La preocupación de don Miguel de Unamuno por el estudio de las relaciones entre el autor y sus personajes, evidenciada en toda su obra y explícitamente tratada en su Vida de Don Quijote y Sancho (1905), hubo de conducir pronto a otra más honda e inquietante: la del conocimiento de las relaciones entre los entes de la "realidad" y los de la "fantasía", entre el mundo de lo real y el de lo imaginario. De esta inquietud nació Niebla, historia triste, tierna y cruel de amor y desengaño.
He aquí la trama. Augusto Pérez, joven, rico, soltero y huérfano, sale a la calle y decide (por pura y arbitraria ocurrencia de Unamuno) seguir al primer perro que pase. Pero, distraído y ensimismado como está (como es), se va detrás de una "garrida moza" que acierta a pasar por allí. Esto desencadena un alud de consecuencias, situaciones y acontecimientos en que el propio autor se ve enredado hasta el punto de encontrarse en la necesidad de matar al pobre Augusto.
En efecto: la "garrida moza" entra en el edificio donde vive, y puesto que Augusto la ha seguido por el hábito propio de los jóvenes solteros y sin ocupación, debe ahora, por fuerza de la tradición y el uso, averiguar con la portera o Cerbera (Celestina en ciernes, más bien), sobre el nombre, estado y condición de la muchacha. De allí a enamorarse no hay más que el paso establecido por las normas del folletín, y una vez enamorado corresponde que inicie los pasos formales del contacto epistolar a través de la Cerbera/Celestina.
Será un amor con problemas. La amada, Eugenia, es una muchacha independiente, de carácter fuerte e impetuoso, orgullosa de su condición de mujer y convencida de que todos los hombres somos unos brutos. Como es enemiga de todos los convencionalismos (acaso por influencia de su tío, don Fermín, un anarquista quijotesco), vive enamorada, claro está, del tipo más bruto, si no de la ciudad, por lo menos de la novela: un haragán, débil de carácter, vividor, con alma de chulo y para colmo bonito, cualidades todas que le otorgan el encanto irresistible del Don Juan. Las mujeres lo conquistan y él se deja conquistar en vez de trabajar como hacemos los demás brutos.
Conmovido por las dificultades económicas de su amada, Augusto decide hacerse cargo de una hipoteca que grava al único patrimonio de Eugenia. Lo hace con cándida generosidad, pues él es inexperto en asuntos de mujeres y de amor. Su gesto, naturalmente, es interpretado de la peor manera por Eugenia: ella, como casi todos los demás personajes de la historia, entiende que el amor es un sentimiento lleno de intereses y cálculos muy prácticos. No puede imaginarse que el "panoli desaborido" de Augusto quiera hacerle un bien sin esperar retribución alguna.
Después de peripecias, intentos de conquista, desprecios y dudas, Eugenia acepta casarse con Augusto. Pero en vísperas de la boda se escapa con su amante, Mauricio, a gozar con él de los beneficios económicos que la ingenua generosidad de Augusto ha dado a ambos. La burla es aún más terrible: Mauricio se ha llevado también a Rosario, la muchacha del planchado, a quien Augusto ha creído amar en su horas de dudas y de angustias.
El sentimiento del escarnio impulsa a Augusto hacia el suicidio, acaso porque no quiere verse a sí mismo avergonzado y escarnecido, porque no puede aceptarse a sí mismo, o tal vez porque necesita desahogarse matando a alguien y no se atreve a quitarle la vida a otro. Abrumado, emprende el viaje a Salamanca para despedirse de su creador, don Miguel de Unamuno, y platicar con él un rato antes de suicidarse.
Pero don Miguel no está dispuesto a permitir que su personaje disponga de su propia vida. Este sería un intolerable acto de libre albedrío que Dios no permite a sus criaturas. Y el autor es el Dios de sus personajes. La discusión que se produce entonces entre don Miguel y Augusto, climática emocional y filosóficamente, pone en evidencia que Augusto ha llegado a pensar en matar a Unamuno. La cólera del Creador ante esta herejía es terrible: "... para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!"
