Confesiones
de una culebra

2- Cuando la aviación estaba prohibida
La negra Juana García, precursora de Avianca, se estrelló contra las montañas de la Santa Inquisición para escarmiento de los herejes, terror de los luteranos, espanto de los materialistas dialécticos y mayor gloria de las viejas beatas.

Ahora, mis estimados lectores bípedos de piel caliente y sudorosa, ha llegado el momento de contarles una sabrosa historia de los tiempos de la colonia, en Santafé de Bogotá, cuando yo era secretaria de una curandera.

Corría el año de 1553. Mejor dicho, corría para los bichos con patas porque para mí solamente se deslizaba. Yo vivía tranquila, sin molestar a nadie y haciendo el bien a todos, ayudando con mis conocimientos y mi experiencia a Juana García, una negra liberta que se ganaba la vida curando males, aplacando fiebres, poniendo emplastos y conjurando toda clase de enfermedades y desgracias. En la fría y aburrida capital del Reino eran muy frecuentes los virgos rotos antes de tiempo, las aventuras adúlteras con sus secuelas de embarazos inesperados, los amores ilícitos, los contagios de parásitos y pestes vergonzosas, las seducciones a traición y las diversiones obscenas de frailes y seminaristas depravados.

Por estas razones mi patrona Juana García y yo nos pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo brebajes para provocar abortos, pomadas para matar ladillas, infusiones afrodisíacas, filtros de amor, venenos para sacar de en medio a maridos cornudos, jarabes anticonceptivos, cremas para disimular las úlceras sifilíticas, aditamentos ortopédicos para reparar virginidades destruidas y, en fin, todo lo que ayudara a la distinguida población santafereña a continuar sus diversiones de una manera discreta, sin perder la honra y el buen nombre.

Por supuesto, la negra Juana García era muy apreciada y querida por las beatas de Santafé. Ella siempre estaba dispuesta a socorrer a todas a cambio del pago de unas cuantas monedas que nos venían muy bien para hacer las compras del día. Juana tenía dos hijas que había traído de Cartagena y que eran dos pedazos de hembras espectaculares. Esas muchachas andaban para arriba y para abajo vestidas con sedas de colores deslumbrantes, moviendo las caderas como si la vida fuera una eterna cumbia y tumbando a todo el mundo con sus ojazos calientes y sus bembas jugosas.

Detrás de esas niñas se arrastraba invariablemente una larga cola de lagartos santafereños que suspiraban, aleteaban y chorreaban babas a más no poder. De tal manera que entre las artes de la mamá, las artimañas de las hijas y mis conocimientos milenarios sobre hierbas y medicinas, nos hacíamos entre todas un sueldito mensual más grande que el que ganaban todos los oidores de la Real Audiencia juntos. Más todavía: ganábamos más que un político corrupto sueco.

Pero había un problema. La negra Juana García era terriblemente chismosa. No podía quedarse callada. Y lo que era peor, tenía una necesidad insaciable de averiguar lo que pasaba en los más apartados rincones del mundo. Para que ustedes me entiendan, les digo que era algo así como una Internet negra con patas. Muchas veces ocurrió que sus hijas y yo la buscábamos por todas partes, porque se desaparecía un día entero sin avisarnos nada. Después llegaba muy oronda, contando que había estado en tal o cual país y que había presenciado tal o cual acontecimiento. Así, por ejemplo, en 1551 nos hizo saber que en Francia había comenzado la persecución oficial contra los protestantes; que en el Japón habían desembarcado los primeros jesuitas, por iniciativa del padre Francisco Javier y que en Alemania se extendía la mancha protestante desafiando al emperador Carlos V. En 1552 pudimos saber que los ejércitos luteranos alemanes habían puesto en fuga precipitada a nuestro emperador en las cercanías de Innsbruck; que, obligado por la furia protestante, su rey en Austria había tenido que firmar la paz con los herejes y ofrecerles tolerancia religiosa y que, en cambio, nuestro católico monarca estaba ahora en guerra con el rey católico de Francia. En 1553 nos trajo la noticia, muy jugosa por cierto, de la rebelión en Inglaterra, la decapitación del odiado duque de Northumberland y la prisión de su nuera Jane Grey en la Torre de Londres.

