo lo que había oído.

A pesar de todas las señales de conspiración, los señores oidores, muy ocupados en despiojar sus pelucas, y el señor Visitador, muy ocupado en despiojar al pueblo, no creyeron que el volcán estuviera a punto de estallar. Cuando comenzaron a producirse desórdenes, a fines de 1780, fueron tan gansos que creyeron que se trataba de hechos aislados, sin conexión entre sí. Pero la verdad es que ya por ese entonces el grupo de conspiradores dirigido por don Juan Francisco Berbeo estaba produciendo pequeños motines para ir entrenando a los activistas que iban a levantar el Reino unos meses más tarde.

Todo esto lo sé muy bien, porque yo tuve que llevar muchas veces cartas con instrucciones a muchos pueblos lejanos. Una vez, incluso, cargué a uno de los Uribes, de la familia de los "Magnates de la Plazuela", hasta los llanos del Meta, donde fuimos a comprar armas por orden de Berbeo. Los Magnates de la Plazuela eran los carniceros del Socorro, que mediante favores y ventas al fiado mantenían a todos sus clientes pobres controlados políticamente. Lo que ahora se llama "clientelismo político".

Así las cosas, el 16 de marzo de 1781, los señores Guardas de Rentas, o sea los malditos cobradores de impuestos, clavaron en la puerta del Cabildo del Socorro un edicto en el que se fijaban los nuevos impuestos de Alcabala, Armada de Barlovento, la Sisa, el Gracioso Donativo y otras tantas invenciones graciosas del desgraciado Visitador. Como era día de mercado y había gente de muchos pueblos vecinos, todos los activistas y agitadores de Berbeo estaban en su sitio. A eso de las diez de la mañana una viejita muy dulce y tierna, vendedora de verduras, de unos sesenta años de edad, llamada Manuela Beltrán, sacó con toda intención unos ovillos de hilo con el pretexto de venderlos. Los Guardas de Rentas se los decomisaron de inmediato, porque ella no había pagado la Alcabala correspondiente. Esto era lo que esperaba doña Manuela Beltrán. Encendida en santa cólera, henchida de ardor patriótico, inflamada por la aureola de su misión histórica, lanzó estas palabras inmortales sobre los Guardas de Rentas:

Y agregó otros vocablos que la decencia me impide repetir.

Esta fue la señal para que el pueblo que estaba en la plaza de mercado se sublevara del modo más unánime. Todos a una, como en Fuenteovejuna, rompieron el edicto y patearon la puerta del Cabildo, destruyeron las pesas y balanzas y las medidas que se usaban para cobrar los impuestos, y en un acto de furia revolucionaria despedazaron todos los símbolos de la Corona Española. Pero como estaban bien aleccionados, gritaban al mismo tiempo "¡Viva el Rey!", porque eso impediría más adelante que el gobierno los tratara como enemigos irreconciliables. Este era un truco que se usaba en todas las rebeliones populares europeas, desde comienzos de la Alta Edad Media. Había incluso una doctrina jurídica al respecto. Si uno se sublevaba y gritaba al mismo tiempo "¡Viva el Rey!", se le juzgaba como desobediente, pero no como revolucionario. Salvaba la vida. Recuerden vuestras mercedes que lo mismo hicieron los criollos que formaron las Primeras Juntas de Gobierno, en 1810.

A partir de ese momento la sublevación se extendió más rápidamente que un reguero de pólvora, incluso más rápidamente que un chisme de viejas beatas. Nosotros, los pobres burros, caballos y mulas, corríamos de un lado para otro transportando activistas que iban a levantar a Simacota, Oiba, Charalá, La Robada, Zapatoca, San Gil, el Valle de la Miel, el Valle de San José y otros cuatrocientos lugares, sitios, apostaderos, tabernas, parroquias, villas y ciudades. Ya a mediados de abril estaba en rebelión toda la antigua Provincia de Tunja y en el Reino había dos bandos bien diferenciados: el pueblo y sus aliados, unidos en la preparación de la marcha sobre la capital, y el gobierno y sus amigos, unidos en la sala de la Real Audiencia, donde trataban de dar órdenes que nadie cumplía.

