Confesiones
de una culebra

4- Un sardino precioso: don Antonio José de Azúcar
Las culebras tenemos un corazón heroico: la emoción patriótica nos embarga, el amor a la causa emancipadora nos domina, la pasión por la justicia nos estremece cuando ante nuestros ojos se presenta un patriota adolescente delicioso y lánguido.

Estamos todos, como dicen los chilenos, "con el cuerpo cortado". O sea, "con la resaca", como dicen los españoles. Es decir, "con el guayabo" como dicen los colombianos. Hemos estado de fiesta porque don Carlos Vidales cumplió años el día 25 de febrero. Primero vinieron sus amigotes y bailaron como locos y se tomaron treinta botellas de vino, una de ron y setenta y dos cajas de cerveza. Cuando se fueron, a eso de la seis de la mañana, don Carlos nos abrió la puerta del sótano donde nos tenía encerrados (me refiero a mí, al burro Pantxo, a la cucaracha Victoriana Huerta, a la rana Cronopia, al loro Eurípides, al ratón Heráclito y a otros animalitos que ahora no es del caso mencionar), y nos dijo: "¡Ahora comienza nuestra orgía!"

Grave desengaño. La tal "orgía" consistió en beberse las cuatro botellas de ron que don Carlos había escondido para que sus amigotes no se las tomaran. La borrachera fue general y cada uno quería gritar más que los otros, nadie escuchaba a nadie y todos formulaban las teorías más disparatadas y absurdas. Un pandemónium. O sea, un desmadre.

En un instante de silencio, don Carlos, borracho como una cuba, me dijo:

— A ver, Margarita, si nos echas el cuento del sitio de Cartagena y el general Morillo, como lo prometiste la vez pasada.

— ¡Me opongo!— exclamó el burro Pantxo con voz potente. — Yo soy quien conoce estos acontecimientos mejor que nadie, porque yo estuve con don Simón Bolívar en Cartagena desde el año de 1812. Yo lo acompañé en sus incursiones sobre Mompós y Tenerife. Yo no me aparté de su lado durante toda la Campaña Admirable de 1813. Yo estaba presente cuando él firmó su famoso decreto de Guerra a Muerte. Yo fui testigo de sus desavenencias con el general don Manuel de Castillo, en Cartagena. Yo le ayudé a cargar baúles cuando juntos decidimos irnos para las Antillas en compañía de los corsarios franceses. Yo fui quien le ayudó a conseguir su famoso caballo Palomo. Así que me opongo a que un bicho rastrero, lombriz de prostíbulo, nos venga a dar lecciones de Historia Patria.

La cucaracha Victoriana Huerta replicó, moviendo los bigotes como tratando de tantear peligros invisibles:

— ¡Híjole, manito, ya se te subió el tequila por las orejas! ¿Ora no sabes que la culebra Margarita estuvo adentro de las murallas de Cartagena durante todo el sitio de 1815? ¿Ora no sabes que a ella también le tocó comer tacos de piojo y enchiladas de pulga porque la carne de burro ya se había terminado? ¡Órale, no seas pinche, deja que la Margarita nos cuente sus aventuras!.

Y dicho esto, sacó un pucho de marihuana y se puso a fumar del modo más desvergonzado.

Se armó entonces una discusión escandalosa, al cabo de la cual se decidió que yo podría contar lo que pasó en Cartagena y que el burrito Pantxo contaría después, en otra oportunidad, sus andanzas con don Simón Bolívar. Lo cual me parece justo.

Ahora bien. Como yo estaba muy borracha, no recuerdo exactamente lo que dije. Aquí me limitaré a hacer una versión muy incompleta de mi relato, porque me duele mucho la cabeza y siento como si tuviera nudos por todo el cuerpo.

