¡Qué mala suerte ser macho!

Escrito originalmente en sueco para el diario
Svenska Dagbladet de Estocolmo.
Publicado el sábado 17 de mayo de 1997.
Traducido por el autor, para los lectores de
La Rana Dorada.


La tía Matilde me miró fijamente de un modo extraño. En su mirada refulgía una inquietante chispa eléctrica, un destello de alguna dimensión desconocida.

— Ay, ay, ay— pensé asustado —ahora me cae encima una conversación "sumamente seria"...

Pero no, nada de eso. Para sorpresa mía, sus palabras fueron suaves, amables, casi cálidas:

— Carlitos tiene que darle gracias a Dios porque lo hizo hombrecito.

— ¿Qué quiere usted decir con eso?

En aquellos tiempos era casi prohibido decirle "tú" a las tías. De hecho, era recomendable decirles "Su Merced" .

— Pues que ser mujer es muy trabajoso, se entiende.

Se decía en aquellas edades remotas "trabajoso" para significar "problemático" . Estaba claro que a la tía Matilde le molestaba a veces ser mujer.

Ajá. Estábamos en mayo de 1948. A comienzos de abril, el día 9, el candidato presidencial del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán, había sido asesinado en el centro de Bogotá. Durante la violenta revuelta que se desató como consecuencia de este crimen habían muerto unas treinta mil personas: tal vez unos 29.500 hombres y unas 500 mujeres. Y ahora resultaba que era "trabajoso" ser mujer.

Yo tenía entonces nueve años. Mi papá acababa de ser condenado por un tribunal militar a diez meses de prisión. Claro, mi papá era amigo cercano y colaborador del líder asesinado y en consecuencia había participado activamente en la insurrección popular, intentando derrocar al régimen conservador. El señor Fiscal Militar, muy severo y digno, acusaba a mi papá de ser uno de los autores intelectuales de la revolución aplastada a sangre y fuego. Nosotros, los muchachitos de la parentela, conocíamos todos los pormenores de este juicio.

Las mujeres adultas, las tías, que eran todo un regimiento (mi mamá tenía nada menos que ocho hermanas) nos habían dicho que mi papá estaba de viaje por el mundo. Un viaje cultural, decían. Tal vez fuera muy trabajoso para ellas decir esta mentira tan grande. En todo caso fue muy trabajoso para nosotros hacerles creer que les creíamos.

Las mujeres acostumbraban reunirse en la cocina, no solamente para controlar y atormentar a Teresa, la sirvienta, una mujer campesina que sabía cocinar como una diosa. La cocina era como un templo donde se desarrollaba un ritual misterioso, una y otra vez, día tras día, semana tras semana: las mujeres se encontraban ahí y compartían sus secretos. Hoy, medio siglo más tarde, todas esas mujeres están muertas y ningún hombre sabrá jamás qué era lo que se decían las unas a las otras ahí en la cocina.

Una vez intenté entrar en la cocina. En realidad yo no quería meterme en los asuntos de mis tías. Mi deseo era aprender a cocinar. Me parecía entonces que había algo mágico en ese arte de los olores y los sabores: convertir un pollo escandaloso, vulgar, gritón, en una delicia, transformar un viejo amargado (mi tío) en un señor alegre y satisfecho. Eso era casi un arte de dioses. ¡Preparar comida!

Pero ante la puerta de la cocina estaba plantada la tía Matilde, en toda la magnitud de su estatura.

— ¡Alto ahí!— bramó como una Valkiria iracunda salida de alguna ópera wagneriana.

— Pero Su Merced, yo solamente quiero aprender a cocinar...

— ¡Pero Carlos, por Dios y la Santísima Virgen, usted se está volviendo marica! ¡Esto es inconcebible! ¡Un hombre no debe cocinar nunca! ¡Mejor dicho, un hombre no debe jamás entrar en la cocina! "¡Los hombres en la cocina huelen a caca de gallina!" ¡Fuera!