La negra Juana García contaba todo esto de un solo tirón, sin respirar, como hacen las viejas chismosas. Más tarde llegaban los correos de Cartagena con noticias de ultramar, y todos los chismes de mi patrona se confirmaban hasta en los menores detalles. Ustedes no se imaginan el trabajo que nos costaba hacerle entender a la negra Juana García que debía mantener silencio sobre estas novedades. Siempre andábamos muy intranquilas y tanto sus hijas como yo temblábamos de espanto pensando en lo que podría pasar si las autoridades llegaran a tener conocimiento de estos viajes clandestinos.

Pues bien. Llegó el día, o la noche, en que la negra Juana no se pudo contener. Acababa de regresar de uno de sus vuelos internacionales. Ya estaba oscureciendo y los últimos transeúntes apresuraban el paso por las callejuelas de Santafé tapándose las bocas con sendos pañuelos, con el pretexto de que así impedían que el sereno les torciera la cara, aunque en realidad lo hacían para evitar ser reconocidos porque iban en busca de sus amantes. La negra Juana esperó a que todos estuvieran refocilándose en sus camas, o en las camas de otros, lo mismo daba, lo cual se podía calcular con exactitud porque era el momento en que cien millones de ranas de la sabana de Bogotá comenzaban a croar estrepitosamente anunciando con júbilo que ya no había cristianos por las calles ni por los caminos. Entonces subía desde las zanjas y los arroyos un multitudinario suspiro de alegría y todos los renacuajos del Reino se preparaban para la fiesta, la francachela y la comilona, muy tiesos y muy majos, sin miedo de ser cazados por algún humanoide neogranadino.

Todavía esperó la negra Juana que la fiesta de las ranas se terminara y que todos los batracios del Reino se fueran a dormir. Y entonces, cuando en la noche helada y negra solamente se oía el lejano chisporroteo de las estrellas remotas, allá en la infinita profundidad del firmamento, salió mi patrona furtivamente de la casita que teníamos en el barrio de Las Nieves y pegó con todo sigilo, en cuatro o cinco esquinas de la capital, unos pasquines con la siguiente leyenda:

A la mañana siguiente la ciudad hervía de comentarios, cuchicheos y murmullos. Todos recordaban que hacía apenas unos pocos meses habían salido de Santafé, con grilletes en los pies, los oidores Góngora y Galarza, remitidos a España por el visitador Juan de Montaño, a quien el rey había enviado con orden de castigar el compadrazgo que estos oidores tenían el uno con el otro para cometer tropelías y arbitrariedades. Todos sabían que más o menos por esas fechas los presos irían navegando por las Antillas, a bordo de la nave capitana de la flota, como era costumbre cuando los reos eran personas de importancia. Pero de ahí a saber, o siquiera suponer que la noche anterior se hubiera hundido la nave capitana en el Triángulo de las Bermudas, había mucho trecho.

Aparte de la intriga que los misteriosos pasquines provocaban, era natural que algunos santafereños de importancia se sintieran sobresaltados. Porque daba la casualidad de que en la misma nave capitana se habían embarcado cuantiosos capitales de oro y plata para ser colocados en España. Si se confirmaba el chisme de los pasquines, más de uno quedaría al borde de la ruina.

Sea como fuere, el señor obispo don fray Juan de los Barrios ordenó que se tomara nota del día y la hora en que los pasquines habían sido descubiertos en Santafé, a la espera de mayor información. Pues dicho y hecho: a la vuelta de siete meses llegó un correo con la noticia terrible que después habría de resumir mi buen amigo don Juan Rodríguez Freyle diciendo que los oidores Góngora y Galarza

Muchas cosas extrañas pasaban en aquellos tiempos bárbaros. Para empezar, los señores santafereños no le pusieron más misterio al asunto de los pasquines y muy pronto se hablaba del episodio como si se tratara de la cosa más natural del mundo.