Por la época en que comenzó el movimiento de independencia, yo vivía con mis viejas amigas mulatas en una casa de diversiones que teníamos en el barrio de Getsemaní. Pero en la ciudad propiamente dicha funcionaba también un consultorio de la mulata María de Jesús, quien era en aquellos años una anciana venerable capaz de describir el pasado de cualquier cliente hasta 37 generaciones hacia atrás, así como de predecir el futuro de personas, animales y plantas hasta 256 años hacia adelante. Tenía una clientela enorme, porque además las viejas chismosas querían que ella les contara sus recuerdos íntimos del virrey Solís, cosa que ella hacía con mucho placer, agregando tantos detalles de su fantasía, que el relato de cada acostada parecía una novela de Alejo Carpentier.

En 1810 estalló el grito de las primeras juntas en Caracas y Santafé, así como en otras ciudades importantes del imperio español. Los señores criollos tuvieron a bien formar juntas en las que se excluía la presencia de españoles. Ante esto, los señores españoles tuvieron a bien organizar asonadas, ataques e intentos de golpes de estado. Como respuesta, los señores criollos tuvieron a bien exigir a los señores españoles que se portaran como gente civilizada y europea. Los señores españoles tuvieron a bien aceptar el consejo, y como verdaderos europeos que eran se lanzaron a la guerra. Ayudados por algunos mestizos e indios que tenían ganas y necesidad de cambiar de clase, armaron una sedición bastante feroz, ocuparon la provincia venezolana, soltaron a los negros esclavos y desencadenaron la guerra social. Es que los señores criollos habían tenido a bien sacar a los españoles del gobierno, pero no habían tenido a bien ofrecer ninguna mejora de la situación a negros, mulatos, zambos, indios y mestizos.

En 1812 cayó Caracas en manos del feroz Monteverde, y una cantidad respetable de criollos revolucionarios llegó a Cartagena. Venían desterrados, huyendo de una represión espantosa. Eran en su mayoría jovencitos, gente acomodada, "mantuanos" , muy elegantes a pesar de las miserias del destierro. También eran en su mayoría extremistas, apasionadamente independentistas, profetas de la revolución y sujetos dispuestos a cualquier cosa para lograr la expulsión definitiva de los españoles.

En Cartagena se había formado la junta en 1811 y casi de inmediato se había declarado la independencia y la vigencia del sistema republicano. La élite blanca cartagenera estaba muy contenta. Ahora la ciudad era cabeza de un estado soberano, con una enorme cantidad de negros esclavos que garantizaban un presupuesto sano, sin deuda externa ni déficit en la balanza de pagos.

Como la ciudad era el puerto más importante del país, resultaba necesario proteger los accesos marítimos. Se extendieron en consecuencia una cantidad de patentes de corso a una innumerable multiud de aventureros italianos y franceses que se dedicaron a acosar con sus barcos y tripulaciones las naves mercantes españolas. La ciudad se llenó de comerciantes franceses, ingleses y norteamericanos que venían a vender armas, planchas de acero, harina, avena molida, capotes impermeables para marinero, diccionarios, abrelatas, aceite de hígado de bacalao y otras curiosidades por el estilo.

Como es natural, en nuestra casita de diversiones de Getsemaní fue necesario habilitar una sala especial para juegos de azar, pues los forasteros no solamente querían probar mulatas, sino también probar suerte. Y en el consultorio de la ciudad, la vieja María de Jesús comenzó a atender a la clientela con una bola de vidrio que le había comprado a un mercachifle italiano.

Pues he aquí que un día de noviembre de 1812 se entró a dicho consultorio un joven lindísimo, vestido con uniforme militar. Tenía una frente amplia y unos enormes ojos tristes. Su cuerpo era delgado, sus modales muy finos, su elegancia impecable. Yo, que dormitaba al lado de la bola de vidrio, entreabrí los ojos y lo vi, aumentado unas quince veces por el efecto de lupa de la bola. Papacito. ¡Qué rico estabas, coño!