Y se muere, en efecto, como se murió Don Quijote, o peor. Porque Don Quijote se murió al darse cuenta de que todas sus empresas, hazañas, enemigos, princesas, castillos y gobernadores eran entes de ficción, puras imaginaciones locas de su cerebro febril; y el pobre Augusto se muere sabiendo que él mismo no es más que una imaginación del cerebro (no menos febril, digamos) de don Miguel de Unamuno.
Dentro del ámbito de esta trama, contada con imperfecciones subjetivas porque don Miguel de Unamuno ha querido que yo, como lector, participe en los acontecimientos y les ponga mi propia imaginación, se desarrollan relatos, sub-tramas, historias que de un modo u otro enriquecen, comentan, orientan y ejemplifican las preocupaciones intelectuales de Augusto Pérez: ¿Qué es el Amor? ¿Cómo son y de qué substancia están hechas las Mujeres? ¿Cuál es la función y el sentido del Matrimonio, de la Paternidad, del Hijo, de la Vida? ¿Cuál es, una y otra vez, la relación entre el Ser y el Existir, entre Realidad y Verdad, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo sensorial y lo imaginario?
Y cada una de esas historias es profundamente humana, sencilla y conmovedora, y por eso mismo tremendamente complicada, profunda, tierna y ridícula. Así don Antonio, inocente y buenazo, abandonado por su mujer, llega a establecer una relación con la mujer del individuo que se voló con su mujer, y vive sucesivamente la rabia demoledora del escarnio, la compasión por la mujer que su rival a su vez abandonó, un sucedáneo de amor (amor por despecho y por venganza) con y hacia esa mujer, un amor paternal y cuasi-incestuoso hacia una hija de esa mujer, los celos mortales al enterarse de que el hombre que le robó a su esposa ha tenido un hijo en ella, el deseo de engendrar un hijo por puros celos y finalmente, como resultado de una grave enfermedad de la mujer de su rival, la toma de conciencia de su amor por esa mujer. En la historia de este cuádruple adulterio hay mucho sufrimiento pero hay también amor, y cada uno de los tetra-adúlteros recibe su dosis de consuelo y de cariño. Así, también, otros se aman por costumbre y otros por contrato de conveniencia y otros, los humildes o los que fueron casados por convencionalismos sociales, sostienen que el amor es cosa imaginaria, de teatros y de libros, "lujos" que otros pueden darse pero que son ajenos a la sensatez de la vida cotidiana. Curioso efecto éste, de ver a personajes de libro cuestionando la existencia del Amor con el argumento de que es un asunto "de libros".
Lo que campea en la obra es la idea de que entre el mundo de "lo real" y el mundo de "lo imaginario" hay fronteras imprecisas, vagas, acribilladas de pasajes, vasos comunicantes, puertas y túneles que permiten el paso en ambas direcciones, y que son precisamente esas vías las que dan sentido a lo "real", puesto que lo "real" puede aprehenderse únicamente con y en el magín, esto es, en el territorio de lo "imaginario". Por eso puede ser Hamlet "uno de los que inventaron a Shakespeare" (y uno de los que mejor lo hicieron, hay que reconocerlo); por eso puede Augusto Pérez decirle a don Miguel de Unamuno: "es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado", y puede por eso añadir que otras criaturas de don Miguel, como don Avito Carrascal y don Fulgencio de Entrambosmares del Aquilón, serán sin duda de la misma opinión; y por eso puedo yo, lector que leyendo voy siendo un poco criatura de esas criaturas, decirle a don Miguel que yo no lo conozco bien ni a él, ni a su mujer, ni a sus hijos, y nada sé de sus entretelas, excepto lo que él no puede evitar que sus personajes me cuenten de él, y lo que sus personajes me cuentan es siempre diferente de lo que él mismo quería que me contaran.