Para seguir, los que decían haber perdido mucho dinero con el naufragio de la nave capitana no demostraban mucha tristeza ni se les veía tampoco muy arruinados. A decir verdad, esos señores parecían haber embarcado piedras en lugar de oro. Para continuar, todos se mostraban muy contentos con la muerte de los oidores Góngora y Galarza porque además de su odiosa arbitrariedad tenían dos defectos terribles: eran jóvenes y de muy buena presencia, de manera que las malas mujeres de la capital no se fijaban sino en ellos. Como sabemos, las malas mujeres son las mejores para ciertas diligencias y los dos oidores las tenían acaparadas. Habían llegado, incluso, al extremo de desterrar a un pobre fraile, solamente porque lo sorprendieron haciéndole visita horizontal a una hermosa señorita que tenía sus enredos con el oidor Galarza.

Y para concluir, todos los señores importantes del Reino estaban demasiado ocupados en sus disputas, intrigas y calumnias recíprocas, de modo que no les quedaba mucho tiempo para ocuparse de unos cuantos pasquines. El señor obispo y juez inquisidor era el único que seguía insistiendo en que el caso de los pasquines era pura brujería, pero nadie le hacía caso.

Pasaron los años. Los oidores que llegaban se peleaban con los que ya estaban en su sitio y todos escribían al rey pidiendo que enviara un visitador para enjuiciar a unos o a otros. Naturalmente le tenía que llegar el turno al licenciado don Juan de Montaño, el mismo que había mandado presos a España a los oidores Góngora y Galarza. Como era un tipo bastante atrevido, arrogante, odioso y pendenciero, se hizo muchos enemigos y éstos le falsificaron cartas en que aparecía como traidor al rey. El resultado fue que lo pusieron preso, lo mandaron a España y allá le cortaron la cabeza.

Como ustedes se pueden imaginar, durante todo ese tiempo tuvimos mucho trabajo la negra Juana García y yo, porque siempre estaban llegando clientes importantes con encargos de venenos, hierbas para producir locura, cigarros especiales para fumarle la buena salud a algún enemigo, papel y sellos para falsificar cartas, cuchillos con curare y otras delicadezas por el estilo. Fue una época de gran prosperidad para nosotras. El único empresario que podía rivalizar con nuestros éxitos era el sapo Hugo, que andaba de arriba para abajo vendiendo informes, chismes y calumnias, que todos le pagaban muy bien porque esas eran las armas más apreciadas por los hidalgos de Santa Fe.

Sin embargo, nuestros clientes más fieles seguían siendo las honorables damas de la capital. Digamos que nuestro consultorio era general, pero con mayor énfasis en la ginecología.

Así las cosas, llegó un día hasta nuestro despacho del barrio de Las Nieves la señora doña Guiomar de Sotomayor. Aunque era muy bella, de mirada hechicera y cuello de alabastro, traía una barriga bastante crecida y bien se podía creer que iba a parir trillizos. El caso era grave: el rico hombre de negocios don Hernando de Alcocer, marido de esta señora, había salido del Reino hacía más de dos años y, según los cálculos de la dama, su regreso era inminente. Vino a consultarnos, pues, bastante desesperada, pues había intentado abortar a su criatura sin éxito alguno. Tampoco podía localizar al papá, a ver si se encargaba del bulto, porque era difícil saber quién era el progenitor aunque en el curso de la conversación pudimos hacer una lista de ciento treinta y siete posibilidades.

Por suerte para doña Guiomar, la negra Juana no solamente era su facultativa sino también su comadre. Esta fue la razón principal por la cual le dedicamos a este interesante caso todo nuestro tiempo. La negra Juana inició su interrogatorio clínico preguntando: "¿Quién os ha dicho que viene vuestro marido en esta flota?" La señora contestó que él propio marido le había dicho que en la primera flota regresaría. La comadre le dijo entonces que antes de hacer cualquier cosa, ella iba a averiguar si el señor Alcocer venía en esa flota o no, y prometió visitar a la preñada al día siguiente.

En efecto, a la mañana siguiente llegamos la negra Juana y yo a casa de doña Guiomar y mi patrona dijo:

— Señora comadre, yo he hecho mis diligencias en saber de mi compadre: verdad es que la flota está en Cartagena, pero no he hallado nueva de vuestro marido, ni hay quien diga que viene en ella.