Se llamaba, según supe más tarde, Antonio José de Sucre. Y puesto que "Sucre" significa "azúcar" en catalán y en francés, o lo que sea, afirmo y sostengo que era el más delicioso terrón de azúcar que ojos de culebra hayan visto en los siglos pretéritos o verán en los siglos venideros. Al lado de don Antonio José de Azúcar, el pobre virrey Solís era un Sancho Panza.

— Buenos días — dijo graciosamente don Antonio José de Azúcar al trasponer el umbral.

— ¡No me digas nada! — bramó la vieja María de Jesús. — Sé quién eres. Naciste en Venezuela y eres casi un niño. A los trece años de edad ingresaste en las filas del ejército patriota y ya no saldrás más de ellas. Dentro de doce años vas a dirigir las tropas que echarán para siempre a los chapetones de este continente, y recibirás el título de Gran Mariscal. Serás el símbolo de la lealtad a tu jefe, a quien amarás y obedecerás como si fuera tu padre o tu hermano mayor o tu amigo más entrañable. Morirás por él. Y él morirá de tristeza cuando sepa la noticia de tu muerte.

Ustedes no se imaginan la turbación, el rubor y el nerviosismo del pobre muchacho. Sobreponiéndose como pudo, balbució solamente estas palabras:

— Señora, yo sólo vengo a solicitar un servicio. Mi jefe, el coronel Simón Bolívar, desea comprar un pañuelo de encaje para obsequiar a una señorita de calidad. Y como somos extranjeros y no conocemos la ciudad, pensé entrar en este establecimiento y rogar comedidamente se me facilite la información necesaria para buscar y adquirir esta dicha prenda.

— ¡Coño, chico, tú sí eres fino para mover la lengua! — dijo la vieja bruja entre risas y carcajadas — pues, habéis de saber, mi digno y honorable señorito, que esta humilde servidora tiene un bello pañuelo de encaje para vuestro jefe y amigo, el coronel Simón Bolívar, a quien no conozco todavía, pero de cuyas aventuras y desventuras estoy informada por los hados invisibles. Y en virtud de esta sabiduría os digo, joven zanahorio y petimetre sí que también hermoso y adorable, que el tal don Simón es viudo y ha jurado no volver a casarse en toda su vida; que igualmente ha jurado libertar esta tierra y sus confines; que su Gloria crecerá con los siglos como crecen las sombras cuando el sol declina; que caerá en manos de una casada infiel de temperamento indómito; que recorrerá, por la libertad y la gloria, más de cien mil kilómetros, o sea más de cien veces lo que recorrió Don Quijote de la Mancha; y, finalmente, que Bolívar significa en idioma vasco o euzkera Llanura de Molinos y es por tanto un nombre quijotesco que merece la gloria de las glorias y el amor eterno de cien mil Dulcineas. Y este apellido le viene muy bien a vuestro intrépido jefe porque está escrito en su destino que sus hazañas van a eclipsar el brillo del Ingenioso Hidalgo de la Triste Figura , cuya descomunal batalla y trágica derrota con los molinos manchegos quedará reducida a menguada escaramuza cuando se la compare con la inmortal y desgraciada epopeya de vuestro Simón contra los molinos de la envidia, la beatería, la mezquindad, el egoísmo, la traición, la ingratitud, los celos, las calumnias, la hipocresía y otras lacras que van a levantar contra él los mismos que le deberán la vida y la libertad. Por todo esto y mucho más, mi bello muchachito, os doy este pañuelo de encaje como un regalo de esta pobre mulata para el gran Simón Llanura de Molinos.

Vencido por la simpatía arrolladora de María de Jesús, don Antonio José de Azúcar se echo a reír con su risa maravillosa, dio las gracias con una venia encantadora y salió corriendo a llevar el pañuelo a su amigo y jefe, don Simón Llanura de Molinos.