El 18 de abril, las masas sublevadas, dirigidas convenientemente por los activistas del Socorro, eligieron "democráticamente" a su Estado Mayor y Consejo de Guerra, y nombraron generalísimo a don Juan Francisco Berbeo. Ese día estaba yo mirando muy atentamente la asamblea popular, desde el parqueadero de burros del Socorro, cuando vi llegar a un caballero muy distinguido, con aires de historiador. Lo vi sacar una libreta de apuntes y una pluma de ganso, con la cual comenzó a escribir sus notas. Disimuladamente le eché una ojeada a su libreta y vi que tenía marcado el nombre del dueño: G. Arciniegas. Torcí el pescuezo para ver lo que escribía y alcancé a leer lo siguiente: "...los comuneros de América, son el pueblo que cae de golpe a las plazas para inventar a sus capitanes".

"¡Ah!", --pensé yo-- "si don G. Arciniegas supiera cuánto he tenido yo que trabajar para que el pueblo cayera de golpe a esta plaza, se daría cuenta de que en este negocio los capitanes se han inventado a sí mismos". Pero no dije nada, porque don G. Arciniegas parecía un cachaco muy fino y no está bien visto que cualquier burro ordinario se ponga a conversar en la calle con un cachaco fino.

Pues bien. La Junta de Guerra, o Consejo Supremo del Socorro, organizó de inmediato la marcha sobre Santafe de Bogotá. Los señores comuneros eran una masa enorme de labriegos, artesanos, cocineras, lavanderas, vendedoras del mercado, carpinteros, peones y todos los oficios que vuestras mercedes quieran, unidos en orden y concierto con distinguidos médicos, leguleyos despreciables, comerciantes tramposos, hacendados de horca y cuchillo y aristócratas de provincia. Habían venido marchando por distintas vías, ocupando pueblos y tomando prisioneros a los mequetrefes que se decían defensores del rey. Pero no habían tocado a nadie ni con el pétalo de una orquídea, no habían maltratado a nadie, no habían robado ni siquiera un pan. Se habían comportado de manera ejemplar, como nunca antes ni después se ha visto comportarse a vuestras mercedes. Pasaron por conventos de monjas y las monjas no sufrieron daño alguno. Pasaron por monasterios y los monjes no fueron molestados. Y así, gritando contra el señor Visitador y jurando lealtad al Rey y portándose bien con todos según el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres que cada día les recitaban sus Capitanes, los terrorificos rebeldes, el populacho ciego de ira, la masa feroz, la plebe desbocada y bárbara se fue acercando a la capital del virreinato.

Vuestras mercedes no imaginan la tembladera de los oidores, guardas de rentas, alguaciles y otros carajetes de similar jaez. El señor Visitador don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres salió corriendo para Cartagena más rápido que ligero. En la capital se organizaron procesiones, rogativas, novenas y otras ceremonias parecidas. El índice de abortos aumentó considerablemente, así como la tasa de desmayos por cada cien habitantes, el promedio estadístico de ataques de histeria por cada diez viejas bigotudas y el porcentaje de síncopes por cada siete novicias del convento de la Enseñanza.

Los últimos días de mayo de 1781, un espectáculo majestuoso, como nunca antes se había visto y como nunca jamás volverá a verse, se desplegó ante los ojos aterrados de los santafereños, en la inmensa llanura de Zipaquirá. Veinte mil hombres y mujeres del pueblo, unidos en una causa común, disciplinados y organizados en compañías, atentos a las órdenes de sus capitanes y tenientes, acampaba en las afueras de Nemocón. Más de cinco mil caballos, burros y mulas, pastaban con disciplina ejemplar y heroica serenidad, a la espera de las instrucciones de su Estado Mayor. Dijeron por aquel entonces los Oidores de la Real Audiencia, con maligna intención, que los excrementos de las caballerías habían cubierto la llanura y apestado la atmósfera, pero callaron, hipócritas, que ellos mismos se habían cagado de terror y de espanto en las sillas del Real Acuerdo. Dicho sea con respeto de las señoras y señoritas.