La señora preñada se puso nerviosísima, pero logramos convencerla de que no se precipitara con abortos ni medidas drásticas pues primero era necesario saber exactamente dónde se hallaba el pobre cornudo. La negra Juana indicó a doña Guiomar que llenara con agua un "lebrillo", o sea una fuente de esas que ahora los colombianos llaman "platón" y que la pusiera en su habitación, agregando: "Y aderezad que cenemos, que yo vendré a la noche y traeré a mis hijas, y nos holgaremos, y también prevendré algún remedio para lo que me decís que queréis hacer".

Así se organizó una pequeña fiesta de buenas amigas. Cuando estaban en plena rumba, cantando y bailando, la negra Juana hizo entrar a doña Guiomar a su aposento y juntas miraron la superficie del agua en el platón. Ahí se veía, como en una pantalla de televisión, algo muy interesante. Dijo la preñada:

— Comadre, aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está don Hernando de Alcocer, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana.

Y agregó:

— ¿Comadre, qué tierra es ésta?

Contestó la negra Juana:

— Es la isla Española de Santo Domingo.

En ese momento el sastre cortó una manga con las tijeras y se la puso en el hombro. Dijo la negra Juana:

— ¿Queréis que le quite aquella manga a aquel sastre?

La dama preñada respondió:

— Pues quítasela, comadre mía, por vida vuestra.

— No había terminado de decir estas palabras cuando la negra dijo:

— Pues vedla aquí.

Y le dio la manga.

Siguieron mirando su televisión hasta que el sastre terminó de cortar el vestido, momento en el cual se borró la imagen y el agua recuperó su apariencia natural. Entonces dijo la negra Juana García: "Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido. Bien podéis despedir esa barriga, y aún hacer otra". La señora preñada, muy contenta, guardó la manga de grana en un baúl que tenía junto a su cama. Luego regresaron a la sala, donde estaban divirtiéndose las mozas; pusieron las mesas, cenaron con manteles largos y en abundancia. Tarde regresaron a sus aposentos, con la satisfacción del deber cumplido y la honra guardada.

Veamos qué hacía entretanto el honorable cornudo. Al llegar a Sevilla había tenido el gusto de encontrarse con parientes y amigos que iban de la isla Española de Santo Domingo. Ellos le contaron de las riquezas que había allá e insistieron en que él debía "emplear" su dinero, es decir, comprar un empleo y luego irse a probar fortuna a Santo Domingo. Así lo hizo don Hernando de Alcocer y le fue muy bien en sus negocios. Regresó a España con el dinero ganado, lo "empleó" nuevamente y volvió a Santo Domingo, mientras su bella mujer quedaba preñada en Santafé. Tiempo después se consiguió una amante a la cual regaló un vestido de grana, según nosotras mismas pudimos ver en la televisión de la negra Juana. Volvió a España otra vez, y "empleó" su dinero; y con este empleo regresó al Nuevo Reino para reunirse con su bella y amada esposa. Por aquel tiempo ya la barriga estaba convertida en un niño muy robusto y rozagante que se criaba en la casa como un huérfano recogido en la calle. Doña Guiomar era, como ustedes ven, una cristiana muy caritativa.

El reencuentro de los cónyuges fue muy tierno y amoroso. Pero al cabo de algunos días doña Guiomar comenzó a pedir regalitos y caprichos y obsequios y atenciones. Después le dio por pellizcar a su marido mientras le decía: "¡No miréis a esa sirvienta!" O bien: "¿Qué tenéis con esa india?" O, peor aun: "¡Mirad que aquí no estáis en Santo Domingo donde las putas se compran con vestiditos de grana!"

Una noche, mientras cenaban, la dama le pidió el obsequio de un faldellín de paño verde, guarnecido. Don Hernando comenzó a poner excusas, pero ella le dijo: "A fe que si fuera para dárselo a la dama de Santo Domingo, como le disteis el vestido de grana, no pusierais excusas". Esta fue, para el infeliz marido, la confirmación de que su mujer estaba muy bien informada.

