Confesiones
de una culebra

5- La fiesta patria del 19 de abril
Cuando la noción de "Patria" estaba fresca todavía, los ricos y los pobres se juntaban para pasar un rato de jolgorio y sana diversión. Después de ese fraternal esparcimiento, los pobres se iban a dormir la borrachera a sus tugurios y los ricos podían disfrutar tranquilamente de su fiestas palaciegas y conspirativas.

Esta vida es una risa. Después de mi última crónica don Carlos Vidales estaba muy contento porque yo dediqué mi atención a asuntos de política y de guerra en lugar de contarles historias de alcoba, que son mi especialidad. Dijo incluso que me perdonaba los comentarios eróticos sobre la sabrosura de don Antonio José de Sucre.

Los animalitos que rondan alrededor de don Carlos, en cambio, quedaron encantados con la parte sicodélica de mi relato. La rana Cronopia lleva tres semanas babeando y cuando canta por las noches ya no dice "croa, croa, croa" sino "sucre, sucre, sucre". La cucaracha Victoriana Huerta se la pasa merodeando por la biblioteca de don Carlos Vidales, en busca de un buen retrato de don Simón Bolívar para "darle un empujoncito a la fantasía", dice ella, cuando fuma marihuana. El ratón Heráclito me pide a cada rato que le cuente más chismes del barrio Getsemaní de Cartagena, porque le quedó gustando mucho el asunto de las mulatas. El loro Eurípides quiere que le enseñe todas las malas palabras que don Simón Bolívar y don Antonio José de Sucre trajeron de Venezuela para enriquecer el léxico de los neogranadinos. Ahora se pasa los días gritando "¡Pinga!, ¡Pinga!, ¡Pinga!", embelesado con esta sonora expresión, desde que oyó decir que ésta era una de las palabras favoritas de Simón Bolívar (esto lo leyó en un "e- mail" que una simpática venezolana le ha enviado a don Carlos Vidales). Por su parte, el gallinazo Póstumo Mortecino Funerario de la Mosca de Camposanto y Plumanegra, conde de R.I.P, Marqués de la Gusanera, Duque de la Carroña y Caballero de la Orden del Rigor Mortis, exige que le repita una y otra vez el cuento de la mortandad en Cartagena por causa del sitio impuesto por don Pablo Morillo. De más está decir que el chulo Póstumo no dice "El Pacificador" para referirse al matarife Morillo, sino "El Benefactor". Y agrega que no por casualidad, sino por gratitud, los buitres del Caribe otorgaron en este siglo el mismo título de "El Benefactor" a don Rafael Leonidas Trujillo, gran fabricante de cadáveres. Siniestro asunto.

En cuanto al burro Pantxito, debo decir que él ha mantenido una actitud serena, indiferente y flemática. Su único comentario ha sido:

Así será. Pero yo, como culebra sensual que soy, rindo culto patriótico a los obreros y campesinos pero me acuesto con los héroes bonitos como mi delicioso Antonio José de Azúcar (alias Sucre), mi romántico Simón Llanura de Molinos (alias Bolívar) y muy especialmente mi sabrosón Mariano Montilla.

Ya les dije que este macho simpático logró recuperar el control de Cartagena para la cumbiamba patriota a fines de 1821. La cosa no fue fácil, porque primero tuvo que pasar increíbles aventuras que dejan al griego Ulises a la altura de un pedo mal tirado. No les voy a contar todos los detalles de esta historia rocambolesca, porque eso le corresponde a otros. El burro Pantxito estuvo en Los Cayos en 1816, cuando Montilla se peleó con Bolívar, lo desafió a duelo y juró que lo iba a matar. El loro Eurípides acompañó a Montilla en sus correrías de pirata por el Caribe, después del episodio de Los Cayos. El ratón Heráclito iba en uno de los baúles de Montilla durante la expedición de Francisco Javier Mina para libertar México y sabe muy bien lo que ocurrió en ese asunto. Y el sapo Hugo trabajó mucho en esa época por cuenta de los españoles, logrando infiltrarse en el cuartel general del corsario Luis Aury, en la isla de Providencia, cuando Montilla merodeaba por esos territorios. Supongo que todos esos testigos contarán alguna vez sus versiones de los hechos, aunque desde ya debo advertir que al sapo Hugo no hay que creerle mucho, porque es mentiroso e intrigante por convicción y doctrina.

