Destino sin partida
(Cuento)

Rafael Escandón



Amanecía. Con el claror de la aurora y el cantar de los gallos iba entrando serenamente el día, en medio del sopor matutino. Ya el sol comenzaba a pellizcar con su encanto sutil, entreabriendo sus pétalos dorados, con asombroso esplendor.

Había pocas personas en la estación del ferrocarril cuando llegó Juan Mejía, conocido como "Juan sin miedo".. Con disimulo se acercó a la ventanilla para ver el itinerario, pero estaba todo cerrado. Sólo había un letrero que decía: "La venta de boletos comienza a las ocho". Instintivamente se levantó la manga de la camisa para comprobar la hora, y entonces se dio cuenta, al ver la muñeca escueta, que había vendido el reloj en la cárcel un poco antes de salir de ella. Recordaba que había sido un verdadero milagro haber podido conservar aquella prenda mientras estuvo preso durante cuatro años y medio, porque lo que entraba en esa gayola jamás volvía a salir, por lo menos con el mismo dueño.

En medio de su desconcierto, miró por todos lados y no vio a ninguna persona de confianza que le indicara la hora. Clavó luego una mirada escrutadora a las paredes en busca de algún reloj que marcara el tiempo, pero no encontró nada. Salió luego a la calle para orientarse aunque fuera con la posición del sol. "Así es la vida", dijo para sus adentros, "este pueblo es tan infeliz que ni eso tiene". Luego le echó mano al último cigarro que le quedaba, lo encendió y comenzó a andar echando grandes bocanadas de humo.

Faltaba todavía hora y media para que abrieran la taquilla y comenzaran a vender los boletos. Ya las calles comenzaban a colmarse de gente que andaba en desorden, mientras que a lo lejos repicaban las campanas de la iglesia.

Apenas había recorrido un corto trecho empezaron a chillarle las tripas. "Es cierto", pensó, "de ahora en adelante me toca rebuscarme la comida, cosa que se me había olvidado por haber estado tanto tiempo en la guandoca". Cuando pasó por un café congestionado de parroquianos, le echó mano al último billete que tenía en el bolsillo, el cual se hallaba cuidadosamente guardado, y tuvo la intención de entrar y pedir algo para despistar el hambre, pero se detuvo porque no quería descompletar el dinero del pasaje. Siguió deambulando hasta llegar al parque donde encontró un asiento desocupado. Pensó que allí nadie lo molestaría, salvo los limpiabotas que a menudo se acercaban a ofrecer su servicio. Como pudo estiró las piernas, se recostó al respaldo de la banca y se puso a meditar.

Durante 54 meses había estado preso en aquella inmunda cárcel donde le había tocado pagar su condena. No había sido uno de los autores de aquel espantoso crimen, pero había pecado por su complicidad. La policía lo encontró dormido con la cabeza recostada al timón de la camioneta. Cuando lo requisaron las autoridades no encontraron ningún objeto robado, salvo la camioneta misma. Sus tres compañeros, que apenas había conocido en el transcurso de aquella semana, lo habían contratado para hacer ese trabajo, y aunque tenía sus malicias, nunca pensó que aquella situación se complicaría tanto. Desde ese momento su vida dio un tremendo vuelco, y sin mayores argumentos fue a dar con sus huesos a la cárcel. Y en la cárcel se enteró de todos los detalles que habían sucedido en aquella noche de espera.

Sus compañeros habían planeado ese robo durante mucho tiempo, pero se habían equivocado de la fecha porque la familia no había salido de vacaciones, como pensaban, y cuando entraron a la casa con el menor ruido se despertaron. Entonces los ladrones, para acallar sus voces recurrieron al cuchillo. Fue un asesinato a sangre fría. Todos murieron, cinco en total, menos la sirvienta que logró escaparse, y ella fue la que logró identificar a los culpables, que habían saltado la tapia, en vez de salir por la calle.

Hacía un poco más de un año que sus tres compañeros habían sido fusilados frente el paredón del cementerio. Y a él lo habían condenado a cinco años, que se acortaron a cuatro años y medio cuando le entregaron el indulto. El perdón lo había recibido en la tarde anterior, pero prefirió quedarse en la cárcel, antes que pasar la noche tirado en cualquier parte, disfrutando de su libertad.

Con el indulto en la mano, apenas rayó el alba salió del presidio sin decirle adiós a nadie. Quería tomar el primer tren que lo llevara a su casa, pero había encontrado la taquilla cerrada, y le tocaba esperar por lo menos una hora. Las tripas le seguían chirriando, seguramente porque estaba acostumbrado a desayunarse a esa hora. Los minutos, mientras tanto, se deslizaban con una modorra asombrosa.