Solamente un individuo de las filas del Rey tuvo valor suficiente para salir al encuentro del Ejército Comunero. Ese individuo era el Arzobispo don Antonio Caballero y Góngora, sujeto inteligentísimo y de gran astucia, que más tarde tendría la gloria de ser el virrey más progresista que jamás hayan tenido vuestras mercedes.

Pero en ese momento el Señor Arzobispo no estaba jugando a ser progresista. Se había propuesto derrotar a los Comuneros sin más armas que su Religión y su Fe, mezcladas con algunos retoques de maquiavelismo y tres o cuatro cucharaditas de falsedad. Lo primero que hizo fue averiguar cuáles eran las fisuras internas del movimiento. Se enteró, por sus espías, que había una pugna abierta entre los señores de Tunja, aristócratas, y los notables del Socorro y San Gil, más democráticos y de "medio pelo". También descubrió que había toda una fracción reaccionaria en el movimiento, que quería despedazar el plan de estudios de Moreno y Escandón, pero que no se iba a jugar por las reivindicaciones populares. Vio que el jefe de los indígenas, don Ambrosio Pisco, era un pisco bastante mediocre y sin ímpetus para la rebelión, a quien era fácil asustar y ablandar. En consecuencia puso un equipo de agentes, frailes y laicos, a sembrar rumores, desconfianzas y recelos, y a los pocos días logró que los señores de Tunja se separaran del resto del movimiento. Casi todos los caballos se fueron con esos traidores, pero casi todos los burros y mulas nos quedamos con el pueblo.

Y así, mientras los señores Oidores de la Real Audiencia buscaban un hueco donde esconderse o un inodoro donde expresar su miedo, y mientras el heroico señor Visitador don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres batía el récord mundial de velocidad en su fuga hacia Cartagena, el Ilustrisimo Arzobispo don Antonio Caballero y Góngora disatribuyó sus espías, sus frailes y hasta al mismo sapo Hugo en el campamento comunero para sembrar la cizaña y la división, infundir el miedo al castigo divino y al fuego eterno del infierno entre los ingenuos comuneros y producir el desaliento, el temor, las dudas y las incertidumbres.

El generalísmo don Juan Francisco Berbeo tenía graves problemas. Mantener a veinte mil hombres acampados costaba un dineral y por esa época no existía ningún cartel que pudiera financiar empresas políticas. Los señores aristócratas de Tunja y Sogamoso se habían ido a patear ranas a los alrededores de Cajicá y advertían que si Berbeo amenazaba a Santa Fe, ellos pelearían contra él y habría guerra civil. Los doctorcitos más lagartos del Socorro, encabezados por don Salvador Plata, exigían una retirada inmediata y juraban que nunca había sido su intención juntarse con esa chusma comunera. Un cabo de una de las compañías de Charalá, de nombre José Antonio Galán, exigía con estrépito que se declarara la guerra revolucionaria por tiempo indeterminado y que se pasara a cuchillo a todos los explotadores, chupasangres, parásitos y privilegiados. La situación era crítica. Para colmo de males, el cachaco fino que yo había visto en el Socorro, o sea don G. Arciniegas, andaba metiéndose en todas las conversaciones y tomando notas. Según unos apuntes que alcancé a ver, todo lo que hacía Berbeo le parecía mal y todo lo que hacía Galán le parecía genial.