Por ejemplo, todas las mujeres creadas por don Miguel tienen un tremendo calor humano, una autenticidad carnal extraordinaria. Todas ellas me dicen, con su modo de ser y de existir, que don Miguel tiene un corazón muy cálido y lleno de cariño sentimental por las mujeres. La madre, cuyo dulce recuerdo conmueve y enternece a Augusto; Rosario, la del planchado, que ama por compasión al pobre infeliz; Liduvina, la criada, sensata y sutil (quiero decir con el tipo de sutileza propio de Sancho Panza); doña Sinfo, la pobre viuda que se casa con el destartalado don Eloíno Rodríguez de Albuquerque y Alvarez de Castro para cuidarlo en sus últimos días, a cambio de que él le deje su pensión de viudedad; en fin, todas tienen sus debilidades y cualidades individuales, intransferibles, no "típicas" ni "genéricas". Rotundo mentís al mentecato de don Antolín Sánchez Paparrigópulos, erudito y badulaque, historiador de minucias y compilador de bagatelas, entusiasta de la "legión de pincha-ranas, caza-vocablos, barrunta-fechas y cuenta-gotas de toda laya", para quien todas las mujeres tienen una sola alma común y "quien conozca a una, las conoce a todas", necedad que no puede sostenerse ni siquiera cuando se habla de almas de zopencos, pues incluso Paparrigópulos tiene un alma única e inconfundible en la incontable muchedumbre de los papanatas.
Metido a explorador en el laberinto de la realidad, don Miguel tiene que inventarse a sí mismo y ponerse el pellejo del imaginario Víctor Goti, buen prologuista, aceptable marido y mejor padre, a quien la proximidad del hijo engendrado casi por accidente ha cegado y ya no puede ver las crecientes fealdades que el embarazo produce en su esposa, así como el fogueteiro, víctima de la pólvora fatal de su pirotecnia que al explotar por accidente le ha destruido los ojos, no puede ver por eso las horribles quemaduras que la misma explosión ha producido en el bello rostro de su amada. Goti y el fogueteiro creen que sus respectivas mujeres continúan siendo hermosas, aunque están ciegos por razones diferentes: el pirotécnico tiene los ojos destruidos, Goti los tiene distraídos. Pero en ambos casos se confirma la antigua sospecha filosófica de que la ceguera no es más que un modo de ver la realidad.
Por eso Unamuno ha necesitado desdoblarse en Goti. Por eso Goti es Unamuno cuando hay que decir cosas que éste no quiere decir por sí mismo, cuando don Miguel quiere discutir consigo mismo, o enterarse de hechos que él mismo no ha podido o no ha querido ver. Pero Goti es además un personaje con su propia lógica interna, amigo, interlocutor y en cierto modo consejero de Augusto Pérez: él sabe que la suprema prueba de lo verdadero consiste en unir, mezclar, aparear, confundir lo real con lo imaginario, y que "el que no confunde, se confunde".
¿Y qué es la Verdad, acaso, si no un modo de existencia de la ficción? ¿Y qué lo inteligible si no un modo de ser de lo ininteligible? Unamuno ha querido que Goti escriba el prólogo de la novela y este personaje inventado ha aprovechado la ocasión para afirmar que Augusto sí se suicidó efectivamente, y que por tanto la versión de que murió por voluntad de su Creador es errónea. Goti sostiene haber tenido con Augusto una conversación que no consta en el relato textual de Niebla, y dice que de esta entrevista y de otros hechos que no explicita, surge la evidencia del suicidio. Ahora bien, el hecho de que don Miguel de Unamuno responda en su Post-Prólogo, no con argumentaciones de prueba, sino con la amenaza de hacer morir a Goti como hizo morir a Augusto, es muy revelador: don Miguel se reafirma en su condición de Creador con derecho de vida y de muerte sobre sus criaturas, pero no alega ser omnisciente ni cuestiona la posibilidad de que Augusto y Goti hayan mantenido conversaciones que a él no le constan. El lector puede reírse cuanto quiera, pero es un hecho que las criaturas imaginarias de cualquier creador suelen estar muy despiertas y activas tanto en la conciencia como en el inconsciente del creador, y tanto cuando éste vela como cuando duerme, sea que sueñe o que no sueñe. Él las puede matar cuando quiera porque él las creó, o al menos eso es lo que él cree; pero mientras vivan, él solamente podrá adquirir conciencia de una pequeña parte de lo que ellas hacen y dicen. Más aún, muchas de esas criaturas continúan viviendo con vida propia largo tiempo después de la muerte de sus creadores. Si esto no fuera así, Edipo no habría podido jamás enseñarle nada a Freud. Tal es la verdad sencilla que brota del delirio imaginativo de Unamuno.