Lo que yo puedo contar, porque lo ví, fue el regreso victorioso de Montilla. Apareció por nuestras costas a comienzos de 1820, con un ejército de llaneros, mulatos reclutados a la fuerza y otras gentes de la más diversa condición. Al lado de los hombres del pueblo, que venían a torso pelado porque el ejército patriota estaba muy pobre, marchaban regimientos enteros de irlandeses, con morriones de colores, uniformes brillantes que refulgían al sol, bigotes espectaculares y largos sables que resonaban como una letanía. Alrededor de las tropas merodeaban extranjeros de todas las naciones exigiendo que se les diera a cada uno el título de general de brigada, cuando no de marsical de campo. Habían salido de sus países en calidad de tenientes o capitanes y al desembarcar en Angostura ya eran coroneles, pero todavía no estaban contentos. Bolívar los había llenado de privilegios pero ellos exigían más y más. Se llegó el momento que el cuerpo de irlandeses se sublevó, saqueó e incendió Riohacha y estuvo a punto de arruinar toda la campaña.

También venía, revoloteando sobre al ejército patriota como las moscas revolotean sobre la caca fresca, una innumerable caterva de comerciantes, leguleyos, vendedores y compradores de todo lo habido y por haber, traficantes de influencias, aventureros y oportunistas. Naturalmente ahí venía el sapo Hugo, dándoselas de "asesor" de un comerciante llamado Juan Bernardo Elbers, alemán- sueco, quien con toda clase de maniobras había logrado venderle a Bolívar unos 22.000 fusiles para la liberación de Cartagena. Como de costumbre, el sapo Hugo se pasaba el día calumniando a todo el mundo, sembrando la desconfianza y los recelos. Los patriotas lo odiaban porque ya conocían sus andanzas de informante y provocador, pero el negociante Elbers lo protegía y le pagaba la comida a cambio de informes y chismes que el sapo siempre le conseguía. Y cuando no los conseguía, los inventaba.

Hay que decir que los suecos tenían en aquella época una colonia en el Caribe, la diminuta isla de San Bartolomé, que usaban como base comercial para traficar armas en el mercado internacional (como de costumbre) y como refugio de esas partidas de bandoleros del mar, piratas que actuaban bajo bandera corsaria y que llevaban allí los productos de sus robos para venderlos en subasta pública. Todas esas actividades daban muy buenos dividendos a los suecos, en calidad de derechos aduaneros e impuestos al comercio. Todo muy honorable.

Pero de todas estas cosas me ocuparé detalladamente en otras notas. Entonces les contaré cómo fue la campaña de la Costa, cómo se reconciliaron Bolívar y Montilla después de cinco años de odiarse como si fueran hermanos, cómo comenzaron a odiarse Montilla y el almirante Brión, cómo se logró la liberación de Cartagena y cómo nos instalamos otra vez en el barrio de Getsemaní nosotras, es decir, lo que quedaba de las mulatas chéveres y yo.

Hoy me voy a referir solamente a la gran fiesta patriótica del 19 de abril, porque don Carlos Vidales ha estado insistiendo en que debemos recordar los momentos luminosos y alegres de nuestra historia. Yo estoy de acuerdo y sin ir más lejos digo que mejor sería describir esas noches gloriosas de juego, borrachera y amor del bueno que tuvimos en Cartagena desde fines de 1821 hasta abril de 1831, bajo la jefatura suprema de don Mariano Montilla. Sin embargo, don Carlos Vidales exige que me concentre en el 19 de abril. A él le gusta mamarle gallo a los bobos que creen que él está refiriéndose al M-19 del flaco Bateman y de Carlos Pizarro (papacito divino). Pero en realidad, de lo que él habla es de la fecha patriótica de Caracas, el 19 de abril de 1810, cuando el pueblo decidió formar la primera Junta. Porque han de saber ustedes que los caraqueños se sacudieron el poder español antes que los santafereños. Además, si me permiten que me vaya un poquito por las ramas, los caraqueños fueron al grano y hablaron directamente: "No lo queremos", le dijeron al gobernante peninsular. En cambio los santafereños, un poquito más hipócritas, hicieron un escándalo con un pobre señor a propósito de un florero y sacudieron a la destartalada capital del Reino hasta que se cayó el virrey.

Ahora bien, mis queridos mamíferos lectores. Yo no estoy para contar historias políticas. Ya una vez le conté a don Carlos Vidales cómo era eso del 19 de abril en la época de la Gran Colombia. De ahí salió un artículo que don Carlos publicó con su firma, sin siquiera mencionar mi asesoría histórica. Ahora yo voy a usar ese artículo para mi crónica, porque estoy muy cansada para ponerme a escribir un chisme nuevo. Ahí va.

En la época de la Gran Colombia, el 19 de abril era el día nacional de todos y se festejaba por lo tanto en Venezuela, Nueva Granada, Panamá y Ecuador. Había fiestas aristocráticas y fiestas populares. Los señores Libertadores, caudillos militares y otros Padres de la Patria comenzaban el día con un Te Deum en la catedral o la iglesia principal del pueblo, después de lo cual presidían una parada militar muy alborotada por las bandas de músicos, los ladridos de los perros, la algarabía de los niños y el estampido de los "cohetes", "chispas", "bombas", "buscaniguas", "totes", "mataviejas", "quiebrapatas" y otras pólvoras; continuaban con un almuerzo pantagruélico en alguna de las casas más honorables del lugar, pasaban la tarde jugando al "tejo" o al "sapo" y durmiendo la siesta a ratos, mientras las señoras concertaban matrimonios, compartían chismes y preparaban los dulces y tortas de la cena próxima.