La tía Matilde comenzaba su trabajoso día de mujer a las seis de la mañana. En la iglesia. Ahí conversaba con Dios y la Virgen María Inmaculada durante tres horas. A las nueve era la hora de las "medias-nueves" , o sea la pausa del chocolate. El café no era buena cosa para las mujeres. Ella misma preparaba su "chocolatico" , bien caliente y espeso, en un "chorote" o chocolatera de barro cocido. Había que batir el líquido aromático con un "molinillo" de palo. El brebaje debía quedar tan espeso que la cucharita quedara parada en mitad de la taza o "pocillo" . Delicioso.

Un par de galletas campesinas, exquisitas, se tenían que sacrificar en este ritual. Y unos cuantos pedacitos de queso bien salado se echaban en el chocolate humeante, para pescarlos depués con la cuchara, convertidos en blancas madejas derretidas que los muchachos, en secreto, llamábamos "mocos de ángel" . Indescriptible.

A las diez de la mañana, repuesta ya del trabajoso descanso, estaba la tía Matilde de regreso en la casa de Dios y de la Santísima Virgen Bendita Sin Pecado Concebida, para continuar la piadosa reunión que se prolongaba hasta las doce del día.

Visto desde la perspectiva de la tía Matilde, el mundo debía ser un poquito extraño. En nuestra casa había frecuentemente una muchedumbre de hombrecitos. Por los corredores y las habitaciones circulaban primos y más primos en todas direcciones. Mi mamá y sus ocho hermanas habían resultado bastante productivas en lo referente a machitos. Bueno, aquí hay que excluir a la tía Matilde, porque ella se empeñó, con éxito, en permanecer soltera y virgen toda la vida. También había, por supuesto, una multitud de hijas y sobrinas, pero ellas estaban encerradas donde las monjas, unas en La Enseñanza y otras en María Auxiliadora . El colegio de las niñas había resultado ser un refugio seguro. Durante la insurrección de abril, muchos jovencitos habían resultado muertos en sus colegios, pero las niñas habían pasado la prueba sin mayores daños.

Por supuesto, yo no compartía la opinión de la tía Matilde acerca de lo que era "trabajoso" y lo que era divertido. Para ser franco, a mí me parecía que esto de ser macho era una suerte muy perra.

Todos los adultos acostumbraban sermonear gravemente a los jovencitos:

— Ustedes, niñitos, tienen que esforzarse con seriedad y disciplina. Cada uno de ustedes llegará a ser Jefe de Familia, guía y pastor de su rebaño, la esposa y los hijos. Cada uno de ustedes tendrá que hacerse cargo de mantener el hogar, su propia familia. Cada uno de ustedes deberá trabajar duramente para mantener el poder y usarlo con sabiduría, para decidir, para TOMAR DECISIONES!

Yo me sentía un poquito acosado cuando oía esas palabras apocalípticas. Era verdaderamente una situación muy trabajosa. Yo habría preferido cocinar e incluso, Dios me perdone, lavar platos y limpiar pisos. Pero, a ver si nos entendemos: yo no quería ser mujer, no me interesaba buscar marido, ni tener la barriga gorda con una criatura adentro, ni parir una criatura. No, no, no. Todo eso, sin duda muy respetable, no me interesaba en absoluto. Lo que yo quería era que nosotros los hombres pudiéramos tener algunas obligaciones más sencillas y que las mujeres asumieran de una vez por todas su responsabilidad y tomaran a su cargo una parte del trabajo pesado.

Porque, para ser sincero, cuando uno tiene nueve años y viene una vieja beata y le dice a uno: "Usted va a tener que alimentar a su familia y mantener en alto su honor" , entonces uno se siente un poquito acosado y abrumado. Eso es un peso muy grande, incluso para un adulto. Aunque, claro, los adultos no se dan mucha cuenta de esto porque no tienen la costumbre de reflexionar detalladamente sobre las cosas de la vida. Allá ellos, es su problema.