Cuando regresó a la estación encontró a muchas personas, porque ya había comenzado el trajín cotidiano. Sin embargo, todavía le tocó esperar hasta que abrieran la ventanilla. Se puso en fila y esperó su turno.

— ¿Cuánto cuesta un boleto para La Mesa?— le preguntó al taquillero.

— Cuatro veinte —repuso el boletero en forma malhumorada.

Juan entonces hizo los cálculos necesarios y se dio cuenta que le sobrarían ochenta centavos. Luego ordenó:

— Déme uno, por favor.

— Tiene que esperarse— le contestó el vendedor sin levantar la mirada—. Regrese dentro de un par de horas que ese tren no sale sino hasta las doce.

En ese momento Juan sintió un tremendo chasco, y se salió de la fila sin proferir palabra alguna. Luego se puso a caminar y llegó al patio donde se encontraban las locomotoras.

— ¿Cuál es el tren que pasa por La Mesa? —le preguntó a un extraño que se encontró en el camino.

— Ese que está allí —le dijo el aludido— pero ese tren no sale sino hasta el mediodía.

Sin darle la gracias se acercó al último vagón que se encontraba tan vacío como su alma. Se acomodó en la última banca mientras un mundo de pensamientos cundían su memoria. Un leve estupor colmó su vida, mientras los trenes se deslizaban en dirección contraria.

Su pueblo natal había cambiado poco. Había un puente real que no reconocía porque lo habían construido durante su ausencia. Varias fábricas ocupaban los predios donde solía jugar fútbol con sus compañeros todos los domingos, y los días que se escapaban de clases. Había otros edificios nuevos, aunque las calles seguían con los mismos huecos de siempre.

Su casa sí era la misma. No había cambiado en absoluto. Cuando tocó la puerta llegó una hermana a abrirle, y con sorpresa notó que estaba cerrada de luto. Todos sus hermanos se hallaban de la misma manera. Ante ese cuadro sombrío apenas se limitó a preguntar:

— ¿Murió mamá?

— Sí —repuso el mayor de los hermanos que se acercó a la puerta—, pero tú no eras hijo de ella ni tampoco eres nuestro hermano. Por aquí no te queremos, así es que lárgate para otra parte.

Ese fue el recibimiento. Entonces Juan, que todavía se encontraba en el umbral de su casa, bajó la mirada, arrepintiéndose luego de haber regresado a su hogar. Antes de irse le preguntó a la misma hermana que había abierto la puerta:

— ¿Y María Eugenia?

— ¿Cuál María?

— Pues mi novia, que dejé antes que me metieran a la guandoca...

— ¿Ah, esa?—inquirió la joven con desdén—, por ahí dicen que se fugó con un hombre y como que ya está encinta de nuevo...

Juan sintió entonces una intranquilidad embarazosa. Su gente no era la misma. Nadie quería verlo, ni aún sus propios hermanos. Ya se lo habían confesado y eran testigos esas miradas. Como pudo abandonó aquel lugar, se perdió de vista y se metió luego a la misma cantina donde siempre había gozado de buen crédito.

— Un aguardiente doble —le ordenó al cantinero.

Aquel lugar tampoco había cambiado mucho, sólo de dueño, pero no de clientela: allí se encontraban los mismos con las mismas.

— Pero miren quién vino —dijo uno de los presentes—, parece que ya soltaron al matón.

Estalló luego una estruendosa carcajada.

Juan se tomó el trago de un solo impulso y salió disparado a la calle. No podía soportar esa ofensa. Es cierto que había cometido un delito, pero ya había pagado su condena y no quería que nadie se la recordara, y mucho menos de esa manera.

Y comenzó a andar por todas partes, a encontrarse con personas que ya no lo conocían, o por lo menos no querían relacionarse con él. Era un extraño en su propio ambiente.

Un fuerte empellón sacó de quicio sus pensamientos. El vagón se hallaba completamente lleno, y algunos de los pasajeros iban hasta parados. Había bultos por todas partes, amén de las gallinas y otros animales que chillaban constantemente. Se paró luego para estirar los brazos mientras que uno de los pasajeros se sentaba en su asiento. Con calma bajó los peldaños hasta tocar el andén. Estiró de nuevo los brazos y trató de respirar el aire que se mezclaba con el humo de las locomotoras. Pitó luego el tren.

— No se baje —le dijo el conductor mientras se agarraba de una de las barandas—, el tren está para partir.

— Yo no viajo —repuso Juan sin titubeos.

— ¿Y por qué no? —le preguntó el uniformado.