Tanto molestó y fregó la paciencia que al final el pobre cornudo comenzó a hacerle regalitos y atenciones a su dama para ver si le soltaba la lengua y lograba que ella le contara lo que sabía de su aventuras dominicanas y cómo se había enterado de ellas. Poco a poco fue ganándose la buena voluntad de doña Guiomar, con zalamerías y arrullos. Para hacer el cuento corto diré que entre agasajos, bromas, adulaciones y caricias, el marido logró finalmente que doña Guiomar le contara con todos sus detalles lo que había visto en la televisión mágica de la negra Juana García. Y como las mujeres infieles suelen ser indiscretas, imprudentes y chismosas, la dama de nuestro cuento cometió inclusive la estupidez de entregarle a su marido la manga de grana que le había dado la negra Juana García. Don Hernando de Alcocer, espantado, dijo entonces: "Pues yo juro a Dios que hemos de saber quién trajo esta manga desde la isla Española a la ciudad de Santafé". Y sin pensarlo dos veces se llevó la manga donde el señor obispo y juez inquisidor, informándole de este extraño caso.

Su Señoría hizo comparecer a doña Guiomar y le tomó la declaración; ella contó todo, menos lo de su barriga y su hijo bastardo. Los alguaciles, guiados por el sapo Hugo, llegaron a nuestro consultorio y apresaron a la negra Juana García y a las hijas. La pobre negra confesó todo y además dijo que ella había puesto los pasquines de la muerte de los dos oidores, años atrás, porque ella había volado hasta las Bermudas y había visto el naufragio con sus propios ojos. Dio los nombres de muchas mujeres notables de Santafé, que habían hecho abortos y otras cositas con su ayuda. Todo se hizo constar en los autos. El señor obispo, que era un inquisidor feroz, pronunció sentencia contra todos los culpados. El pueblo se alborotó, porque eran muchas las hembras que resultaban convictas y se trataba de señoras principales.

Los grandes conquistadores fueron a hablar con el obispo. El Adelantado Don Gonzalo Jiménez de Quesada, el capitán Zorro, el capitán Céspedes, Juan Tafur, Juan Ruiz de Orejuela y otros caudillos de primer rango pidieron al inquisidor que no aplicara la sentencia en este caso, y que tuviera en cuenta que la tierra era nueva, y que quedaba manchada de infamia con estas condenas.

El señor inquisidor accedió al humilde pedido de los amables conquistadores y decidió que se castigaría solamente a la negra Juana García. La pusieron en el atrio de Santo Domingo, a horas de misa mayor, en un tablado, con un dogal al cuello y una vela encendida en la mano. La gente, o sea sus antiguos clientes, le gritaba: "¡Bruja! ¡Bruja!" Y ella lloraba: "Todas, todas lo hicimos, y yo sola lo pago".

Después la desterraron del Reino y a sus hijas también. En su confesión dijo que cuando fue al Triángulo de las Bermudas, donde se hundió la capitana, se echó a volar desde el cerro que está a las espaldas de Nuestra Señora de Las Nieves, donde está una de las cruces. Durante mucho tiempo se llamó a ese cerro "Juana García", o "el cerro de Juana García". Hoy se llama "Monserrate" y se usa como guarida de bandoleros pobres, porque los bandoleros ricos están en el Congreso Nacional.

A mí no me desterraron. Fui adoptada por unas mulatas muy chéveres, de vida muy alegre y con mucha clientela. Con ellas viví, en medio de rumbas y diversiones, hasta el final del gobierno del virrey Solís. Este virrey era un jovencito muy sabrosón y muy papacito, de lo más divino, gozador y parrandero, que terminó sus días como fraile arrepentido y zanahorio. Otro día les contaré esta historia, pero desde ya les digo que el solo recuerdo de este macho delicioso me hace estremecer hasta el último anillo de la cola.

Termino aquí por ahora. Si quieren saber más detalles de lo que les he relatado, miren los capítulos VIII y IX del libro El Carnero, en el que mi amigo don Juan Rodríguez Freyle puso la historia completa, tal como yo misma se la conté cuando todavía la tenía fresca en la memoria.

Un saludo a todos.


Margarita Sinuosa de Crótalo