La narración se resuelve casi exclusivamente en el terreno del diálogo. Toda la trama central es desarrollada a través de diálogos, e incluso cuando Augusto Pérez medita y reflexiona sobre sus problemas y sentimientos, lo hace dialogando, sea con su propio yo, sea con su fiel amigo el perro Orfeo.
El lenguaje narrativo de Niebla se ocupa fundamentalmente de la vida interior y el carácter psico-ideológico de los personajes, expresados a través de lo que dicen y de cómo lo dicen. El nivel dominante, coloquial, de entonación cotidiana, permite bien la "puesta en escena" de una amplia gama de temperamentos individuales. La palabra puede asumir, en boca de doña Ermelinda, tía de Eugenia, los rasgos precisos que definen a una señora de clase media, "sensata", inmersa en los valores de su condición y clase; y en boca de don Fermín, el vaho heroico y solemne, quijotesco, de quien siempre tiene motivo para hacer una declaración de principios filosófico-morales en cualquier situación y circunstancia.
Es precisamente en el diálogo donde se manifiesta el carácter esencial de esta narración como nivola, esto es, como una novela que genera sus propias reglas, que se discute a sí misma, que hace del lector un participante activo, un creador del mundo interior de los personajes, porque según propia confesión de Víctor "nosotros no tenemos dentro" y el alma de un personaje de ficción no tiene más interior que el que le da no (solamente) su autor, sino (también) su lector. La nivola ha de tener mucho diálogo, porque el diálogo es discusión y no es posible vivir sin discutir, y cuando el personaje se quede solo hay que hacerlo discutir con su otro yo, o inventarle un perro para que discuta con él. La nivola no debe, no puede caer en la trampa fácil de la acción, de la pantomima, del hacer; ella debe devolverle a la palabra, al Verbo, su potencia creadora, su capacidad de engendrar inquietudes, pasiones, seres que nos hablan y que nos guían de la mano por el mundo de lo imaginario, que es el único donde nos encontramos todos para entendernos y desentendernos.
La nivola, pues, no debe tener un argumento acabado, prefijado, predeterminado por el autor; ella debe reproducir el flujo entrecortado, sorpresivo, inesperado y eternamente nuevo de la vida. En ella no habrá lugar para las descripciones fotográficas de la realidad ni para los retratos sicológicos, porque tanto aquéllas como éstos quedan implícitamente desplegados, evidenciados en el diálogo de los personajes. El personaje central no será propiamente un protagonista en el sentido de que los otros personajes y los sucesos giran en torno a él y se acomodan a su devenir; no será tampoco un héroe ni un anti-héroe, es decir, un polo, un contendiente, un contrincante, un antagonista en el marco de una confrontación con fuerzas externas; será un ser en agonía, en lucha con su propia existencia, con la razón de ser de su propio ser: será un agonista. Será inacabado e imperfecto porque su creador es humano, imperfecto e inacabado como lo es por esencia el nivolista. Finalmente, será capaz de dialogar con su Creador y de cuestionar su existencia y sus poderes porque ¿qué sentido tendría imaginar una criatura que no fuera capaz de imaginar a su imaginador?
Que la palabra nivola haya nacido del magín de Víctor Goti, un poco en broma y otro poco en burla, tiene poca importancia en este contexto. También el imaginario Cide Hamete tuvo en su hora la ocurrencia de gastarnos una broma que todavía perdura como la más maravillosa aventura de la lengua castellana por los territorios del diálogo nivolesco. Porque no es desatinado decir que el género de la nivola tiene alguna raíz remota en las peregrinas conversaciones de Don Quijote y Sancho. Más lejos aún: el propio Goti reconoce que lo que Platón cuenta de Sócrates puede ser muy bien una nivola.
También de maestros clásicos procede la palabra misma. Unamuno emplea los diferentes sentidos de un vocablo con el mismo ingenio de Quevedo, cuya influencia es evidente cuando dice, por ejemplo, que la revelación de Eugenia como mujer fuerte había arado las entrañas de Augusto "alumbrando en ellas un manantial hasta entonces oculto". Esto implica dos sentidos: a) iluminando en ellas un manantial, etc., y b) dando a luz (pariendo) de ellas un manantial, etc. La expresión "hasta entonces oculto" empuja al lector a la primera interpretación, pero ya que Unamuno escribió inicialmente (primera edición) "alumbrando de ellas", es posible vislumbrar aquí una intención de doble significado.