Así pues, el pobre don Juan Francisco Berbeo no tuvo más remedio que tratar de sacar lo mejor de la situación. Compuso lo mejor que pudo un tremendo pliego de peticiones, lo consultó con sus capitanes y lo presentó al señor Arzobispo para que él convenciera a los señores Oidores que firmaran sin chistar. Para evitarse problemas y escándalos, mandó a Galán a Honda, con la misión de poner preso al fugitivo señor Visitador y se preparó para una negociación difícil y larga. Confiaba en sus artes de comerciante, en su habilidad para regatear y en los quince mil comuneros que le quedaban y con los cuales podía amenazar.

El distinguido Arzobispo se dio cuenta de que Berbeo, en efecto, podía amenazar, pero nada más. Porque don Antonio Caballero y Góngora hacía ya días que estaba pagando de su bolsillo los gastos del campamento comunero y, al fin de cuentas, ya se había ganado la confianza de los rebeldes. Una de sus maniobras más inteligentes fue distribuir agentes suyos en el campamento, para comprar las escopetas y trabucos de los comuneros que tenían armas de fuego, a dos, tres y hasta cinco pesos por ejemplar.

El astuto Arzobispo informó a los señores Oidores de la Real Audiencia sobre esto. Les hizo creer que esa masa enorme de rebeldes era un monstruo peligroso sediento de sangre y que había que aceptar sin discusiones las Capitulaciones que había redactado Berbeo. Este santo príncipe de la Iglesia se dio cuenta de que el pueblo, en su ignorancia, creía que la negociación era con el Arzobispo y no con el gobierno virreinal. Como le convenía, dejó que el pueblo siguiera en esa ilusión. Por eso, cuando a comienzos de junio de 1781 se juraron la Capitulaciones con las manos puestas sobre los Santos Evangelios, el pueblo creyó que el Arzobispo también estaba jurando.

Berbeo se dio cuenta del doble juego del Arzobispo. Sabía que el haber oficiado la misa y haber sido testigo del juramento de los Oidores, no obligaba a don Antonio Caballero y Góngora. Sabía también que la ley escrita de España tenía un principio jurídico muy claro, establecido desde hacía siglos: "las promesas del Rey, que han sido arrancadas por la fuerza o mediante amenazas, no deben ser cumplidas". Este era un principio de Estado que Berbeo no ignoraba.

Pero era conveniente callar. Al Arzobispo le convenía que la Real Audiencia se hundiera en el descrédito y la deshonra, porque él sabía que le rey don Carlos Tercero lo tenía ya nombrado para la sucesión en el mando. Era mejor manejar Oidores avergonzados y acobardados, que Oidores triunfantes.

A Berbeo y sus capitanes de confianza les convenía callar, porque no habiendo logrado entrar en la Capital, el futuro era muy peligroso e incierto y resultaba más prudente mantenerse en buenas migas con el Arzobispo.

A los señores Capitanes de Tunja y Sogamoso le convenía callar, porque podían presentarse ante el rey como los héroes que habían detenido la marcha sobre Santafé. Pensaban incluso cobrar algún premio, o por lo menos ganar el perdón absoluto por haber participado en el movimiento.

Solamente había cuatro sujetos interesados a armar un escándalo sobre este negociado: primero, el señor Visitador, porque las Capitulaciones aprobadas decían que había que echarlo a patadas del Reino; segundo, José Antonio Galán, porque él quería armar una revolución a como diera lugar y toda negociación de paz la parecía una traición horrenda; tercero, don G. Arciniegas, porque su chusma heroica se le dispersaba y regresaba mansamente a los pueblos como un rebaño de corderos; y cuarto, yo, porque con la firma de las Capitulaciones se me acababa la diversión con las mulas de Zipaquirá y tenía que volver a la finca de don Salvador Plata, viejo miserable y cabrón, que me explotaba sin misericordia.

Así pues, el Visitador se negó a reconocer las Capitulaciones, Galán declaró que la revolución continuaba y yo me fui a alistar en sus filas. Don G. Arciniegas se vino montado en mi lomo y después de un trote largo alcanzamos al Capitán José Antonio Galán en el momento en que entraba a Honda, con ínfulas de Libertador.


Pantxo de Vizcaya, el Orejón