El populacho, entretanto, corría desbocado por las calles polvorientas gozando de la chicha gratuita que repartían los próceres en las entradas de los zaguanes, o improvisaba bailes en las plazas y parques, bajo la mirada curiosa y coqueta de las señoritas ocultas tras los postigos medio entornados de las casas "de gente bien".

A las seis de la tarde se iniciaba el baile en la casa principal de la localidad, presidido por el Libertador mas importante del lugar. En Cartagena, el general don Mariano Montilla era el centro de las fiestas mas brillantes y ruidosas en la historia de la ciudad. Su magnifico uniforme constituía por sí solo un espectáculo que ni siquiera los más opulentos virreyes habían logrado escenificar con tanto color y lucimiento: frac militar con bordados de hilo de oro reluciente sobre paño azul oscuro y raso rojo, charreteras que en Europa habrían causado la envidia de cualquier mariscal, sable con puño de oro, arreos de cordón tricolor, sombrero napoleónico con plumas amazónicas y, en fin, pantalones blancos de lino ajustados a unas piernas que siempre causaban la admiración boquiabierta de hombres y mujeres. Porque el Benemérito General don Mariano Montilla, de la Orden de Libertadores, Jefe Supremo del Departamento del Magdalena, tenía unas extremidades inferiores muy superiores.

En Quito presidía las fiestas el general don Juan José Flores, uno de los preferidos de Bolívar, muy joven y apuesto, temido por su valor y su crueldad con el enemigo, y poseedor de una elegancia severa, de estilo militar, que no le impedía buscar en las sombras de los aposentos una que otra aventura con las menudas damiselas de la aristocracia quiteña. Era alto y muy delgado, tenía la frente amplia, la barbilla poderosa, los bigotes negros y elegantes, una mancha de pelos hirsutos bajo el labio inferior (lo que comúnmente se llamaba "mosca") y unas ojeras misteriosas que daban una sombra romántica a sus ojos fríos y acerados. Su uniforme, rutilante de condecoraciones y terciado por la ancha banda tricolor, causaba sensación en el Te Deum y conquistaba el corazón de las damas. Flores no había vuelto a reír en público desde que el guerrillero realista Agualongo lo derrotara implacablemente en Pasto, por dos veces consecutivas, y esta seriedad trágica y profunda causaba un efecto admirable en el alma romántica de las mujeres quiteñas.

En Santa Fe, el dueño de la situación era el general don Francisco de Paula Santander porque el Presidente, don Simón Bolívar, nunca estaba ahí y se la pasaba haciendo campañas militares y libertando pueblos y planeando la independencia de Cuba, Puerto Rico, las islas Filipinas, las islas Canarias y la isla de Chiloé. Además prefería pasar la fiesta patria en compañía de Manuelita Sáenz, a quien los bolivarianos llamaban "la divina Manuela" y los cachacos aristócratas "la barragana del Libertador". Como se sabe, "barragana" es una palabra antigua que significa "concubina, amante, amancebada, moza" o cosas por el estilo, conceptos que los hipócritas santurrones empleaban en aquellos tiempos para mostrar su desprecio por el amor sincero.

Santander comenzaba el día como todos los demás jefes: en la misa del Te Deum. Inmediatamente después presidía la reunión de su logia masónica, de la cual era Maestre. Allí discutía con sus amigos librepensadores algunas máximas heréticas y otras porquerías anticlericales. Luego salía, acompañado de sus secuaces, a recorrer las chicherías populares, reuniéndose con la plebe y tomando chicha con la gentuza, con gran escándalo de los petimetres, aristócratas, zanahorios y otros mequetrefes por el estilo. Cerca del mediodía se hacía una pequeña parada militar y luego los escuadrones y regimientos se disolvían y cada soldado corría a su fonda preferida, a consumir fritangas, chicharrones y longanizas, con el bono de premio que Santander repartía para que la tropa se divirtiera a su gusto. Hacia las dos o tres de la tarde, el general Santander visitaba a sus amigas las señoritas Ibáñez, quienes le ofrecían chocolate con colaciones, almojábanas, garullas, mantecados y panuchas de arequipe, todo remojado con una copita de oporto o un vino de madeira. Luego de una tertulia muy amable, en la que no faltaban los chismes inocentes y uno que otro chistecito contra los curas, sacristanes y monaguillos, se iban todos, muy compuestos, al baile social organizado por algún magnate local.

