Amanecía. Con el claror de la aurora y el cantar de los gallos iba entrando
serenamente el día, en medio del sopor matutino. Ya el sol comenzaba a pellizcar
con su encanto sutil, entreabriendo sus pétalos dorados, con asombroso
esplendor.
Había pocas personas en la estación del ferrocarril cuando llegó Juan Mejía,
conocido como "Juan sin miedo".. Con disimulo se acercó a la ventanilla para ver
el itinerario, pero estaba todo cerrado. Sólo había un letrero que decía: "La
venta de boletos comienza a las ocho". Instintivamente se levantó la manga de la
camisa para comprobar la hora, y entonces se dio cuenta, al ver la muñeca
escueta, que había vendido el reloj en la cárcel un poco antes de salir de ella.
Recordaba que había sido un verdadero milagro haber podido conservar aquella
prenda mientras estuvo preso durante cuatro años y medio, porque lo que entraba
en esa gayola jamás volvía a salir, por lo menos con el mismo dueño.
En medio de su desconcierto, miró por todos lados y no vio a ninguna persona de
confianza que le indicara la hora. Clavó luego una mirada escrutadora a las
paredes en busca de algún reloj que marcara el tiempo, pero no encontró nada.
Salió luego a la calle para orientarse aunque fuera con la posición del sol.
"Así es la vida", dijo para sus adentros, "este pueblo es tan infeliz que ni eso
tiene". Luego le echó mano al último cigarro que le quedaba, lo encendió y
comenzó a andar echando grandes bocanadas de humo.
Faltaba todavía hora y media para que abrieran la taquilla y comenzaran a
vender los boletos. Ya las calles comenzaban a colmarse de gente que andaba en
desorden, mientras que a lo lejos repicaban las campanas de la iglesia.
Apenas había recorrido un corto trecho empezaron a chillarle las tripas. "Es
cierto", pensó, "de ahora en adelante me toca rebuscarme la comida, cosa que se
me había olvidado por haber estado tanto tiempo en la guandoca". Cuando pasó por
un café congestionado de parroquianos, le echó mano al último billete que tenía
en el bolsillo, el cual se hallaba cuidadosamente guardado, y tuvo la intención
de entrar y pedir algo para despistar el hambre, pero se detuvo porque no quería
descompletar el dinero del pasaje. Siguió deambulando hasta llegar al parque
donde encontró un asiento desocupado. Pensó que allí nadie lo molestaría, salvo
los limpiabotas que a menudo se acercaban a ofrecer su servicio. Como pudo
estiró las piernas, se recostó al respaldo de la banca y se puso a meditar.
Durante 54 meses había estado preso en aquella inmunda cárcel donde le había
tocado pagar su condena. No había sido uno de los autores de aquel espantoso
crimen, pero había pecado por su complicidad. La policía lo encontró dormido con
la cabeza recostada al timón de la camioneta. Cuando lo requisaron las
autoridades no encontraron ningún objeto robado, salvo la camioneta misma. Sus
tres compañeros, que apenas había conocido en el transcurso de aquella semana,
lo habían contratado para hacer ese trabajo, y aunque tenía sus malicias, nunca
pensó que aquella situación se complicaría tanto. Desde ese momento su vida dio
un tremendo vuelco, y sin mayores argumentos fue a dar con sus huesos a la
cárcel. Y en la cárcel se enteró de todos los detalles que habían sucedido en
aquella noche de espera.
Sus compañeros habían planeado ese robo durante mucho tiempo, pero se habían
equivocado de la fecha porque la familia no había salido de vacaciones, como
pensaban, y cuando entraron a la casa con el menor ruido se despertaron.
Entonces los ladrones, para acallar sus voces recurrieron al cuchillo. Fue un
asesinato a sangre fría. Todos murieron, cinco en total, menos la sirvienta que
logró escaparse, y ella fue la que logró identificar a los culpables, que habían
saltado la tapia, en vez de salir por la calle.
Hacía un poco más de un año que sus tres compañeros habían sido fusilados
frente el paredón del cementerio. Y a él lo habían condenado a cinco años, que
se acortaron a cuatro años y medio cuando le entregaron el indulto. El perdón lo
había recibido en la tarde anterior, pero prefirió quedarse en la cárcel, antes
que pasar la noche tirado en cualquier parte, disfrutando de su libertad.