Pasados algunos días, pudimos ver a don Simón y a su amigo don Antonio José paseando juntos, mirando con curiosidad las bellezas de la ciudad y discutiendo animadamente sobre los proyectos de independencia y otras gloriosas empresas. Don Simón era enjuto de cuerpo, de tez aceitunada y nariz afilada, ojos vivísimos y pecho más bien hundido. "Tendrá problemas con los pulmones", vaticinó la mulata María de Jesús, y agregó sombríamente: "Morirá tosiendo sangre". Yo no le presté mucha atención, porque en ese momento estaba babeando de gusto con la bella estampa de los dos amigos y me parecía una estupidez dañar el placer del presente con la tristeza del futuro.

Entretanto, a nuestra casa de diversiones del arrabal de Getsemaní acudía con mucha frecuencia otro joven venezolano, no menos bonito que los dos ya mencionados. Se llamaba Mariano Montilla y tenía la gran ventaja de que le gustaba la farra, la diversión, el merequetengue y los juegos de azar, bebía ron como un pirata, hablaba perfecto francés para embaucar a las damas de sociedad y conocía todos los dialectos indígenas de la región y todas las jerigonzas de mulatos, pardos y mestizos. Don Mariano era simpático, astuto, valiente y rumbero.

Se corría la voz de que entre la familia de los Montilla y la de los Bolívar había viejas rivalidades, y que los dos cachorros de mantuanos, don Simón y don Mariano, aspiraban a la jefatura única del movimiento emancipador de Venezuela. Un día se comentó esto en presencia de la mulata María de Jesús y ella soltó una carcajada:

— ¡Eso es una tontería! Mientras don Mariano Montilla sueña con Venezuela, don Simón Bolívar hace planes para todo el continente y sus alrededores! ¡Coño, ya van a ver lo que les digo! Después de unos años de disputas terminarán siendo amigos. Don Simón será el Padre de América y don Mariano será el Jefe Supremo de una provincia.

En suma, para no hacer el cuento muy fastidioso, les diré que yo me conocía toda la Historia Patria por anticipado, gracias a la mulata María de Jesús. Pero héte aquí, oh prodigio insondable, que la mulata estaba tan ocupada descifrando el destino de la independencia, que no vio ni pudo avisar a nadie sobre la inminencia de la catástrofe que nos iba a caer encima.

Y la catástrofe cayó de sorpresa. Llegó vestida de general español y encarnada en el cuerpo de un bárbaro con barriga de cervecero, ojos de matarife, cejas de cepillo para caballo, carácter tozudo e intransigente, cerebro de inquisidor y artimañas de Genghis Khan. Se llamaba Pablo Morillo, odiaba a los señores criollos que habían tenido a bien desafiar el poder español, había peleado contra los franceses en la península haciendo gala de una ferocidad patriótica muy ferozmente feroz, y ahora llegaba a Tierra Firme a demostrarnos que el patriotismo era un sentimiento permitido única y exclusivamente a los señores chapetones. "Tendré a bien fusilar a quien opine lo contrario", hizo saber por bandos y decretos, y entonces comenzó la tembladera y el llanto y el crujir de dientes en los campos de Venezuela y la Nueva Granada.

Como es natural, los señores criollos tuvieron a bien dividirse en sectas y pelearse los unos con los otros en presencia del enemigo común. Don Simón Bolívar, que había hecho las campañas victoriosas por esas tierras gracias a la ayuda y asesoría del burro Pantxo, pidió tropas al general don Manuel del Castillo, jefe de Cartagena, para enfrentar a las bárbaras fuerzas peninsulares. Pero don Manuel del Castillo, un general muy patriota pero muy criollo, tuvo a bien anteponer sus intereses de secta, de partido, de facción y de grupo. Además le tenía rabia y envidia y odio a don Simón, porque don Simón andaba siempre jodiendo a todo el mundo con sus empresas grandiosas y sus luchas contra gigantes descomunales y molinos de viento y sus discursos de gloria, y todo eso producía mucha rabia en el corazón de las gentes prosaicas y de alma pequeña. Así que don Manuel del Castillo le dijo a don Simón Llanura de Molinos:

— De mi Castillo no saldrán tropas para que usted haga quijotadas en su Llanura de Molinos.