— Porque acabo de venir de allá...


Sobre el autor










La billetera
(Cuento)

Rafael Escandón



Ralph E. Moore era un catedrático universitario que pocas veces salía de su casa, salvo durante el verano y las vacaciones de Navidad. Pero en esa ocasión le tocaba hacer una gira: iba a un congreso de escritores latinoamericanos que se llevaría a cabo en un país extranjero, y en una ciudad famosa por sus robos, atracos, crímenes, como muchas urbes del mundo.

Esta vez iba prevenido: había tomado las precauciones necesarias para no convertirse en otra estadística. Anteriormente había tenido suerte, porque le había tocado asistir a reuniones en otras ciudades tan peligrosas como la que iba a visitar, pero nada le había sucedido.

Llegó a la ciudad de su destino medio día antes que comenzaran las reuniones. En el aeropuerto cambió algún dinero por moneda nacional, tomó un taxi y se dirigió al hotel donde había hecho la reservación. Como hacía un calor fatigante y estaba sudando hasta por los codos, resolvió darse una ducha apenas se instaló en el hotel. Después tomó una siesta y bajó a tomar la cena en el restaurante del hotel, regresó luego a su cuarto y se dispuso a caminar un poco por algunas de las calles de la ciudad.

Había mucho comercio por todas partes, pero a él no le interesaba comprar nada. Pensaba llevar algunos recuerdos para su familia, pero eso lo haría en vísperas del viaje. Sólo quería hacer la digestión y conocer un poco la ciudad.

Sin quererlo se fue distanciando del hotel y perdiéndose por calles donde había menos gente; iba pensando en las reuniones que tendrían lugar en esa convención de literatos. Y sin darse cuenta se fue alejando más y más del hotel.

Al voltear una calle sintió una impresión desagradable y decidió regresar al hotel. Y al dar la vuelta se tropezó con un joven que se interpuso en su camino. Después de aquel encuentro inesperado se disculparon y cada uno tomó su propio rumbo. Fue entonces cuando el profesor se acordó de lo que le habían dicho sus amigos; con malicia introdujo la mano al bolsillo trasero del pantalón, y con una sorpresa escalofriante se dio cuenta que allí no estaba la billetera. Al instante se devolvió y salió corriendo para alcanzar al hombre con quien se había tropezado. Era un negro de unos 25 años de edad, un poco más bajo que él, pero bien acuerpado; iba sudando la gota gorda. Se interpuso en su camino, y sin mayores explicaciones lo tomó por el pecho, estrujándole la camisa, y demandó de él la billetera. El negro palideció en medio de la oscuridad, temblaba como gotas de azogue, y sin prorrumpir vocablo alguno le entregó lo que le demandaba. Luego lo dejó ir, y salió corriendo como alma que se la lleva el diablo.

Después de aquel hecho varonil, el profesor Moore sintió miedo, pero se contuvo; y con paso lento pero aplomado se dirigió al hotel, cuya distancia le parecía que se había alargado. Iba con la mano derecha en el bolsillo y en el puño llevaba la billetera, esa billetera que por poco cambia de dueño.

Cuando llegó sudoroso al hotel lo encontró lleno de turistas. Pidió la llave y se encaminó a su habitación. Abrió la puerta, y sin encender la luz se tiró a la cama. Allí comenzó a hacer recuento de sus aventuras. Trató de dormirse, pero no pudo porque había algo que le molestaba la cintura. Se paró luego y encendió la luz. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver sobre la cama su propia billetera, la cual había dejado en casa para que nadie se la robara!


Sobre el autor










El autor

Rafael Ecandón es un hombre polifacético. Cursó bachillerato en su patria, Colombia, y luego fue a los Estados Unidos a terminar su carrera profesional. Asistió a Union College en Lincoln, Nebraska, donde obtuvo una licenciatura con especialidad en Matemáticas y Periodismo. Logró después una maestría en Educación en la Universidad de Nebraska. Y años más tarde obtuvo su doctorado en Filosofía y Letras en la misma institución, con énfasis en literatura e historia de la América Latina.

Su pluma es tan variada como su cultura. Ha escrito poesías, novelas, cuentos, ensayos, libros de texto —para enseñar inglés y castellano—, tratados sobre relaciones humanas y superación personal, como también algunos libros sobre curiosidades, fruto de su insaciable investigación. Muchos de sus artículos aparecen en destacadas revistas y periódicos de los Estados Unidos y la América Latina.

Dirección: 280 Washburn Ave./Angwin, CA 94508
Tel. 707-965-2927
FAX: 707-965-0225
e-mail: Rescando@PUC.edu


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