Con el indulto en la mano, apenas rayó el alba salió del presidio sin decirle
adiós a nadie. Quería tomar el primer tren que lo llevara a su casa, pero había
encontrado la taquilla cerrada, y le tocaba esperar por lo menos una hora. Las
tripas le seguían chirriando, seguramente porque estaba acostumbrado a
desayunarse a esa hora. Los minutos, mientras tanto, se deslizaban con una
modorra asombrosa.
Cuando regresó a la estación encontró a muchas personas, porque ya había
comenzado el trajín cotidiano. Sin embargo, todavía le tocó esperar hasta que
abrieran la ventanilla. Se puso en fila y esperó su turno.
— ¿Cuánto cuesta un boleto para La Mesa?— le preguntó al taquillero.
— Cuatro veinte —repuso el boletero en forma malhumorada.
Juan entonces hizo los cálculos necesarios y se dio cuenta que le sobrarían
ochenta centavos. Luego ordenó:
— Déme uno, por favor.
— Tiene que esperarse— le contestó el vendedor sin levantar la mirada—. Regrese
dentro de un par de horas que ese tren no sale sino hasta las doce.
En ese momento Juan sintió un tremendo chasco, y se salió de la fila sin
proferir palabra alguna. Luego se puso a caminar y llegó al patio donde se
encontraban las locomotoras.
— ¿Cuál es el tren que pasa por La Mesa? —le preguntó a un extraño que se
encontró en el camino.
— Ese que está allí —le dijo el aludido— pero ese tren no sale sino hasta el
mediodía.
Sin darle la gracias se acercó al último vagón que se encontraba tan vacío como
su alma. Se acomodó en la última banca mientras un mundo de pensamientos cundían
su memoria. Un leve estupor colmó su vida, mientras los trenes se deslizaban en
dirección contraria.
Su pueblo natal había cambiado poco. Había un puente real que no reconocía
porque lo habían construido durante su ausencia. Varias fábricas ocupaban los
predios donde solía jugar fútbol con sus compañeros todos los domingos, y los
días que se escapaban de clases. Había otros edificios nuevos, aunque las calles
seguían con los mismos huecos de siempre.
Su casa sí era la misma. No había cambiado en absoluto. Cuando tocó la puerta
llegó una hermana a abrirle, y con sorpresa notó que estaba cerrada de luto.
Todos sus hermanos se hallaban de la misma manera. Ante ese cuadro sombrío
apenas se limitó a preguntar:
— ¿Murió mamá?
— Sí —repuso el mayor de los hermanos que se acercó a la puerta—, pero tú no
eras hijo de ella ni tampoco eres nuestro hermano. Por aquí no te queremos, así
es que lárgate para otra parte.
Ese fue el recibimiento. Entonces Juan, que todavía se encontraba en el umbral
de su casa, bajó la mirada, arrepintiéndose luego de haber regresado a su hogar.
Antes de irse le preguntó a la misma hermana que había abierto la puerta:
— ¿Y María Eugenia?
— ¿Cuál María?
— Pues mi novia, que dejé antes que me metieran a la guandoca...
— ¿Ah, esa?—inquirió la joven con desdén—, por ahí dicen que se fugó con un
hombre y como que ya está encinta de nuevo...
Juan sintió entonces una intranquilidad embarazosa. Su gente no era la misma.
Nadie quería verlo, ni aún sus propios hermanos. Ya se lo habían confesado y
eran testigos esas miradas. Como pudo abandonó aquel lugar, se perdió de vista y
se metió luego a la misma cantina donde siempre había gozado de buen crédito.
— Un aguardiente doble —le ordenó al cantinero.
Aquel lugar tampoco había cambiado mucho, sólo de dueño, pero no de clientela:
allí se encontraban los mismos con las mismas.
— Pero miren quién vino —dijo uno de los presentes—, parece que ya soltaron al
matón.
Estalló luego una estruendosa carcajada.