Cuando yo pregunté a mi papá qué pensaba sobre todos estos profundos asuntos de funciones masculinas y femeninas, me respondió:

— Se llegará el día en que las mujeres y los hombres tendrán más o menos el mismo valor ante la sociedad. Entonces las mujeres y los hombres podrán colaborar y trabajar juntos con alegría. Entonces eso de cocinar no será un oficio de mujeres sino un placer de todos los seres humanos. Yo creo que tú alcanzarás a ver ese día...

Sí, a mi papá le encantaba cocinar. En sus épocas de estudiante joven y pobre había vivido en París en la década de los años veinte. Con esto está dicho todo. Cuando él quería cocinar, echaba a gritos a todas las muejeres de la cocina. Peleaba con todas, menos con mi mamá: ella era tolerante y aceptaba la locura afrancesada de mi papá en la cocina. El resultado era casi siempre magnífico, espectacular. La sirvienta Teresa se acariciaba las mechas y con los ojos redondos como dos huevos fritos preguntaba:

— ¿Cómo puede Su Mercé hacer estos milagros?

Era un instante de triunfo para los machos del mundo. Nosotros, los jovencitos, remojábamos el pan en la salsa, nos chupábamos los dedos donde se juntaba la tierra del reciente juego de bolitas de cristal con la gloria de la crema, inspeccionábamos las cacerolas, ayudábamos a cortar la carne, mezclar los ingredientes, batir, picar, adornar, servir. El rito mágico transformaba los víveres cotidianos y prosaicos en deliciosas emociones cuando nos reuníamos todos en torno a la mesa y mi papá, como un auténtico exorcista, pronunciaba la ceremonial palabra cabalística:

¡Voilà!

El tiempo siguió su marcha. Los años pasaron. Llegó la pubertad y los muchachos comenzamos a pensar en otras cosas. Nuevos interrogantes nacieron en mi cerebro. Tal vez era verdad, de todos modos, lo que la tía Matilde acostumbraba decir. Tal vez era verdad que eso de ser mujer era muy trabajoso. Porque yo era muy feliz como hombrecito. Era un privilegio, esto de ser macho.

Tomar la iniciativa. Dominar. Decidir. Ser importante. Tener y tomarse libertades que las mujeres no tenían ni podían tomarse. Mirar descaradamente y sin recato todo lo que a uno le interesaba. Ser considerado como futuro político, futuro escritor, futuro dirigente, futuro amo y señor de su entorno.

Por aquel tiempo estábamos en el exilio, en Chile, mis padres, mis hermanos y yo. El destierro era duro, doloroso. Habíamos perdido todo. Papá consiguió trabajo pero el sueldo era bastante malo. Mamá no se sentía bien, tenía sus crisis. Los hijos tuvimos que hacernos cargo de los oficios de la casa. Y todo lo que yo había considerado divertido e interesante cuando era niño se volvió de pronto algo difícil, pesado, molesto, trabajoso.

Pero poco a poco salimos a flote y pudimos contratar a una "asesora del hogar" . No estaba permitido decir "sirvienta". Chile era sin duda más moderno y democrático que Colombia, de manera que a la "china" , "india" , "jesusa" , "fámula" , "mechuda" , "sierva" , "criada" o "sirvienta" había que tratarla con respeto. Así, de este modo democrático, fui liberado de las cadenas que me ataban al lavadero de platos.

Entonces quise hablar otra vez con mi padre acerca de las funciones masculinas y femeninas:

— Ahora me parece que verdaderamente es muy buena suerte esto de ser hombre.

— No—, dijo mi padre. — Es mala suerte ser hombre en una sociedad donde las mujeres sufren y son oprimidas. Nadie puede ser feliz en una sociedad injusta.

Ahora, después de medio siglo de cargar con estas reflexiones, lejos de la tierra natal, después de cuarenta años de destierros, me parece que papá sabía preparar deliciosa comida y decir verdades incuestionables.

C.V. (c)
Estocolmo, mayo de 1997.