Más evidente es la polisemia en la expresión "se empeña don Miguel de Unamuno" que usa Víctor Goti ya en la primera oración de la obra, para explicar por qué es él quien se ha hecho cargo de escribir el prólogo. "Se empeña" significa: a) se obliga, se compromete, empeña su persona, asume un riesgo; b) se empecina, insiste, porfía, se obstina, se emperra, se encapricha; c) se entrampa, se endeuda, se hipoteca; y d) entra en una lucha, se traba con un contrario, inicia una confrontación. El contenido del prólogo nos hace comprender que Unamuno (mejor dicho, Víctor Goti) ha usado todos esos significados simultáneamente.
Quevediano es, también, el cambio de significación. "Empedernido" quiere decir principalmente irreductible, impenitente, contumaz, recalcitrante, endurecido, duro, implacable, inexorable y muchos otros conceptos por ese estilo; Unamuno lo emplea, regresando a los orígenes, como "petrificado", con lo cual nos obliga a meditar sobre el meollo de palabras que usamos a menudo sin pensar mucho en ellas. En la misma página, "apechugaba" ya no tiene el uso intransitivo y la acepción de resignarse ("a lo hecho, pecho"), sino que sirve para contar que la madre de Augusto, para consolarlo, lo abrazaba apretándolo contra su pecho, o su pechuga. Con el consiguiente efecto mixto de ternura-humor.
Ahora bien, don Miguel no se pierde por los meandros del culteranismo. El quiere poner su idioma al servicio de sus ideas. Por ello rechaza los juegos de palabras que no sirvan para expresar exactamente lo que quiere decir. A don Miguel le apasiona la unidad de los contrarios, el inter-juego de los opuestos, la capacidad que tienen las cosas recíprocamente excluyentes de no poder existir la una sin la otra. "No hay nada más malicioso que la inocencia, o bien, más inocente que la malicia", dice. Frases como ésta abundan en Niebla y Unamuno ama este juego de opuestos que se entrelazan para dar a la contradicción nuevas dimensiones. Tal vez la más acabada frase de este género es la afirmación de que los médicos se mueven constantemente en un dilema: "o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por miedo a que se les muera". Goti dice que "todo es uno y lo mismo", repitiendo a Heráclito sin mencionarlo, y añade que "la risa no es sino la preparación para la tragedia" y que siempre hay que "confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad". Aquí acota mi buen maestro, José Luis Serrano, que tal vez el filósofo citado no es Heráclito sino Parménides, ese empedernido propagandista de la Unidad del Ser, y yo reconozco que así puede ser y que tanto puede ser el uno como el otro, porque mi excelente amigo Heráclito proclamaba la Unidad Universal de los Opuestos, esto es, el reino eterno de la paradoja.
En fin, "las frases, cuanto más profundas son, más vacías". Abrumado literalmente (esto es, inmerso en la bruma), en medio de la niebla de la realidad, Augusto Pérez saldrá de su oscuridad existencial precisamente cuando se vea compelido a poner en duda su propia existencia. Entonces será capaz de ver con claridad que todos moriremos, todos, los que fueron creados por un autor de ficciones y los que nos creemos criaturas de la naturaleza o de Dios. Entonces podrá decirle a don Miguel de Unamuno que su existencia es tan dudosa y tan cierta como la de don Avito Carrascal, personaje imaginario que hace una penosa peregrinación desde la novela Amor y Pedagogía, donde hace algunos años se le suicidó su desgraciado hijo Apolodoro, y se presenta sin anuncio previo en Niebla solamente para contarle a los lectores que la desgracia lo ha redimido.
Y es que la nivola es, en última instancia, un género de redención, un ámbito en el cual el autor, el lector y los personajes conviven y se ayudan, se recrean, se consuelan y establecen, en fin, las condiciones de la existencia verdadera, esto es, la de los seres que habitan ambas vidas, la real y la imaginaria, y en ambas dejan huella perdurable.
C.V. (Estocolmo, 1993).