Juan se tomó el trago de un solo impulso y salió disparado a la calle. No podía
soportar esa ofensa. Es cierto que había cometido un delito, pero ya había
pagado su condena y no quería que nadie se la recordara, y mucho menos de esa
manera.
Y comenzó a andar por todas partes, a encontrarse con personas que ya no lo
conocían, o por lo menos no querían relacionarse con él. Era un extraño en su
propio ambiente.
Un fuerte empellón sacó de quicio sus pensamientos. El vagón se hallaba
completamente lleno, y algunos de los pasajeros iban hasta parados. Había bultos
por todas partes, amén de las gallinas y otros animales que chillaban
constantemente. Se paró luego para estirar los brazos mientras que uno de los
pasajeros se sentaba en su asiento. Con calma bajó los peldaños hasta tocar el
andén. Estiró de nuevo los brazos y trató de respirar el aire que se mezclaba
con el humo de las locomotoras. Pitó luego el tren.
— No se baje —le dijo el conductor mientras se agarraba de una de las
barandas—, el tren está para partir.
— Yo no viajo —repuso Juan sin titubeos.
— ¿Y por qué no? —le preguntó el uniformado.
— Porque acabo de venir de allá...
Esta vez iba prevenido: había tomado las precauciones necesarias para no convertirse en otra estadística. Anteriormente había tenido suerte, porque le había tocado asistir a reuniones en otras ciudades tan peligrosas como la que iba a visitar, pero nada le había sucedido.
Llegó a la ciudad de su destino medio día antes que comenzaran las reuniones. En el aeropuerto cambió algún dinero por moneda nacional, tomó un taxi y se dirigió al hotel donde había hecho la reservación. Como hacía un calor fatigante y estaba sudando hasta por los codos, resolvió darse una ducha apenas se instaló en el hotel. Después tomó una siesta y bajó a tomar la cena en el restaurante del hotel, regresó luego a su cuarto y se dispuso a caminar un poco por algunas de las calles de la ciudad.
Había mucho comercio por todas partes, pero a él no le interesaba comprar nada. Pensaba llevar algunos recuerdos para su familia, pero eso lo haría en vísperas del viaje. Sólo quería hacer la digestión y conocer un poco la ciudad.
Sin quererlo se fue distanciando del hotel y perdiéndose por calles donde había menos gente; iba pensando en las reuniones que tendrían lugar en esa convención de literatos. Y sin darse cuenta se fue alejando más y más del hotel.
Al voltear una calle sintió una impresión desagradable y decidió regresar al hotel. Y al dar la vuelta se tropezó con un joven que se interpuso en su camino. Después de aquel encuentro inesperado se disculparon y cada uno tomó su propio rumbo. Fue entonces cuando el profesor se acordó de lo que le habían dicho sus amigos; con malicia introdujo la mano al bolsillo trasero del pantalón, y con una sorpresa escalofriante se dio cuenta que allí no estaba la billetera. Al instante se devolvió y salió corriendo para alcanzar al hombre con quien se había tropezado. Era un negro de unos 25 años de edad, un poco más bajo que él, pero bien acuerpado; iba sudando la gota gorda. Se interpuso en su camino, y sin mayores explicaciones lo tomó por el pecho, estrujándole la camisa, y demandó de él la billetera. El negro palideció en medio de la oscuridad, temblaba como gotas de azogue, y sin prorrumpir vocablo alguno le entregó lo que le demandaba. Luego lo dejó ir, y salió corriendo como alma que se la lleva el diablo.
Después de aquel hecho varonil, el profesor Moore sintió miedo, pero se contuvo; y con paso lento pero aplomado se dirigió al hotel, cuya distancia le parecía que se había alargado. Iba con la mano derecha en el bolsillo y en el puño llevaba la billetera, esa billetera que por poco cambia de dueño.
Cuando llegó sudoroso al hotel lo encontró lleno de turistas. Pidió la llave y
se encaminó a su habitación. Abrió la puerta, y sin encender la luz se tiró a la
cama. Allí comenzó a hacer recuento de sus aventuras. Trató de dormirse, pero no
pudo porque había algo que le molestaba la cintura. Se paró luego y encendió la
luz. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver sobre la cama su propia billetera, la
cual había dejado en casa para que nadie se la robara!