Y le negó las tropas solicitadas.

Don Simón Llanura de Molinos aprestó sus fuerzas y marchó contra el Castillo de don Manuel del Castillo. La Guerra Civil era inminente y ni siquiera los buenos consejos del burro Pantxo parecían eficaces para calmar a los dos Padres de la Patria Aun No Nacida . Después de dimes y diretes, quejas e insultos y otras etiquetas, don Simón Llanura de Molinos se vio obligado a embarcarse para las Antillas con sus fieles amigos y oficiales, con el burro Pantxo, con una de sus queridas y unos cuantos notables de Cartagena que quisieron acompañarlo.

Mientras tanto, el cruel Morillo había puesto sitio a la plaza de Cartagena. Los corsarios franceses hicieron prodigios de heroísmo defendiendo los accesos por mar. El fuerte de San Felipe de Barajas se convirtió en una ratonera de héroes hambrientos. Pronto comenzó la gente a caer muerta de hambre en las calles y plazas. Hubo un día en que murieron 300 personas de inanición. Las mulas y caballos se acabaron pronto. Luego se terminaron las ratas. Yo tuve que esconderme en un hoyo, porque la mismísima mulata María de Jesús, mi amiga de toda la vida, intentó cazarme para hacerse una sopa de culebra. Un horror. Un apocalipsis.

En medio del sitio, del hambre, de la miseria, una figura bella y romántica se veía en los emplazamientos de la artillería. Era don Antonio José de Azúcar, que por un capricho del destino se había quedado en la plaza, aislado de su jefe y amigo, el inmortal don Simón. Ahí lo veíamos, su silueta negra recortada por la humareda del cañón, mirando hacia el mar con aire melancólico y preguntándose, en su infinita soledad, por la suerte del amado jefe y amigo, don Simón Llanura de Molinos.

Y cuando ya fue evidente que la plaza estaba por caer en manos del horrible Pacificador Morillo, el intrépido capitán Aury, un viejito francés muy jacobino y republicano, medio corsario y medio pirata, rompió el cerco con sus naves y rescató a muchos oficiales del desastre final. Entre ellos iba don Antonio José de Azúcar. De lo que pasó después con él, tal vez les hable el burro Pantxo.

Morillo entró a la ciudad después de más de 180 días de sitio. El capitán general Francisco Montalvo, español, describe así la entrada de las tropas reales:

Para aliviar la suerte de estos infelices habitantes, don Pablo Morillo estableció un Consejo de Guerra Permanente y comenzó los procesos sumarios sin apelación, fusilando de a docenas por día. Su labor fue tan eficaz, que a la vuelta de un mes no quedaba en toda la Nueva Granada nadie que quisiera seguir bajo el dominio de España. Por eso don Pablo Morillo y su jefe máximo don Fernando Séptimo merecen con justicia el título de Padres de la Independencia . Ellos infundieron en el ánimo de los criollos la decisión que les faltaba para llevar a término la tremenda empresa. Sobre todo, ellos destruyeron de manera definitiva todas las ilusiones, que muchos tenían, de un arreglo con concesiones de lado y lado o, como se dice ahora, de una "solución negociada".

En cuanto a mí, tuve que continuar escondida en mi agujero durante tres años. La pobre mulata María de Jesús fue fusilada por el delito de brujería subversiva o "insurgente", como decía Morillo, y la vida fue muy triste hasta fines de 1821, cuando llegó el querido coronel don Mariano Montilla, bebedor y parrandero, a hacerse cargo de la plaza de Cartagena.

Entonces volvió la onda de las rumbas para mí. Pero esa es otra historia.

Un saludo por la Patria.


Margarita Sinuosa de Crótalo.