Los bailes de la noche, en sociedad, terminaban a eso de las once y media. A medianoche, los señores Libertadores y patricios quedaban libres, porque sus esposas y queridas se iban a dormir, o por lo menos a intercambiar chismes. Entonces comenzaba la gran fiesta patriótica para los grandes caudillos. Había por aquel entonces en la sombría capital de la Gran Colombia, algunas "casas de señoritas", de movida y alegre reputación, a las cuales solían acudir los oficiales del Ejército Libertador, con el patriótico propósito de beber horchata, ingerir colaciones y compartir sus enfermedades exóticas, contraídas en gloriosas campañas y remotas tierras, con las señoritas complacientes y retrecheras que constituían el personal de aquellos antros deliciosos. Porque es preciso decir que en aquellos tiempos gloriosos la sífilis y la gonorrea eran "shareware", como dice don Carlos Vidales. Era muy común que los próceres de más peso hicieran visita allí, conversando democráticamente y relatando anécdotas de sus vidas heroicas, mientras los más jóvenes o los más populacheros se refocilaban con alguna moza en medio de risas y cantos estrepitosos. El benemérito general Hermógenes Maza, de la Orden de Libertadores, masacrador implacable de españoles, cubierto por todas partes de horribles cicatrices ganadas en los más gloriosos macheteos de la historia republicana, repartía juramentos, gritos obcenos y otras frases conmemorativas, en medio de la admiración de los novatos. Porque a medida que, en la cama, la moza de turno iba lamiendo las cicatrices de Maza, éste iba gritando el nombre de las batallas o las escaramuzas donde se había ganado esas marcas. ¡Esos eran machos, coño!

Montilla, en Cartagena, se iba a los casinos en las barriadas populares, con un maletín lleno de monedas de oro y billetes de banco, y junto con los otros oficiales de su Estado Mayor jugaba y bebía hasta el amanecer, echando chistes, bebiendo ron y perdiendo su fortuna del modo mas alegre posible. Era cliente muy asiduo de nuestro salón de juegos en Getsemaní. Hubo noches en que perdió cinco mil pesos de la época, suma que bastaba para comprar tres casas. Un oficial sueco, legionario en el estado mayor de Montilla, el Conde Federico Tomás Adlercreutz, se encargaba de organizar las parrandas más alegres y chispeantes para su benemérito jefe, mientras que otro legionario, el irlandés O'Connor, desperdiciaba el tiempo tomando notas y escribiendo estos chismes para las generaciones venideras.

Flores, en Quito, se iba a la cama con alguna nueva damisela. En los últimos años de la Gran Colombia, sin embargo, prefería pasar la noche conversando con alguno de sus oficiales de confianza. Allí, en la tenue oscuridad de sus aposentos, bebiendo aguardiente y jugando a los naipes, se discutía la mejor manera de impedir que el Libertador Bolívar enviara un nuevo jefe para el Ecuador, o en todo caso, la mejor manera de conseguir que ese nuevo jefe no llegara vivo a su destino. Dicen algunos que esto fue precisamente lo que ocurrió con mi bello Antonio José de Azúcar en 1830. A mí no me extrañaría que así fuera.

Santander también buscaba alguna damita santafereña para festejar el cumpleaños de la Patria. El prefería las mujeres casadas, que siempre le fueron fieles y le guardaron sus secretos con gran lealtad. Pero a veces, en lugar de acudir a los brazos de alguna señora distinguida, se quedaba vagando por los corredores vacíos de su palacio de gobierno, con un libro de Voltaire en la mano. El tipo era verdaderamente un hereje. Pero además Santander jugaba siempre con cartas marcadas, porque él festejaba tanto el 19 de abril como el 20 de julio, de manera que, mientras el resto de los grancolombianos tenía solamente un día patriótico, él tenía dos. Los curas y los godos lo odiaban, pero en cambio era muy popular en las chicherías, las galleras y las tabernas de mala vida y peor muerte.

Al día siguiente, 20 de abril, todos los grancolombianos despertábamos con "mal de cuerpo", estragados por la orgía catastrófica de la jornada anterior, y a ningún idiota se le ocurría pensar que el 19 de abril era un día de Venezuela y no de la Nueva Granada ni del Ecuador, porque todos, los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los avispados y los tontos, éramos hijos de la misma patria, miembros de la misma familia y habitantes de la misma nación.

Tiempos buenos, aquellos.

Me gustaría mucho darles un abrazo patriótico, pero sé que ustedes se pondrían un poquito nerviosos. La última vez que le dí un abrazo a un señor, se le cortó la respiración y quedó tieso. Así que dejaremos el asunto de ese tamaño.

Hasta la próxima.


Margarita Sinuosa de Crótalo.